"Se llama
Central Remota para las Operaciones de Socorro Sanitario (CROSS en su
sigla) y tiene una tarea fundamental: cuando una región agota las camas
disponibles en sus hospitales, el sistema se activa buscando soluciones
para el traslado de los pacientes a estructuras hospitalarias de
regiones limítrofes. ¿España? Va a ser que no: Italia.
Un país que, al
igual que el nuestro, tiene su sanidad descentralizada por mandato
constitucional igual que el nuestro. En lo peor de la pandemia, durante
los 67 días transcurridos desde el 9 de marzo hasta el 20 de mayo,
fueron 116 los italianos pacientes de COVID-19 u otras enfermedades que,
mediante ambulancia, helicóptero o avión, fueron transferidos de su
lugar de residencia a una región que podía darles cuidado. También en
Francia, al saturarse las capacidades sanitarias de París, se
medicalizaron trenes de alta velocidad para trasladar pacientes a
regiones menos golpeadas por el virus.
Nada
de esto ocurrió en España. El Ministerio de Sanidad español llegó a
anunciar que contemplaba la movilidad intercomunitaria de pacientes y el
Ministerio de Fomento dijo haber medicalizado vagones de tren que, sin
embargo, nunca fueron usados. La falta de protocolos claros y conocidos
dejó los casos de traslados entre comunidades en anecdóticos. En Murcia
se recibieron dos pacientes de Albacete. El préstamo de equipamientos
sanitarios tampoco fue un recurso optimizado.
El presidente gallego
Núñez Feijoo tuvo que defender en el parlamento de Galicia la decisión
de enviar respiradores a Madrid en el pico de la crisis. Le reñía Antón
Sánchez, el portavoz del Grupo Común da Esquerda: la izquierda.
Evitemos la demagogia. Trasladar un paciente a larga distancia no es
fácil y a menudo ni siquiera es aconsejable. Pero si hay un país donde
hubiera ayudado la existencia de protocolos que lo facilitaran ese es
España. Pero España, como quien dijo, is different. En 2018, el Congreso
tumbó, con los votos en contra de PSOE, Podemos y los grupos
nacionalistas, la propuesta de Ciudadanos de crear una tarjeta sanitaria
única y un historial clínico digital accesible desde cualquier punto
del país.
No es que la propuesta se juzgase centralista, que también: es
que se juzgó “retrógrada”: “Qué poco entiende usted el Estado
autonómico”, reprochó la representante socialista a Francisco Igea, a la
sazón portavoz de Ciudadanos en materia sanitaria. Cierto: los sistemas
pueden ser “interoperables”, pero mejor que eso, para facilitar la vida
al usuario, es que sean comunes. Pero “común” es, ay, la palabra tabú
en España, que enciende todas las sirenas, eriza todos los cabellos,
borra todas las sonrisas y amotina, ay, a todas las izquierdas (o al
menos, a los partidos que se presentan bajo esa advocación espacial).
No, si es común no se puede. Trabajoso y problemoso ha sido ya que el
app de rastreo de contagios del Covid-19 fuese común, aunque, a la vista
está, dada su deficiente implantación, que decir “interoperabilidad” no
equivale a conseguirla. (Con esta nota esquizofrénica añadida: los
partidos que rehúsan como gato panza arriba los procesos de armonización
y comunitarización en el marco español, los promueven y celebran en el
ámbito europeo como signo de progreso; como si el rancho aparte que pide
Puigdemont fuera bueno y malo el que pide Orban).
Pero cosamos todavía
un botón más en esta muestra: ante el debate en torno a si hay
profesionales de la medicina en número bastante en España para capear la
crisis sanitaria, me entero, leyendo a Rafael Matesanz
(ABC, 27 de septiembre) que no existe en España un registro estatal de
médicos, “algo tan elemental que nos permitiera saber en cada momento
las disponibilidades, prever jubilaciones y planificar las necesidades
con antelación, ha sido reiteradamente solicitado por las organizaciones
profesionales, prometido por distintos ministros y nunca llevado a
cabo”.
La autoridad de Matesanz proviene, dicho sea de paso, del
prestigio que le otorga haber llevado a la excelencia mundial una de las
pocas cosas que los españoles aún tenemos en común, la Organización
Nacional de Trasplantes. Por ahora los órganos vitales de los ciudadanos
españoles no sufren tacha de “invadir competencias”. Se ve que el
centralismo no es obstáculo para que te donen un riñón.
Se equivocará
quien piense que este escribano es un porfiado jacobino, cuyo escaso
caletre no le alcanza para saber que España es un país plural y diverso.
Antes al contrario, el que suscribe, sin creer que el centralismo sea
anatema, se cuenta entre los españoles que consideran que la planta
organizativa federal es la que más se adapta a la estructura territorial
del país.
A condición, claro, de que ese federalismo sea racional, a
veces cooperativo y otras competitivo, pero siempre en beneficio de los
ciudadanos; respetuoso de las diferencias, pero no al servicio de ellas.
Que en eso ha derivado el Estado autonómico: en el teatro donde, en
lugar de permitir que lo propio y lo común afloren de manera espontánea,
lo privativo de cada parte se fuerza y compele y escenifica, y donde lo
común español, que sin duda existe tras de una convivencia vieja de
siglos, se ahoga y sofoca y estigmatiza cuando no se prohíbe
directamente.
Incluso, se echa de ver, en ámbitos aparentemente
distantes de la identidad histórica, como es la salud de las personas. Y
lo que antes era tabú es ya una no pequeña corriente subterránea de
opinión: que el Estado autonómico, tal y como se ha configurado -es
decir, al sabor de los nacionalismos subestatales- trae ventajas a las
elites regionales creadas al cobijo de su presupuesto, pero empieza a
perjudicar no solo la convivencia sino también las oportunidades de
reforma y relanzamiento económico del país.
Un reflejo de esta tendencia
aislacionista de las comunidades autónomas podría estar en los datos que
certifican la escasa movilidad interna de los españoles. Y digo
“podría” porque no hay, que yo sepa, estudios que examinen si los
niveles de migración interna dentro de España, ciertamente bajos en un
análisis comparado, guardan relación con el progresivo enroque
autonómico.
Lo que sabemos, gracias a las cifras que proporciona el Servicio Público de Empleo Estatal,
es que la tasa de movilidad entre comunidades autónomas, esto es, la
proporción de contratos que obligan a cambiar de lugar a una persona,
oscila entre el 8% y el 12% según el año (y el porcentaje baja por
debajo del 5% cuando se refiere solo a desempleados que buscan empleo).
Considerando que la mayor parte de esos contratos se agrupan en
actividades de temporada (hostelería y agricultura) el panorama es el de
un español medio que se mueve poco o nada, acusando acaso atributos
estables de una cultura sedentaria, pero quizá también por los pocos
incentivos que el sistema autonómico genera para moverse de una
comunidad a otra.
De hecho, no es temerario afirmar que desde ciertos
gobiernos no se hace ningún esfuerzo por atraer gente de otras regiones,
y eso cuando el esfuerzo no es por ahuyentarlos. Los procesos de las
administraciones públicas autonómicas, que cada vez traen más trabas al
candidato foráneo, son indicio de que la intención no es fomentar la
movilidad. Por sectores, el caso más claro quizá sea el universitario: en España un 70% de profesores trabaja en el centro donde obtuvo el doctorado.
Y si de los discentes se trata, empieza a ser habitual que alumnos de
distintas regiones de España traben relación entre ellos antes en Pisa,
Lovaina, Estocolmo o la ciudad europea donde el Programa Erasmus les
lleve, que en alguna bella localidad de ese país cuasi extranjero
llamado resto-de-España. Por regiones, el caso más conspicuo de
ensimismamiento es el catalán: conforme los datos que ofrece el Instituto Nacional de Estadística
sobre saldo migratorio entre comunidades, se da el curioso (pero poco
sorprendente) fenómeno de una comunidad de renta alta como Cataluña que
empieza a comportarse como un demógrafo esperaría que lo hiciese una
región de renta baja: expulsando gente.
Cualquiera que sea la
explicación de este fenómeno, un factor insoslayable es lo poco que
apetece vivir allí donde la construcción de una identidad que excluye
por decreto todo lo español se ha convertido en el molesto sonido
omnizumbante que acompaña a la vida familiar y profesional.
Cuius autonomia, eius identitas
La
deriva adquiere un aspecto medieval. Más que taifas musulmanas, en las
que, al fin y al cabo, hasta donde sabemos, había cierta libertad de
culto y tolerancia con fieles de otras religiones, las comunidades
autónomas españoles adoptan la fisonomía de dogmáticos feudos medievales
(no en balde los líderes de las franquicias autonómicas de los partidos
reciben el remoquete de “barones”) donde impera una nueva gleba, la de
la “identidad”, que como argolla en el tobillo, ata al nuevo siervo, el
ciudadano, a un territorio al que se atribuyen por ley rasgos culturales
unívocos y prefijados, contrayendo la libertad y autonomía de las
personas para realizar su plan de vida.
Hasta algo tan íntimo con la
lengua que uno desea hablar y transmitir a sus hijos está sujeta a la
terca interferencia del señor autonómico. Hemos sabido de campañas de ayuntamientos
que envían cartas a sus hijos invitándoles a que a la hora del
registro, se usen nombres vernáculos y cambien la grafía de los
apellidos a “la lengua propia”, no vaya a ser que el niño o la niña no
se adapte. Lo mismo sucede con la pertinaz querella en torno a la lengua
vehicular.
Huelga decirlo, pero digámoslo tantas veces como sea
necesario para atravesar la empalizada de mentiras que rodea este
debate: la exclusión legal de la lengua española de su condición de
lengua vehicular en buena parte del Estado, vaciándolo efectivamente de
contenido su condición de lengua co-oficial de algunas comunidades, es
una barrabasada educativa y política sin parangón en democracias
plurilingües. También aquí parece haberse impuesto el principio de que
manda el territorio sobre el ciudadano. Lo ha explicitado con gran
claridad la portavoz del gobierno, Maria Jesús Montero.
En recientes
declaraciones, al arrimo de la polémica suscitada por la nueva ley de
educación, ha formulado con inusitada nitidez la doctrina que subyace a
la supresión del español como lengua vehicular: “Hay que dialogar para
intentar consensuar un texto que reconozca la libertad y diversidad de
nuestro país”, para que así “cada uno se pueda expresar también en las
condiciones que le marca su propio territorio”. Repitamos: “que cada uno
se pueda expresar también en las condiciones que le marca su propio
territorio”. En la primera frase se nos promete libertad. En la segunda
esa libertad ha marchitado y hay que obedecer el telúrico mandato de la
tierra.
Al oír estas declaraciones, de inmediato recordé el viejo lema de la
Europa anterior a la Revolución Francesa: Cuius regio, eius religio.
Quiere decir: a cada uno la religión de su rey. No hay elección. Si uno
vive bajo un monarca o señor católico, pues católico. Si lo hace bajo un
señor o monarca protestante, pues protestante. La confesión religiosa
del príncipe será la de todos sus súbditos. Tal fue el arreglo pactado
en la Paz de Augsburgo en 1555 para poner fin a las guerras de religión
en Europa.
Un principio antipluralista abolido siglos más tarde por la
Europa liberal, fundadora de la libertad de conciencia y de culto. La
deriva neomedieval de la España autonómica rescata el principio para la
nueva religión del siglo: la de la identidad, que en nuestro país se
concreta sobre todo en identidad etnolingüística. La nueva divisa, en
latín macarrónico, podría ser esta: Cuius autonomia, eius identitas. ¿Y
bien? podría decir alguien. ¿No es cierto acaso que en nuestro país se
hablan varias lenguas y todas ellas merecen nuestra estima, y las
minoritarias, protección y fomento? Tan razonable y cierto es que tal
fue el acuerdo del 78: que todas las lenguas de nuestro país eran
españolas y que todas las tradiciones culturales que se expresan esas
lenguas tenían cabida en él.
Pero no es lo mismo un país plural y
mestizo, donde cada cual tiene libertad para conjugar diversos niveles
de pertenencia, que una sucesión de uniformidades yuxtapuestas en
régimen de monocultivo identitario. Esta es la perversión: querer
conjugar la máxima cantidad de diferencia entre comunidades con la
máxima cantidad posible de uniformismo dentro de la comunidad. Es decir,
la destrucción de la pluralidad española, que, por fuerza, ha de
apoyarse en una unidad previa, base necesaria de la mezcla.
Común y
propio: tal es el binomio determinante de la realidad histórica de
España cuando se la permite respirar en paz: si falta lo propio, la
comunidad es injusta; si falta la común, no hay comunidad. La España del
78 dijo que todas las lenguas del país eran españolas y, con justicia y
buen sentido, abrió escuelas en catalán, vasco y gallego. Algunas
comunidades han dicho: solo una de las lenguas aquí habladas es propia, y
cierran las puertas a la enseñanza en español, que también es, digo yo,
lengua española. Ese no era el trato.
Ese no era el trato, y aunque
aún se hallan doctores Pangloss del Estado autonómico, que insisten en
lo mucho bueno que la descentralización ha aportado a nuestra vida (y no
les falta razón en ciertos casos), cada vez, como decía, son más
quienes creen que el saldo entre lo bueno y lo malo se vence de lo malo.
Personas que están de acuerdo con Benito Arruñada -catedrático de
organización de empresas de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona y
una de las voces críticas- cuando escribe que “dejando a un lado el
interés de los propios políticos y funcionarios en multiplicar sus
empleos, empieza a estar claro que el único motivo para mantener las
autonomías es el de reforzar nuestras identidades regionales” (Autonomías, ¿para qué? Voz Pópuli, 6 de septiembre) O léase también al eurodiputado de Ciudadanos y prestigioso economista Luis Garicano (El fracaso del Estado autonómico,
El Español, 5 de septiembre), que observa, menos tajante que Arruñada,
como “la deslealtad de los que promovieron el desmantelamiento del
Estado y el cortoplacismo y la ceguera de quienes lo permitieron han
pasado factura durante la pandemia”.
Como se ve, el malestar va en
aumento. Un nuevo motivo de queja, por cierto, es la desigualdad fiscal.
Así es: desde 1997, las comunidades autónomas de régimen común tienen
poder para modificar impuestos. Y aunque las reglas y los márgenes son
los mismos para todas, la política de baja presión impositiva de la
Comunidad de Madrid viene siendo tachada de desleal por parte de otras
comunidades. Doble incongruencia: la queja proviene de las regiones más
celosas de su autonomía, aquellas que querrían descentralizar hasta los
arreglos del himno, mientras se calla piadosamente sobre las muy
discutibles ventajas privativas de las dos comunidades forales, egregio
caso de desigualdad fiscal en el Estado.
En fin, sean cuales fueren las
razones, si llevamos tiempo escuchando que el Estado autonómico es
insuficiente para las élites de los nacionalismos subestatales, tanto se
ha tensado la cuerda, que ahora la tenemos rota también por el otro
cabo: la que agrupa a los españoles que consideran que el equilibrio
territorial pactado del 78, tal y como se ha plasmado en sucesivas
rondas descentralizadoras sin aparente final, tampoco les vale a ellos:
desean más autonomía, sí… pero para la Administración General del
Estado. Ya hay un partido, Vox, que crece casi exclusivamente al calor
de ese renacido anti-autonomismo que los analistas harían mal en creer
fenómeno únicamente mesetario. El desenlace de esta querella política no
está escrito.
Merece la pena insistir: uno puede seguir pensando que la
mejor planta organizativa para el Estado, la que más se ajusta a la
constitución histórica del país, es la federal o autonómica, y al mismo
tiempo creer que de no proceder a una rápida desfeudalización del Estado
autonómico realmente existente, la corriente subterránea (y cada vez
más terránea) de malestar entre los españoles, avisada de unas
disfunciones descubiertas por la pandemia, y molesta por las coacciones
identitarias en que incurren ciertas autonomías, terminará por
desembocar en un neocentralismo sin miramientos.
Si todavía hay en
España unitaristas que desean salvar el pacto autonómico o persuadir a
la opinión pública de que el federalismo es la fórmula más apta de
reparto territorial de poder, mi consejo es que admitan sin más demora
la deriva neomedieval del Estado de las autonomías hoy vigente y
propongan mecanismos de corrección para que, en la mejor tradición del
principio de subsidiaridad, el autogobierno vuelva a ponerse al servicio
de las personas y deje de estarlo al de las identidades “históricas” y
sus autodesignados fideicomisarios.
Juan Claudio de Ramón Jacob (Madrid, 1982) es escritor. Se
licenció en Derecho y en Filosofía. Le interesan la historia de las
ideas políticas y el futuro de España y de Europa. Colabora en medios
como El Mundo, El País, The Objective, Letras Libres, Revista de Libros,
Jot Down, Claves de Razón Práctica, Nueva Revista y El Ciervo. En 2018
publicó Canadiana: viaje al país de las segundas oportunidades (Debate) y
Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña (Deusto). Participó en la
obra colectiva Anatomía del procés: claves de la mayor crisis de la
democracia española (Debate). Con Aurora Nacarino-Brabo coordinó La
España de Abel: 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40.º
aniversario de la Constitución española (Deusto). Su artículo “El final
del paradigma Ortega-Cambó” mereció el VIII Premio Antonio Fontán de
Periodismo Político." (Juan Claudio de Ramón Jacob, Notario del s.XXI, Nov-Dic 2020, nº 94)