"¿Está
justificada la denominación de «izquierda abertzale» para referirse, en
el lenguaje común, pero sobre todo en el habla especializada, a la
familia política del nacionalismo vasco radical? ¿Hay pruebas reales,
concretas, más allá de las declaraciones de unos pocos, de que el mundo
batasuno tiene como objetivo, además de la independencia, la
transformación social?
No
resulta sencillo encontrar espacios de convergencia en un país de
disensos enconados y enquistados, como es el vasco. Complicado, pero no
imposible. En lo que sigue, me ocuparé de una unanimidad terminológica
observada en la política vasca, a partir de la siguiente constatación:
todas las formaciones políticas del arco parlamentario vasco coinciden
en referirse como «izquierda abertzale» al espacio político proscrito
por los tribunales españoles a partir de 2003, en concreto de Batasuna y
de todas sus marcas electorales subsiguientes. Que fuerzas políticas
tan dispares y distantes como el PNV, el PP, Ezker Batua o el PSE-EE
hayan abrazado un etiquetaje tal supone, tengo para mí, una adopción
literal y, por lo tanto acrítica, del modo que el nacionalismo radical
ha elegido para identificarse a sí mismo.
Espejo o reflejo de la praxis
política, quién lo sabe (el trazado de la causalidad no nos preocupa
ahora), los medios de comunicación no menos plurales que los partidos
políticos mencionados, como El Correo, El País, Público, Deia o Gara,
recurren a esta misma terminología en sus crónicas, editoriales y
artículos de opinión firmados por sus colaboradores. En un salto más
incomprensible e injustificado si cabe, de un tiempo a esta parte
algunos de los medios mencionados hablan incluso de «izquierda radical»
como sinónimo de «izquierda abertzale».
La
cuestión que trataré de dilucidar a continuación es la siguiente: ¿está
justificada la denominación de «izquierda abertzale» para referirse, en
el lenguaje común, pero sobre todo en el habla especializada, a la
familia política que preferiré llamar «nacionalismo vasco radical»? Por
afinar un poco más y cribar por el cedazo crítico los dos ingredientes
de la expresión que nos ocupa, ¿disponemos de «base probatoria»
suficiente derivada del plano doctrinal y del ejercicio político
cotidiano para ubicar en el plural espacio de la izquierda a esa
sensibilidad política? Cuestión bien distinta, de la que no me ocuparé
porque nos llevaría por derroteros bien distintos a los que aquí me
propongo recorrer, es la de la avenencia teórica entre dos términos,
izquierda y abertzale, que más de uno contempla como un oxímoron.
Quienes comparten esta visión arguyen que una política paroxismal de la
identidad, que hace bandera de la diferencia ensombreciendo las
comunalidades, por un lado, y una política que aspira a una igualdad
real para todos y todas, por otro, resultan de una conciliación forzada,
cuando no imposible.
Antes
de proseguir, conviene introducir una cautela para una cabal
comprensión de lo que aquí se quiere exponer. En mi reflexión, partiré
de una cláusula de respeto, en el siguiente sentido: si un actor
sociopolítico (o, lo que para el caso es igual: un individuo) opta por
una caracterización y una adscripción determinada en el espacio
ideológico, lo suyo es respetar su formulación. De este modo, hemos de
denominar por su nombre de pila al Partido Liberal austriaco del difunto
Jörg Haider, aún cuando nos conste el ideario de extrema derecha que se
esconde tras sus siglas, nada que ver con la tradición liberal; al
Partido Social Demócrata portugués, en realidad un partido conservador
o, por último, al Partido Libertario de los EE. UU., una denominación
tras la que se oculta una plataforma anarco-capitalista (o sea,
neoliberal en estado puro), alejada de la tradición anarquista europea.
En el mismo sentido, si una persona u organización determinada se
considera partícipe de un espacio político, nadie mejor que él o ella
para responsabilizarse del uso de los conceptos a la hora de
aplicárselos a sí mismos. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Dicho
lo cual, apostillamos a renglón seguido: que el nacionalismo radical se
autodenomine «izquierda abertzale» no obliga al resto de los actores
políticos, medios de comunicación y opinión pública en general a hacer
suya tal fórmula. Porque si exceptuamos la denominación como Izquierda
Abertzale del grupo parlamentario del Partido Comunista de las Tierras
Vascas, PCTV-EHAK, durante la última legislatura del lehendakari
Ibarretxe (2006-2009), el de «izquierda abertzale» es más bien un
descriptor que pretende subsumir los dos vectores motrices de su ideario
y de su praxis.
Argumentaré a continuación que, en efecto, el espacio
político del nacionalismo vasco radical es inequívocamente abertzale,
esto es, patriota vasco, al tiempo que cuestionaré (entiéndase bien,
insisto: no negaré, sólo arrojaré dudas razonables y razonadas en tanto
no se ofrezcan a la opinión pública por parte de los interesados
argumentos clarificadores al respecto) su condición de partícipe de la
tradición de izquierdas. Por recurrir al dicho anglosajón: si algo anda
como un pato, vuela como un pato y nada como un pato, entonces es un
pato. Pero quien, desde su condición de observador externo no ve plumas,
patas ni pico a ese «algo», porque no dispone de las lentes adecuadas
para divisar en lontananza, entonces carece de criterio para dilucidar
si efectivamente se trata de un ánade. Denominarlo de ese modo
constituye, pues, una ligereza, incluso para un ornitólogo avezado.
Habida cuenta de que la confrontación política es siempre también una
lucha por denominar la realidad, ¿constituye acaso también una
irresponsabilidad recurrir al lenguaje del nacionalismo radical y
adoptarlo como si fuese el único posible hasta el punto de elevarlo a
unánime?
Las
respuestas ofrecidas durante las últimas décadas, desde diferentes
rincones políticos para dilucidar hacia qué polo se decanta el
nacionalismo radical, si al nacionalista o al izquierdista (porque la
historia de ETA y, por extensión, del nacionalismo radical sometido a su
liderazgo, ha dado pruebas fehacientes y reiteradas de la difícil
conciliación equilibrada de ambos nutrientes) se resumen en dos: Por un
lado encontramos a quienes sostienen de forma inequívoca que el espectro
nacionalista radical, incluyendo en el mismo a quienes persiguen el
objetivo de liberación nacional mediante los votos, pero también a
quienes lo hacen recurriendo a las balas y las bombas, no es más que la
cobija de un movimiento revolucionario anticapitalista en su variante
marxista-leninista.
Desde este punto de vista, el independentismo sería
el elemento adherido a dicho movimiento, el marxismo el sustancial. ¿De
quiénes estamos hablando? Pues de intérpretes de muy diferente corte y
condición. Por un lado, de los sectores más recalcitrantes del
tardofranquismo, como el almirante Carrero Blanco, que en diciembre de
1970 (esto es, en el contexto del proceso de Burgos) discurseaba en las
Cortes refiriéndose a ETA como una organización «que, bajo la aparente
filiación política del separatismo vasco, encubre la realidad de su
verdadera función de agentes terroristas al servicio del comunismo». El
independentismo sería, desde esta perspectiva, el banderín de enganche
de la verdadera locomotora, que no sería otra que el comunismo
revolucionario.
Anton de Irala y la corriente de pensamiento en el seno
del partido jeltzale conocida como bultzagileak, desde un anticomunismo
militante, bebido en las horas álgidas de la Guerra Fría, suscribían en
sus escritos de finales de la década de 1970 y principios de la de 1980,
la misma tesis que el franquismo más rancio, y lo hacían sin un ápice
de despego. Antes, a comienzos de la década de 1960, coincidiendo con la
andadura de ETA, destacados dirigentes del partido jeltzale ya se
lamentaban del deslizamiento hacia la izquierda de aquellos jóvenes que,
porque eran brotes del mismo tronco, contaban con un espacio natural en
la «casa común» nacionalista.
Al
primar al adjetivo de la díada que forman «izquierda» y «abertzale», la
segunda respuesta –que hacemos nuestra– apunta justamente en la
dirección opuesta. Sostiene, resumiendo, que el gran mito movilizador
del nacionalismo radical es la formación de una gran Euskal Herria
integrada por los siete territorios (zazpiak bat) y agrupada bajo un
marco jurídico-administrativo común como única terapia para no ver
irreversiblemente diluida la identidad vasca en los Estados español y
francés y, de este modo, ver desaparecer para siempre su ancestral
idiosincrasia diferencial.
Se trata, por lo demás, de la interpretación
que se trasluce de definiciones del propio nacionalismo radical, como
cuando el MLNV se autodefinía a finales de la década de 1980 como «la o
las forma(s) de expresión, la corriente social y política de amplios
sectores del Pueblo Trabajador Vasco que persiguen, como objetivo final,
la consecución de la Soberanía Nacional Plena para el conjunto de
Euskal Herria».(1) Será ocioso notar que esta declaración de objetivos
denota una apropiación parcial de la terminología marxista, que en nada
de su esencia, por cuanto se coloca a un actor colectivo, al pueblo
trabajador vasco, al servicio exclusivo de una causa, la independencia,
sin mención alguna a esa emancipación social que Marx y sus epígonos
priorizaron en sus escritos y en su praxis.
Es decir, que para el
entramado nacionalista al que nos venimos refiriendo, el pueblo vasco se
erige en el sujeto tractor del cambio en el status quo de las
fronteras, sustrayéndose de la definición algo fundamental para todo
proyecto que se declare tributario del marxismo y de su impulso
transformador, a saber: el «para qué» de los rayones de trazo grueso en
el mapa redefinido, si es para construir una sociedad sobre unos nuevos
cimientos en los que la solidaridad, la justicia social y la igualdad
desempeñen un papel bien diferente al que juegan en la sociedad
capitalista que se busca trascender o, por el contrario, para reproducir
a escala menor los desajustes de la sociedad de la que se quiere
desgajar.
No
parece, por lo demás, que el paso del tiempo haya alterado
sustancialmente los objetivos del nacionalismo radical. Dos décadas
después, un documento público fechado el 14 de noviembre de 2009 que
lleva por título «Principios y voluntad de la izquierda abertzale»
arranca del modo siguiente: «El objetivo de la izquierda abertzale es la
constitución de un Estado propio, al considerar que es la única forma
de garantizar totalmente la supervivencia y el desarrollo pleno del
Pueblo Vasco, en armonía y solidaridad con el resto de pueblos de Europa
y del mundo». La impronta nacionalista en el enunciado es inmediata,
pero, más allá de referencias a la fraternidad con otros pueblos del
mundo (nótese que no con clases, mucho menos personas), ¿dónde se deja
ver la huella izquierdista? Se trata del Documento de Alsasua, que
pretende recoger la propuesta de «paz» del jingoísmo abertzale.
Quien
quiera rastrear evidencias de marxismo en las publicaciones del
nacionalismo radical de los últimos años no tendrá, ciertamente, que
hacer frente a dificultades insuperables. Siempre será capaz de
encontrar aquí o allá escritos de algún intelectual orgánico o
declaraciones de algún dirigente del MLNV con soflamas incendiarias
contra el capitalismo, el neoliberalismo, el industrialismo, el
consumismo, la globalización o el imperialismo.
Ahora bien: el
radicalismo abertzale recurre con profusión a la retórica sinecdoquial
(resumida en la fórmula según la cual gu gara herria, es decir:
«nosotros [léase: el nacionalismo radical] somos el pueblo»), esto es,
toman la parte por el todo y se autoerigen en los auténticos
representantes del sentir y pensar de Euskal Herria en toda su extensión
geográfica y pluralidad identitaria. Constituiría un despropósito
parejo asimilar a estos pensadores que confiesan su deuda con el
marxismo con el conjunto de la militancia del nacionalismo radical,
mayor error si cabe confundirlos con su electorado.
Si el izquierdismo
fuese el mejor descriptor del nacionalismo radical, esto es, si las
sucesivas formaciones políticas que desde la transición española a la
democracia han representado ese espacio político hasta su proscripción
definitiva fuesen percibidas por la población en general, y por su
seguidores en particular, como vanguardias comunistas empeñadas en
emancipar a las «clases populares», nos encontraríamos ante una
verdadera anomalía en las leyes de la sociología electoral en las
democracias liberales de los siglos pasado y presente, a saber: que
habitantes de medios rurales y semirurales depositen su voto libre y de
forma reiterada a formaciones con un programa revolucionario de
izquierdas que, entre otras medidas, y a fuerza de ser consecuente,
habría de poner los medios de producción, tierras incluidas, al servicio
de las necesidades de toda la sociedad.
Tomemos, por poner un ejemplo
bien ilustrativo, el caso del municipio más pequeño en número de
habitantes de Guipúzcoa hasta muy recientemente, Orexa, ubicado en la
comarca de Tolosaldea. En esa localidad el nacionalismo radical obtiene,
elección tras elección, resultados que bordean el 90 por ciento, cuando
tiene oportunidad de medir sus fuerzas en el proceso electoral, claro
está (de lo contrario ahí está el voto nulo o la abstención para disipar
dudas). Una de esas comarcas, por cierto, de donde no hace tantas
generaciones se nutrían los tercios carlistas… El reto explicativo de
esta excepcionalidad sería doble: electoral, por un lado, pero también
generacional.
Votan al «comunismo» los nietos y biznietos de los que no
hace tanto tiempo se sumaban de grado al requeté. Algún agudo analista
habló de carlismo-leninismo para referirse a este trasvase de adhesiones
tan sui géneris… y no le faltaba razón. En fin, que se puede ser
campesino propietario y votar a una opción marxista-leninista, pero se
admitirá que no es del todo habitual en los tiempos que corren.
La
repetición apodíctica de su naturaleza izquierdista por parte de los
portavoces del MLNV no es valor suficiente para que se convierta en
verdad. Contrastar la retórica con la práctica resultará iluminador al
respecto de la supuesta (insisto: en tanto no se ofrezcan argumentos que
arrojen luz sobre este extremo) naturaleza izquierdista del MLNV. Como
corresponde a un movimiento que rechaza de plano el entramado
institucional derivado de la Constitución española, del Estatuto de
Gernika y de la Ley de Amejoramiento del Fuero, uno de los pilares,
seguramente el principal, de la práctica política del nacionalismo
radical durante las últimas décadas ha descansado en la ocupación física
de la esfera pública como modo, por un lado, de atraer la atención de
la opinión pública y de publicitar sus reivindicaciones, pero también de
preservar la identidad colectiva de una comunidad siempre urgida de la
argamasa cohesionadora necesaria para sobrevivir a la prueba del tiempo
en un entorno sociopolítico que se ha ido volviendo hostil por momentos,
después de haberse agotado definitivamente el capital legitimatorio,
acumulado durante el franquismo.
En el país con la mayor densidad
manifestante de nuestro entorno occidental, se cuentan por miles cada
año (según datos de la Ertzaintza) las concentraciones y manifestaciones
escenificadas por este espacio político, en las calles del País
Vasco-Navarro.
Si, en aras de restringir el abanico, fijamos la atención
en las manifestaciones masivas de carácter «nacional» efectuadas las
más de las ocasiones en Bilbao (siempre desde la Plaza Aita Donosti; por
su punto de encuentro les conoceréis), pero también en San Sebastián y
Pamplona, comprobaremos que miles, decenas de miles de personas han
desfilado tras pancartas, exigiendo la independencia, la democracia para
Euskal Herria (otra forma de exigir la independencia), reivindicando el
uso exclusivo de la ikurriña en territorio vasco o proclamando su
solidaridad con los presos de ETA.
No tengo noticia ni de una sola
manifestación multitudinaria al hilo de reivindicaciones universales
ligadas de un modo u otro con la izquierda, porque las manifestaciones
rituales del 1 de mayo convocadas por el sindicato abertzale LAB nunca
han alcanzado la escala de movilización de esas manifestaciones
«nacionales», además de que la suele realizar de forma conjunta con el
sindicato nacionalista ELA y otros sindicatos menores, por lo que no
resulta tarea sencilla calibrar su aportación al conjunto. ¿Se puede,
entonces, salir ritualmente a la calle y dejarse en casa las
reivindicaciones sociales?
En
este mismo sentido de complementar el plano discursivo (lo que dicen
que son) con lo que practican, se puede aludir a un acontecimiento
sutil, pero ciertamente sintomático, que arroja luz a la cuestión de qué
vector prima en la cosmovisión abertzale radical, si el nacional o el
social. En el primer mitin que celebró el PCTV-EHAK el 10 de abril de
2005, partido para el que la ilegalizada Batasuna había solicitado en
fechas previas el voto en los comicios autonómicos inminentes, hubo
varios detalles de carácter simbólico altamente reveladores, ninguno de
ellos casual.
En el estrado dominaba el color rojo, entre el público
extrañaba la ausencia de ikurriñas. Lógico, pues el rojo es el color que
mejor identifica a la izquierda… además de ser el color de la enseña
navarra, la misma que junto a la ikurriña y al arrano beltza figura en
todas las comparecencias públicas de los encapuchados de ETA, según se
recogía en el boletín interno Zutabe número 100 de 2003.
Más elocuente
todavía, si cabe: en cada una de las sillas los organizadores pusieron a
disposición de los asistentes la letra en euskera de La Internacional,
símbolo de la clase obrera consciente desde finales del siglo XIX, que
éstos entonaron tímidamente antes de cerrar el acto con el canto
unánime, ahora sí con más convicción –rezan las crónicas periodísticas
de la jornada–, del Eusko Gudariak.
Va de suyo que no hubo necesidad de
dejar la letra de esta última canción por escrito encima de silla
alguna, letra que por cierto habla de la disposición martirial a
sacrificar la vida por la ikurriña (enseña ausente del acto, como hemos
señalado, pero ausencia presente por vía interpuesta de la canción),
metonimia de Euskal Herria. Las consignas más escuchadas fueron
congruentes con el despliegue simbólico de carácter musical: la
independencia y los presos de ETA.
De nuevo aflora la duda: uno puede
sentirse partícipe de la izquierda más revolucionaria sin saberse La
Internacional, menos en euskera, aunque choca un tanto. ANV, plataforma
electoral del nacionalismo radical que concurrió a las elecciones
forales y municipales de mayo de 2007, dio continuidad a esta práctica
musical y puso punto final con la melodía internacionalista a una
manifestación en Bilbao el 12 de mayo de 2007, y a dos mítines
celebrados en Durango el 6 de di ciembre de 2007 y en Pamplona el 12 de
enero de 2008. La comparativa del volumen del cántico de La
Internacional y del Eusko Gudariak, que nunca falta, apunta de forma
inequívoca en la siguiente dirección: timidez en el primero, vigor en el
segundo.
A
partir de las declaraciones públicas de sus líderes y de los mensajes
transmitidos mediante su política de calle, ningún ciudadano o ciudadana
medianamente informado tendrá dificultades en resumir el proyecto del
MLNV acerca de la territorialidad, el euskera o el estatus de Euskal
Herria vis à vis España y Francia.
Ahora bien: caso bien distinto es si
se le inquiere sobre aquellas cuestiones que ayer, hoy y siempre serán
preocupaciones de la izquierda, siempre en aras de una mayor justicia
social e igualdad, a saber: política fiscal, inmigración, globalización,
laicismo, política de vivienda, mercado laboral, aborto, violencia de
género o educación (neutralizando la propuesta sobre qué idioma ha de
primar, claro está), por mencionar algunos de los temas más relevantes.
¿Podemos legítimamente utilizar la etiqueta de «izquierda abertzale»
para referirnos a un espacio sociopolítico del que ignoramos, también
antes de su ilegalización, qué posicionamiento adopta sobre todos estos y
otros temas? A mi juicio, insisto, sólo si renunciamos a tamizarla por
el cedazo de la crítica.
Hemos
hablado de la (diré ahora como un modo de salvar las cautelas
apuntadas) autodenominada «izquierda abertzale» del MLNV, como si fuese
el único ocupante del espacio político que aspira a fundir el anhelo
independentista con un modelo social forjado desde la izquierda. Sin
embargo, desde 2002 se ha ido consolidando progresivamente en el
panorama político vasco otra fuerza política, Aralar, una escisión de
Batasuna, que proclama ser «un partido abertzale e independentista de
izquierdas» que tiene como objetivo «la creación de la República Federal
de Euskal Herria».
En este caso, el uso de la etiqueta de izquierda no
se presenta tan problemática como con el MLNV, cuando menos desde el
punto de vista de sus principios escritos. Basta una somera lectura de
su documento titulado «Línea ideológica» (2) y seguir atentamente sus
últimas campañas electorales, en las que ha hecho hincapié en temas como
vivienda o políticas sociales, para difuminar las dudas acerca de su
inequívoco y explícito emplazamiento en el polo de la izquierda.
Pretenden, de este modo, marcar distancias también a este respecto (el
otro, obviamente, es su distanciamiento de la violencia terrorista) con
su movimiento matriz, por ejemplo cuando sentencian: «La actividad
política –critican en su documento– que tradicionalmente ha desplegado
la principal referencia sociopolítica de la izquierda abertzale ha
padecido de cierta dejación en lo que respecta a su sensibilidad de
izquierdas y la acción política derivada de dicha sensibilidad.»
En
suma, pues, no nos dejemos atrapar por una terminología equívoca cuando
lo que queremos es referirnos a un actor político del que sólo cabe una
certeza: su naturaleza ultranacionalista.
1. Cuaderno publicado por Herri Batasuna bajo el
título de: Atzo, gaur eta beti: Gora Euskadi Askatuta. 1978-1988. Hamar
urte askatasunaren aldeko burrukan (s.l.; s.f.).
2. Disponible en: http://www.aralar.net/aralar-partido/lineaideologica.
Jesús Casquete es profesor de la UPV/EHU y miembro del Instituto de Filosofía, CCHS CSIC. Autor de En el nombre de Euskal Herria. La religión política del nacionalismo vasco radical (2009)."
(Jesús Casquete, profesor de la UPV/EHU y miembro del Instituto de Filosofía, CCHS CSIC. Autor de En el nombre de Euskal Herria. La religión política del nacionalismo vasco radical (2009), Pensamiento crítico; fuente: El Viejo Topo, 268, mayo de 2010)