"A nadie interesaba ya recordar que 2017 había empezado con la operación diálogo con Catalunya, y que el propio presidente Rajoy comisionó a su mejor alfil en el enrevesado tablero, justamente a Soraya Sáenz de Santamaría,
para tomar el pulso de la indignación en Catalunya y procurar resolver
con diálogo la crisis institucional en marcha. Hablando se entiende la
gente, reiteró hasta la saciedad Rajoy, imbatible en su papel de
bonachón y máximo exponente de la cordura propia del hombre sencillo y
sensato, que evita tanto como puede meterse en líos.
En las antípodas de
la cerrazón y el inmovilismo con que se había afrontado durante los
cuatro años anteriores el problema catalán, 2017 iba a ser el año del
desembarco del Gobierno español en Catalunya. Como ironizó la prensa
catalana, Soraya iba a dejar su cepillo de dientes en la sede de la Subdelegación del
Gobierno
en Catalunya, en la calle Mallorca, y tanto ella como los demás
ministros se emplearían a fondo en dialogar y dialogar, que no negociar,
como se vería más tarde. (...)
Yo mismo mantuve por aquellos meses una fluida relación con Íñigo Méndez de Vigo, por aquel entonces ministro de Cultura y portavoz del gobierno; con Rafael Catalá,
ministro de Justicia, con quien había forjado una buena relación amical
desde sus tiempos como secretario de Estado en el Ministerio de
Fomento, a las órdenes de Ana Pastor, y con la propia Soraya Sáenz de Santamaría, en Barcelona y en el palacio de la Moncloa,
donde almorcé el 6 de marzo de 2017, discretamente, pero con inequívoco
carácter oficial y con la total autorización —y escepticismo— del
president Puigdemont, de Artur Mas y Marta Pascal,
en aquel momento máximos referentes políticos en mi partido. Recuerdo
que aquella noche del 6 de marzo, cuando a la salida del AVE llamé
a Puigdemont y Mas para despacharles el encuentro, ambos coincidieron
en el pronóstico: ¡Buen trabajo Santi, pero no nos harán ni caso!
A pesar de todo, en primavera, en los círculos más ilustrados y
elitistas de Barcelona, se respiraba un cierto aire de euforia, de
tranquilidad, se percibía que por fin se habían empezado a tender
puentes. Por unas semanas, dio la impresión de que el desastre
finalmente podría ser evitado. De este modo me lo hizo notar su majestad
el Rey cuando, el 20 de abril del 2017, acudí en nombre del Govern de Catalunya a la distinción de Eduardo Mendoza con el premio Cervantes. (...)
Los miembros más integristas del independentismo se rasgaron las
vestiduras con mi asistencia a aquel acto. A pesar de mi presencia como
conseller, el propio delegado del Govern en Madrid, Ferran Mascarell, excusó su asistencia. El rey Felipe VI,
en cambio, me trasladó personalmente su agradecimiento y felicitación
por la valentía del gesto y me rogó que así se la trasladara a
Puigdemont. “Veo que no está todo perdido, Santi”, suspiró empáticamente
su majestad, a quien yo conocía de mis tiempos como vicepresidente de
la Fundación Dalí, en Figueres. “En eso trabajaremos hasta el último
minuto”, le respondí abrumado, pero consciente de la trascendencia del
momento.
(...) en los círculos políticos y empresariales de Barcelona las iniciativas
para sacar propuestas de negociación y pacto estaban en plena
ebullición. Una de estas propuestas, capitaneada por el honorable y buen
amigo Joaquim Molins, por aquel entonces presidente del Liceu de Barcelona, empresario y exconseller de los gobiernos de Jordi Pujol,
todo un prohombre de la Convergència de toda la vida, fue la que
personalmente trasladé a la vicepresidenta en aquel almuerzo discreto.
¿Cuáles eran las dos premisas irrenunciables para cada uno de los bandos
enfrentados? Como me explicó Molins en un afectuoso almuerzo en el
restaurante Semon, de Barcelona, para el Gobierno de España,
cualquier discusión que comprometiera el principio de la unidad de la
soberanía nacional española era inadmisible. Para el Govern, en cambio,
los ciudadanos de Catalunya debían poder votar su encaje institucional
en el Estado. El desafío estaba claro: ¿cómo se puede facilitar una
votación del pueblo catalán sobre su futuro sin romper el principio de
soberanía nacional española? La propuesta de Joaquim Molins y de otros
antiguos convergentes de “la vieja guardia” me sorprendió por simple y,
al mismo tiempo, audaz.
En su opinión, un equipo de políticos,
académicos y técnicos constitucionalistas debían articular tres tipos de
propuestas: un primer documento de ajuste constitucional, que blindara
el reconocimiento de Catalunya como nación, la protección de su
autonomía, lengua e identidades históricas, así como la ordenación de
las cansinas y continuas colisiones competenciales.
Un segundo plan de
resolución de los agravios e incumplimientos cronificados en el tiempo,
básicamente en cuestión de infraestructuras y financiación. En tercer y
último lugar, el compromiso de convocar un referéndum en Catalunya para
votar no sobre cuestiones vinculadas a la soberanía, sino sobre el grado
de cumplimiento de los objetivos adoptados.
La votación, que había de llevarse a cabo a los cinco
años de la suscripción del acuerdo por parte de los dos gobiernos,
confirmaría si la crisis había quedado por fin superada o si, al
contrario, la desafección era irreversible y ya solo se podía resolver
con un referéndum de independencia.
Como le dije con sorna a la
vicepresidenta, si durante cinco años socialistas y populares no sois
capaces de ganaros de nuevo el corazón y respeto de los catalanes… es
que no tenéis arreglo, ¡merecéis que nos vayamos, sin duda! En el
encuentro en la Moncloa, Soraya Sáenz de Santamaría escuchó
prudentemente mi propuesta y se comprometió a darme una respuesta en
pocas semanas.
En efecto, la recibí de su propia boca, el día de Sant
Jordi, en Barcelona, adonde acudió a presidir uno de los actos
convocados por el Gremi d’Editors de Catalunya y la Cámara del Libro. “No
se dan las condiciones de confianza, Santi, pero hemos de seguir hablando”.
Aunque su respuesta no me pareció insensata, tuve la
fatal impresión de que, como el propio Eduardo Mendoza escribiría en su
pequeño ensayo Qué está pasando en Cataluña habíamos llegado a un punto en el que todo el mundo quería arreglar el problema catalán pero que ya nadie sabía cómo hacerlo." (La Vanguardia, 09/02/20)