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29/10/19

El Bloque Quebequés se reinventa tras aparcar las demandas de independencia: “Seguimos vivos”

"Y un año después, resucitó... “Yo diría que seguimos vivos”, se felicitó sonriente Yves-François Blanchet, líder del Bloque Quebequés (BQ) tras conocerse los resultados de las elecciones federales del lunes en Canadá . Tendrán 32 diputados, 22 más que en la última legislatura. 

El resultado –impresionante para un partido que hace un año se daba por muerto, víctima de las divisiones internas sobre la independencia– tiene mucho que ver con el liderazgo de Blanchet y su capacidad para entender cuáles son las verdaderas inquietudes de los quebequeses.

Casi un cuarto de siglo después del último referéndum de independencia en la provincia francófona, el porcentaje de quebequeses que apoyan la secesión ronda el 35%. La causa ha perdido fuelle, sobre todo entre los jóvenes. En este contexto, la insistencia de la anterior líder del BQ, Martine Ouellet, de defender la independencia en el Parlamento federal provocó hace un año la dimisión de siete de sus diez diputados. Al final, Ouellet se fue.

 Con el partido hecho añicos (“cadáver”, dijeron algunos), no hubo más candidaturas a sucederle que la de Blanchet, exministro de Medio Ambiente en el gobierno regional y exmanager de la mayor estrella de rock quebequés, reinventado como comentarista de televisión. “Defender los intereses de Quebec en Ottawa o defender la independencia de la provincia en la ciudad de Quebec no está muy de moda” pero “para mí es imprescindible no renunciar a ideas que son importantes”, decía antes de ser proclamado líder del partido en enero.  (...)

 Para seguir siendo relevante, concluyó, el partido debía aparcar las demandas de independencia para dar respuesta a las preocupaciones reales de los quebequeses. Principalmente, la defensa del medio ambiente y su identidad nacional frente a lo que perciben como ataques de otras provincias, en especial las del Oeste del país, que exigen a Ottawa inversiones y menos trabas para explotar los recursos petroleros del país.

“En Quebec hay entre un 30 y un 35% de la población que no se reconoce en los partidos políticos federalistas, (…) electores menos ligados a Canadá pero que quieren enviar un mensaje de oposición a la política federal”, ha explica a la agencia AFP François Rocher, politólogo de la Universidad de Ottawa. Bajo el nuevo liderazgo de Blanchet, el BQ ha sabido asumir los elementos más nacionalistas del discurso de la Coalition Avenir Québec, que se resumen en cuestiones identitarias”, dejando la cuestión del estatus de Quebec “completamente fuera” del debate hasta el final de la campaña, señala Rocher.

“Entendemos la profundidad de nuestro mandato pero también sus limitaciones”, dijo Blanchet el martes en la sede del partido. “Nuestro trabajo no es hacer que el federalismo canadienses funcione pero tampoco crear problemas. La gran diferencia entre el sentimiento de nación de Canadá y el de Quebec es que este no necesita ser exacerbado”, añadió. “¡Queremos un país!”, le respondió la multitud. “Yo también... Pero la soberanía no está en nuestro mandato”, respondió Blanchet, que sólo habló de independencia en la campaña a instancias de sus rivales, que decían que un voto por el BQ era un voto por la vuelta a debates del pasado.

La orientación ideológica del BQ ha cambiado a lo largo de su historia pero en los últimos años se había inclinado a la izquierda. Blanchet, sin embargo, lo ha acercado al partido regional de centro-derecha Coalition Avenir Québec, responsable de la ley sobre símbolos religiosos que quiere garantizar la laicidad de la administración pública. Muy popular en este territorio, la norma va en abierta oposición con la tradición multiculturalista de Canadá y el resto de partidos del país la consideran inconstitucional; sus ataques a la ley hicieron parte del trabajo a Blanchet en Quebec.

El nuevo BQ defiende sin fisuras esta y otras medidas tomadas por la provincia para asegurarse que los inmigrantes y refugiados hablan francés. Después de años a medio gas por la incertidumbre del debate independentista, la recuperación de la economía quebequesa ha aumentado la demanda de mano de obra, a la vez que la ansiedad de muchos ciudadanos sobre el futuro de su identidad nacional como único territorio francófono de Norteamérica. Blanchet les ha convencido de que el BQ les defenderá. (...)

  “Un día, en el momento que los quebequeses decidan y como ellos decidan, es posible que vuelvan a considerar convertirse en un país” pero no será el BQ quien decida cuando lanzar otro referéndum de independencia, afirma Blanchet, que ha prometido ser una voz por el “consenso” en el nuevo parlamento. "                       (Beatriz Navarro, La Vanguardia, 23/10/19)

3/7/19

Quebec: “Si la amenaza de la separación marcó la huida del capital, las nuevas ordenanzas lingüísticas invitaron a muchas familias anglófonas, 'quebeckers', de varias generaciones, al exilio. Puede que más de medio millón de 'montrealers' hayan salido de Montreal en los últimos cuarenta años”

"Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC, debe ser una gran patriota catalana. De esa clase de patriotas que estarían dispuestas a lograr la independencia de Cataluña aunque fuera para “plantar berzas”, en histórica y feliz expresión del fallecido Xabier Arzalluz pronunciada en 1987 como metáfora de lo que una secesión de Euskadi conllevaría para los vascos en términos de prosperidad y bienestar. 

Pues bien, la responsable de la entidad soberanista ha lanzado la consigna del “consumo estratégico”, que no es otra cosa que un boicot a las marcas comerciales que no parecen comulgar con la culminación del proceso secesionista. La iniciativa, siempre en esos estándares de eufemismo que utilizan los secesionistas, se formula en positivo: invita a consumir bienes y servicios de las empresas afectas a la causa de la 'non nata' república catalana.

Las lecturas en prensa de semejante iniciativa —un tiro en el pie de la economía de Cataluña— me han coincidido con la de ‘Canadiana’, un libro de viajes y vivencias de Juan Claudio de Ramón, diplomático español, reflejo de su estancia de cuatro años como consejero de la embajada de España en Ottawa (Canadá). La obra se subtitula ‘Viaje al país de las segundas oportunidades’ y, por pedagogía y amenidad, es muy recomendable.

 Lo es en su conjunto, pero, desde la perspectiva de los problemas políticos de España, resultan especialmente ilustrativas las páginas 120 y siguientes, en las que autor narra un desplazamiento a Montreal, capital de la provincia de Quebec, que hay que conectar con el “epílogo para españoles” que incluye unas anotaciones sobre la similitud y diferencia entre el fenómeno separatista en Cataluña y en Quebec.

Debería leerlo Elisenda Paluzie si es que los argumentos materiales y no solo los emocionales —que derivan a seguramente ilegales, como ese boicot que propugna a través de la iniciativa del “consumo estratégico”— hicieran alguna mella en su determinación autodestructiva de la economía catalana. Porque Juan Claudio de Ramón constata que “la marea soberanista se retira en Quebec” pero no sin antes haber causado daños extraordinarios. 

 Dice: “Como Barcelona para el nacionalismo catalán, la capital económica y cultural de Quebec es demasiado grande, demasiado híbrida, demasiado compleja y cosmopolita para no ser refractaria al empequeñecimiento cultural que las empresas nacionalistas comportan”, lo que explicaría muy bien los resultados de las últimas elecciones municipales en la Ciudad Condal y el previsible fracaso del boicot que la ANC ha puesto en marcha, al menos en la capital de Cataluña.

El mensaje económico-empresarial que ha dejado el independentismo en Quebec se describe en ‘Canadiana’ (editorial Debate) con contundencia: “Tras la victoria del PQ en 1976, bancos, aseguradoras y otras compañías que no estaban para independencias, trasladaron su sede financiera a Toronto, en mitad de una tormenta de acritud que en cuatro décadas no ha amainado por completo”. Nuestro diplomático apunta a un fenómeno más grave —o tanto— como el económico: el social. 

Lo formula así: “Si la amenaza de la separación marcó la huida del capital, las nuevas ordenanzas lingüísticas invitaron a muchas familias anglófonas, ‘quebeckers’, de varias generaciones, al exilio. Puede que más de medio millón de ‘montrealers’ hayan salido de Montreal en los últimos cuarenta años”. De tal manera que “cada vez que el soberanismo gana o repunta en las encuestas, los precios de la vivienda en Toronto suben”.

Pero parece que los separatistas de Quebec han aprendido: “Las brasas de la revolución tranquila y su legado de cosas buenas no tienen aspecto de volver a llamear. La sociedad quebequesa no quiere más cataclismos emocionales, que es lo que son los referéndums de independencia en sociedades democráticas. 

Ninguna sociedad se merece pasar por el trauma de escoger qué personas, de entre sus amigos y familiares, pasarán a ser extranjeros y cuáles quieren conservar como ciudadanos. Es dudoso que Quebec vuelva a ponerse en tan penoso trance una tercera vez”.

La sociedad quebequesa no quiere más cataclismos emocionales, que es lo que son los referéndums de independencia
 
Los afanes independentistas catalanes, tan autodestructivos, no son muy diferentes a otros precedentes en latitudes distintas y con condiciones relativamente homogéneas. También de Cataluña se han trasladado las sedes de más de 4.000 empresas; también Barcelona está perdiendo terreno respecto de Madrid; también en la capital de Cataluña hay advertencias sobre el disparate que comete el independentismo, formuladas desde la patronal y desde instancias empresariales (Sánchez Llibre o Juan José Brugera), igualmente desde tierras catalanas se dan fisuras y quiebras sociales nunca antes vistas ni oídas.

 Para saber adónde conduce todo este esfuerzo emotivo, visceral, ajeno a la realidad, no hay nada que imaginar. Basta con comprobar lo que ha ocurrido en Quebec tal y como lo cuenta, con un grado de serenidad y rigor excepcionales, Juan Claudio de Ramón. Que sería un buen guía para pasear por Montreal a la insensata Elisenda Paluzie.

Si ella y nosotros cerrásemos los ojos y leyéramos este párrafo sobre Montreal, quizá pensásemos que se refiere a Barcelona: “Hoy es una ciudad de rango medio, bella, divertida, pero no la gran urbe global que podría haber sido. Una gran ciudad, insisto, de amplios bulevares, buen comercio y una gama sugestiva de restaurantes. Aunque no exactamente lo que uno se imagina”. (...)"                (José Antonio Zarzalejos, El Confidencial, 27/06/19)

25/6/19

Sosoe: Si lo comparamos, el problema de Quebec es muy diferente al problema catalán en términos geopolíticos e históricos. Geopolíticamente, los quebequenses son descendientes de franceses; son una minoría francófona de unos 6 millones de personas en una zona de habla inglesa de más de 325 millones...

"(...) 6) Hace un año usted organizó un coloquio sobre el secesionismo catalán y el Brexit [https://wwwen.uni.lu/forschung/flshase/european_governance_programm/actualite/union_europeenne_souverainismes_secession] en la Universidad de Luxemburgo. ¿Cuáles son las similitudes y diferencias entre Quebec y la independencia catalana? (...)

Aunque forma parte de la teoría política y jurídica en un sentido amplio, el problema de la secesión ha tenido poco espacio por razones obvias: desde el siglo XIX, el pensamiento de la soberanía y la consolidación del Estado-nación han dominado las teorías políticas. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial se reconoció el problema, pero fue mucho más frecuente en los llamados países del Tercer Mundo, con la excepción conocida de los Balcanes.

Si lo comparamos, el problema de Quebec es muy diferente al problema catalán en términos geopolíticos e históricos. Geopolíticamente, los quebequenses son descendientes de franceses; son una minoría francófona en América del Norte, una minoría de unos 6 millones de personas en una zona de habla inglesa de más de 325 millones.

La historia de esta minoría es la consecuencia de la guerra colonial entre Francia e Inglaterra. Estas son las razones por las que se habla de dos pueblos fundadores.

Esta historia no tiene nada que ver con el asunto catalán, aunque algunos catalanes y quebequenses "simpatizan" en torno al separatismo y se sientan solidarios. Lo único que tienen en común Quebec y Cataluña es cierta "idea nacional", un proyecto soberanista. Los quebequenses no se plantean necesariamente el problema en términos de secesión. Pero no excluyen la secesión si fuera necesaria, es decir, si las reivindicaciones de Quebec no se tuvieran en cuenta en el nivel federal. (...)

8) ¿Debería existir el derecho a la secesión y, de ser así, en qué condiciones?

R: La cuestión no es tanto si el derecho a la secesión deba existir o no. En la realidad política, hay grupos que reivindican el derecho a la separación. En la literatura especializada, se habla de ello y de sus condiciones. Cualesquiera que sean las condiciones que rodeen la secesión, hay dos consideraciones importantes. Una es trivial; la otra lo es menos.

Por un lado, no podemos obligar a las personas que ya no quieren vivir juntas a seguir viviendo juntas. Las comunidades humanas son como los individuos en eso, sin reducir por ello los individuos a meras comunidades.

Por otra parte, las condiciones que rigen la separación de los individuos no pueden ser las mismas que las de las comunidades políticas. Es en este sentido que la lista de condiciones para la secesión ha de ser más compleja. Algunas condiciones están incluso vinculadas a la emergencia de la soberanía del Estado nación.

Por ejemplo, la memoria de aquellos que han sido forzados a vincularse a un Estado, que han sido "asimilados". Los que se sienten víctimas de injusticias pasadas y presentes; los que quieren una separación para desarrollar "su cultura". En cada caso, las condiciones pueden ser diferentes. Una vez examinadas las cuestiones jurídicas teóricas, cada caso debe ser examinado por sí mismo.

Cuando consideramos los costes políticos y sociales de la secesión, vemos que no es algo que pueda tomarse a la ligera. Es obvio que no podemos aceptar todas las reivindicaciones separatistas porque sí. Además, sólo podría existir un derecho moral a la secesión pero no un derecho en el sentido jurídico. Si podemos evitar la secesión y encontrar formas de coexistencia políticamente menos gravosas, ello siempre será preferible. (...)

20/6/19

¿Cuál es la situación actual con el asunto de la secesión en Canadá? El soberanismo ya no está tan presente entre los jóvenes como lo estuvo en las generaciones anteriores. hay gente que se lamenta de que "ya nadie hable de la soberanía". Muchos inmigrantes han huido de situaciones de guerra, división y conflicto entre comunidades y han venido a Canadá para poder vivir en paz... y no tienen una sensibilidad particular sobre la cuestión quebequense

"(...) 3) Usted estuvo en Quebec durante el referéndum de independencia de 1995. ¿Cómo vivió los acontecimientos de aquel momento?

R: Creo que muchas de las personas que vivieron el referéndum de Quebec ya no querrían volver a vivir una atmósfera a la vez tan extraña y cargada. Lo que impactó a muchos europeos fue, con todo, la cortesía que prevaleció a pesar de la tensión. La víspera del referéndum autobuses con canadienses de habla inglesa llegaron a Quebec para manifestarse y "rogar” a los quebequenses que se quedaran en Canadá.

Y no hubo ningún incidente. Imaginemos una escena así en algunas regiones separatistas europeas en vísperas de un referéndum de secesión: se estaría muy cerca de que hubiera incidentes. Pero lo peor del referéndum fue el resultado, que literalmente dividió en dos a la población. Los días siguientes resultaron muy raros en Montreal, tanto para los federalistas ganadores como para los que perdieron. Estas no son cosas que puedan ser tratadas a la ligera.

Y si se pueden evitar los referendos sobre proyectos separatistas y encontrar otros medios políticos para resolver los problemas, sería deseable alentar esas vías, porque lo otro conduce a elegir el camino de la separación frente al de la integración; y lo peor es el impacto que este tipo de dilemas pueden tener en los amigos, la familia, los vecinos, la vida diaria y, sobre todo, en los negocios y la economía.

4) ¿Cuál es la situación actual con el asunto de la secesión en Canadá? (...)

Sobre la secesión, la situación actual en el Canadá es diferente a la de los años 90. El soberanismo ya no está tan presente entre los jóvenes como lo estuvo en las generaciones anteriores. Uno de las razones es la preocupación por el futuro. Los jóvenes del Quebec buscan asegurarse el futuro. Para muchos jóvenes, el gran mercado norteamericano del Canadá anglófono y Estados Unidos, especialmente Estados Unidos, constituye un gran atractivo.

Sin embargo, no podemos decir que el movimiento separatista haya desaparecido por completo, si bien se ha debilitado; a veces hay gente que se lamenta de que "ya nadie hable de la soberanía"... El segundo elemento es la inmigración. Muchos inmigrantes han huido de situaciones de guerra, división y conflicto entre comunidades étnicas, lingüísticas, religiosas y de otro tipo y han venido a Canadá para poder vivir en paz.

Estas personas no tienen una sensibilidad particular sobre la cuestión quebequense. Pero las reticencias frente a la inmigración son ambiguas. Si se trata de proteger la cultura y la lengua francesas, entonces los inmigrantes francófonos no tienen el mismo enfoque que los alófonos y los anglófonos.

Desde hace algún tiempo, el Islam es lo que en realidad genera problemas. Incluso se ha planteado la cuestión de una Carta de valores cívicos y un secularismo cada vez mayor que, en algunos discursos, va más allá de la neutralidad axiológica del Estado frente a las visiones religiosas y omnicomprensivas del mundo.

Dicho esto, hay algunas tendencias secesionistas que están emergiendo en otras provincias canadienses, como Alberta. A diferencia de Quebec, en ese caso es principalmente por razones económicas, que comenzaron con el descubrimiento de yacimientos de petróleo. (...)

(Entrevista a Lukas K. Sosoe, Entrevista y traducción de: JM Lacruz)

26/2/19

Tribunal Supremo de Canadá: Pero si algún día los nacionalistas alcanzasen una mayoría suficiente, forzados por el principio democrático, habrían de negociar con el resto de españoles los cambios constitucionales imprescindibles que permitieran el derecho a la autodeterminación...

"(...) argumento, repetido en el Supremo, de que la manifiesta desobediencia del nacionalismo a la ley se habría visto compensada por el ejercicio del "principio democrático". La alusión concreta a dicho principio que manejan los nacionalistas procede de la "Decisión del Tribunal Supremo de Canadá, en respuesta a una remisión del Gobierno Federal sobre algunas cuestiones relacionadas con la secesión de Quebec", de 20 de agosto de 1998.(...)

 El objetivo fundamental de la resolución es negar al Quebec la posibilidad de una secesión unilateral. Pero la resolución contiene una zona erógena de la pasión nacionalista a la que aludieron las alegaciones de la Generalidad ante el Tribunal Constitucional con motivo de un recurso del Gobierno contra la habilitación de presupuesto para el referéndum ilegal, varios de los escritos de la defensa de los hoy procesados y sus propias manifestaciones en el juicio.

 Estas son las líneas calientes: "Es igualmente cierto que un sistema de gobierno no podrá sobrevivir con el único respeto a la ley. Un sistema político debe, asimismo, dotarse de legitimidad, lo cual exige, en nuestra cultura política, una interacción entre la primacía del Derecho y el principio democrático".

Conviene, sin embargo, reproducir lo que viene antes:

"El asentimiento de los gobernados constituye una función fundamental en nuestra concepción de una sociedad libre y democrática. Sin embargo, la democracia, en el sentido verdadero del término, no puede darse sin el principio de la primacía de la Ley. Es la Ley la que crea el marco en el cual debe determinarse y aplicarse la 'voluntad popular'. 
Para ser legítimas, las instituciones democráticas han de reposar, en definitiva, en unos fundamentos jurídicos. Esto significa que deben permitir la participación del pueblo y responder ante él mediante instituciones públicas creadas con arreglo a la Constitución".

Y reproducir también lo que viene después:

"El sistema debe poder reflejar las aspiraciones de la población. Pero hay algo más. La legitimidad de nuestras leyes reposa también en un llamamiento a valores morales, muchos de los cuales están incardinados en nuestra estructura constitucional. Sería un error grave reducir la legitimidad a la única 'voluntad soberana' o a la única regla de la mayoría, excluyendo otros valores constitucionales".

Sería interesante que sobre la incardinación constitucional de determinados valores morales el legislador o el poder judicial respondieran algún día a la cuestión de si la xenofobia -fuerza motriz de la reivindicación secesionista- entra en contradicción con la moralidad constitucional.

Toda la fuerza del argumento nacionalista del Proceso ha cargado siempre en el principio democrático. El nacionalismo concede que la Ley no está de su parte, pero no admite discutir la legitimidad democrática que lo ampara: "Solo queremos votar". Nadie puede negar el éxito que ha alcanzado en la opinión pública global. La democracia es siempre más sexy que la Ley. Entre otros muchos factores porque la democracia expresa y la Ley obliga. A la gente le gusta mucho expresarse. (...)

El tribunal jamás da a entender que la democracia, y por lo tanto la legitimidad, estén en manos de las provincias y la Ley en manos del Estado, como aspiran a que creamos, tan toscamente, nuestros nacionalistas. Tanto la democracia como la Ley son partes indisolubles de la organización política del Estado y las provincias, como no podía ser de otro modo. 

Taxativamente la resolución declara: "Una mayoría política en cualquier nivel que no actuase de acuerdo con los principios constitucionales mencionados pondría en riesgo la legitimidad del ejercicio de sus derechos y, en definitiva, la aceptación del resultado por parte de la comunidad internacional". 

Y añade: "El ordenamiento constitucional canadiense existente no podría permanecer indiferente ante la expresión clara, por parte de una mayoría clara de quebequeses, de su voluntad de dejar de formar parte de Canadá".

Pero este ordenamiento constitucional reposa igualmente en el principio democrático. Así, cuando el Supremo llama a la negociación política entre el Estado Federal y las provincias no está llamando a una negociación entre la Ley y la legitimidad, sino a una negociación entre legitimidades. Y fundamenta la negociación en razón de la naturaleza de la democracia canadiense, que define como «una democracia en evolución» en oposición implícita a una democracia militante, cuya capacidad de reforma está sometida a ciertos límites. 

La invocación del principio democrático por parte del tribunal solo trata de justificar la legitimidad de la Constitución canadiense para reformarse a sí misma.

La imaginaria aplicación de esta decisión jurídica, en la que se ampara de manera ignorante o malintencionada la propaganda nacionalista, impugnaría de arriba abajo el Proceso. Según la instrucción canadiense los nacionalistas deberían actuar no solo respetando la ley ¡sino el principio democrático! del que se llenan la boca. Para empezar en el interior de su propia comunidad política. 

Entre los variadísimos mantras que rigen la propaganda y que han sido expuestos abundantemente en el juicio está el de la supuesta mayoría favorable al derecho de autodeterminación, que se cifra en el 80% de los catalanes. Un absurdo porcentaje. La suma de los partidos autodeterministas no supera el 55%, tomando como referencia las últimas elecciones autonómicas. 

Si la suma se proyecta no sobre los votos emitidos, sino sobre la totalidad del censo electoral, alcanza el 43%. Y si, como hizo el viernes Tadeu, se incluye, como quisieron los nacionalistas el 1 de octubre, a los extranjeros, el porcentaje baja hasta el 37%.

El principio democrático interno queda lejos de esa mayoría vigorosa favorable a la autodeterminación que el Supremo canadiense ve imprescindible para el inicio de cualquier proceso. 

Pero si algún día los nacionalistas la alcanzasen, la instrucción canadiense tampoco deja dudas: forzados por el principio democrático, habrían de negociar con el resto de españoles los cambios constitucionales imprescindibles que permitieran el derecho a la autodeterminación. Naturalmente es una vía difícil. 

Así debe ser, porque la secesión en un Estado democrático es un objetivo costoso, destructivo e inmoral. La vía elegida por los catalanes es, como su objetivo: costosa, destructiva e inmoral. Y, además, imposible."                    (Arcadi Espada, El Mundo, 24/02/19)

22/2/19

¿Qué explica el declive del voto soberanista en Quebec? Si los referendos no zanjaron la disputa, si la plurinacionalidad nunca se reconoció del todo, y si los poderes de Quebec hoy no son sustancialmente mayores que al iniciarse el procés quebequés, ¿qué es lo que ha funcionado? La correcta localización del problema, a partir de los años sesenta, en la cuestión de la lengua, introducciendo un biligüísmo real, no la inmersión catalana... y el paso del tiempo...

"El motivo de la atención que prestamos los españoles a Quebec no es ningún secreto: durante décadas hemos sentido las tribulaciones existenciales de Canadá y de su díscola provincia como un reflejo de nuestro drama de familia. Si durante lustros pareció que el riesgo de ruptura de la unidad nacional era mayor en Canadá que en España, las tornas se han girado.

 La crisis secesionista arrecia en Cataluña mientras en Quebec, a la vista de los últimos resultados electorales, la marea soberanista entra en fase de reflujo. Es así natural que nos preguntemos qué ha funcionado allí para serenar las aguas, en la esperanza de que nuestros males también tengan remedio.  (...)

El PQ, que desde el gobierno provincial organizó dos referendos de independencia en 1980 y 1995, sumiendo a Canadá en un abismo constitucional, ha obtenido sus peores resultados desde su creación por el mítico René Lévesque. Completemos el cuadro con este dato: el Bloc Québequois, formato y nombre del PQ cuando concurre a las elecciones generales, tiene actualmente tan solo 10 diputados en el Parlamento federal de Ottawa, lejos de la cincuentena que obtuvo durante dos décadas. 

 A la vista de estos resultados, la pregunta es pertinente: ¿se ha clausurado en Canadá el largo ciclo de inestabilidad constitucional iniciado en los años sesenta del siglo XX al albur de la révolution tranquille en Quebec? Tras haber vivido en el país y estudiado el caso, he expuesto en otros lugares mi impresión de que Quebec no será independiente y de que tampoco veremos un nuevo referéndum de independencia.  (...)

Canadá y España: ecos y espejos

Al contrario de lo que supone el tópico, las comparaciones no son odiosas. Son, más bien, eficaces vías de conocimiento. (...)

En el caso que nos ocupa, una aproximación sensata al problema sería esta: Canadá y España son países muy diferentes con un problema muy similar. Las diferencias echan raíces en la historia, pues el proceso formativo de ambos Estados no tiene nada que ver.  (...)

Una segunda diferencia salta la vista: Canadá es enorme en comparación con España, dato no trivial cuando se piensa que el federalismo se impone como solución política natural en países de tamaño continental.

 En tercer lugar, aludamos a una discrepancia no menor: en Canadá son dos las lenguas que coexisten, siendo ambas lenguas internacionales. En España hay una lengua común de carácter internacional en compañía de, al menos, tres lenguas de menor alcance, concentradas geográficamente y dotadas de poderosa proyección política. Más: la composición demográfica en Canadá apunta hacia una multietnicidad ausente, al menos por ahora, en España. Por último, la pesada digestión de una guerra civil y una larga dictadura son episodios que no perturban la psique canadiense ni distorsionan el abordaje de su querella territorial, como sí es el caso de España. 

Y sin embargo, por mucho que diverjan en sus trayectorias históricas, Canadá y España convergen en un punto esencial: ambos países son democracias liberales y pluralistas, respetadas y respetables, que afrontan o han afrontado un desafío a su unidad territorial que trae causa de la existencia en su interior de comunidades lingüísticas diferenciadas y geográficamente concentradas.

 En ambos casos esas comunidades muestran pujos secesionistas, en ambos casos las demandas de separación son divisivas dentro y fuera de la comunidad y en ambos casos el aparato doctrinal que el Derecho Internacional conoce para afrontar estas demandas es inútil, porque ni Cataluña ni Quebec son colonias de España y Canadá, y tampoco son regiones sometidas a una grave vulneración de derechos y libertades. 

Para estas comunidades no cabe ni la doctrina internacional de la autodeterminación ni tampoco aplicar la doctrina sobre “secesión remedial”, pues ninguna situación intolerable hay que remediar. Por tanto se trata en ambos supuestos de saber cómo debe una democracia pluralista, afrontar el desafío que plantea el deseo de separación de una parte de su población por motivos que, por más ropajes cívicos de los que se quieran vestir, proceden de una circunstancia puramente etnolingüística, como es el hecho de hablar una lengua distinta de la común o mayoritariamente hablada en el territorio estatal.

Para completar el cuadro comparativo, quizá no sea ocioso establecer analogías entre los sistemas de partidos, donde se producen coincidencias interesantes. Por la derecha, el papel que el Partido Conservador tiene en Quebec es escaso, como marginal es también la presencia del Partido Popular en Cataluña.

 En cambio, por la izquierda, al igual que el PSOE en Cataluña, el Partido Liberal de Canadá tiene en Quebec un profundo granero de votos, pero –y esto es significativo– al igual que la voz del PSOE en Cataluña no es la propia, sino la de un partido federado como el PSC, en Quebec tampoco son exactamente la misma cosa el Partido Liberal de Canadá y el Partido Liberal de Quebec. Y al igual que el discurso público de los socialistas catalanes ha sido en ocasiones tambaleante y ambiguo en relación al proyecto común, también los liberales de Quebec adoptaron complicadas posturas en escorzo que introdujeron confusión en el debate. 

Viene a la memoria las declaraciones del premier Liberal Robert Bourassa en París en 1975; en aquella ocasión el político liberal sostuvo que su objetivo era un “Quebec puramente soberano, enteramente francés, en un mercado común canadiense”, lo que no parece muy federalista. Por lo demás, tanto en Quebec como en Cataluña hay un bloque netamente independentista (PQ y QS, por un lado; ERC y los sucesivos avatares de Convergencia, por otro) pero en la provincia canadiense no hay nada parecido a Ciudadanos, seguramente en razón del menor peso de los anglófonos en comparación con los castellanohablantes en Cataluña).

 “¿Qué factor o factores han permitido en Canadá el descenso de voto independentista en Quebec?”. Lo que equivale a preguntar: ¿qué puede España copiar de Canadá para curar su propia dolencia? No es menos útil averiguar qué vía o medida ensayada a lo largo de 40 años de conflicto se mostró fallida, con el objeto de no copiarla. Para tentar la respuesta, abordaré cinco modos de atacar la crisis que ha sobrevolado el debate en ambos países: referéndum, plurinacionalidad, estatuto especial, lenguas y transcurso del tiempo.

El referéndum y la Ley de Claridad. 

Según cierta opinión apresurada que puede ser un malentendido interesado, Canadá ha superado su crisis territorial porque su gobierno ha permitido a los quebequeses votar la separación. El referéndum sería así una suerte de válvula de escape, ejemplarmente democrática, que permitiría solventar las disputas territoriales y que España debería imitar.

Nada de esto es cierto. Vayamos a los hechos. El primer dato a retener es que la Constitución canadiense no reconoce el derecho a la secesión unilateral. En cambio, sí reconoce la facultad de celebrar referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción en el universo de las democracias constitucionales, fundadas en el principio republicano de indivisibilidad del territorio. 

Pero insistamos: la separación  no es un derecho, sino una mera posibilidad, legalmente restringida. Fue el gran teórico del federalismo, y antiguo ministro federal, Stéphane Dion quien en 1996 solicitó de la Corte Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones en que el ejercicio de autodeterminación se podía practicar. 

En su respuesta, el tribunal concluyó que Quebec no tiene un derecho a la secesión sino a entablar negociaciones con la federación al efecto de separarse; que solo habría lugar a negociaciones tras un referéndum con una pregunta clara (en 1980 y 1995 no lo habían sido); y que, por lo demás, la negociación no tenía por qué abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no alcanzaban un acuerdo.

Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la Ley de Claridad de 2000. Es decir, y esto es lo crucial, la Ley de Claridad no nace para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al explicitar el largo y complicado proceso de la ruptura pactada. Algo, por cierto, que ya hace, para el caso español, la Constitución de 1978, que no contiene cláusulas de intangibilidad y, por lo mismo, no excluye la posibilidad de partición del territorio siempre que se cumpla el procedimiento previsto para su reforma.

No parece tener sentido por tanto la aprobación de una ley de claridad española, puesto que, a todos los efectos, ya la tenemos: la Constitución de 1978, que puede reformarse para permitir la separación. Conviene, en todo caso, retener otro hecho: las consultas de 1980 y 1995 fueron legales pero unilaterales, es decir, no acordadas. Los gobiernos federales de Ottawa, liderados por Pierre Trudeau y Jean Chrétien, respectivamente, declararon no sentirse vinculados por el resultado de una votación basada en una pregunta esotérica en cuya redacción no habían tenido parte.

 Las consultas fueron, en fin, experiencias ásperas y penosas que tensaron amistades y relaciones familiares. Nos lo podemos imaginar, porque un referéndum de independencia supone nada menos que, en palabras de Dion, ese “ejercicio raro e inusitado en la democracia por el cual se elige, entre los conciudadanos, los que se quieren conservar y los que se quieren transformar en extranjeros”. Es decir, algo difícilmente conciliable con el ideal democrático de la ciudadanía compartida, y sin duda un trance desagradable.

– Plurinacionalidad. 

 ¿Pero no es cierto, se escucha a menudo, que Canadá reconoce a Quebec como nación? “Sin duda, ese reconocimiento ha sido determinante para que los quebequeses se sientan cómodos en Canadá”, parece aducirse. De nuevo, la historia es más compleja. Lo cierto es que en ningún lugar de la Constitución de 1982 se establece la plurinacionalidad de Canadá.

 Lo ocurrido fue esto: en 2006, a instancias del gobierno conservador de Stephen Harper, el Parlamento federal neutralizó una moción del Bloc Québécois declarando que “les quebequois forman una nación en un Canadá unido”. Adviértase la cuidadosa redacción: se dice “los quebequeses” –y no “Quebec”– y se dice en francés, tanto en la versión francesa como la inglesa de la declaración. ¿Qué significa?:

 a) que el asunto se concreta en una declaración parlamentaria, renunciando a llevarlo a la Constitución; 
b) que el reconocimiento de nación, en su acepción sociológica y no política, se circunscribe a los descendientes francófonos de los colonos franceses, dejando fuera a quebequeses de lengua inglesa 
c) que el reconocimiento de esta nación histórica y cultural se lleva a cabo dentro de un Canadá unido. 

Compárese este sutil e inteligente gesto con las apresuradas e irreflexivas llamadas a reconocer la plurinacionalidad del Estado español, sin saber cuántas y cuáles son las naciones que lo compondrían.

 – Estatuto especial. 

 Cabe también especular sobre si lo que ha permitido la deflación del sentimiento independentista en Quebec ha sido algún tipo de negociación orientado a mejorar el “encaje” de la provincia en Canadá. De nuevo, la respuesta es negativa. Y no porque no se intentase. 

Al igual que en España en la última década, el campo unitario en Canadá se dividió en unas voces flexibles y apaciguadoras y otras duras e intransigentes. Las primeras abogaban por mejorar el “reconocimiento” de Quebec como vía más eficaz para calmar el anhelo secesionista. Si en España hablamos de “nación de naciones” y “Estado plurinacional”, en Canadá se lanzaron las fórmulas de “comunidad de comunidades” y “Estado binacional”. Si en España se habla de reconocer la “singularidad” de Cataluña o su “hecho diferencial”, en Canadá se habló de reconocer a Quebec como “una sociedad distinta” y de darle un “estatuto especial”. 

Hubo negociaciones para traducir estas fórmulas. Notoriamente, el Acuerdo del lago Meech de 1987, y más tarde el Acuerdo de Charlottetown de 1992. Prolijos esfuerzos jurídico-políticos asociados a una mayor descentralización del país que fracasaron en medio de una tempestad de acritud. Son episodios equivalentes al tortuoso episodio de reforma del Estatut de 2006 en España. 

En esencia: torturados ejercicios de ingeniería constitucional que no contentan a nadie y, al fracasar, extienden las llamas del incendio que querían apagar. Más aún: no es inexacto decir que Canadá es hoy un país más centralizado, y no menos, que en los años sesenta, cuando comenzó la crisis. 

La razón es que la Constitución de 1982, al incorporar una Carta de Derechos Fundamentales para todo el territorio, crea un límite a la capacidad de legislar de las provincias, también en áreas de su competencia exclusiva. Ejemplo palmario es su Sección 13, que regula los derechos de instrucción en lengua cooficial, y obtura la posibilidad de que algo parecido a la inmersión lingüística uniforme y obligatoria que rige en Cataluña pudiera darse en Quebec, donde la provincia mantiene un sistema de doble vía escolar.

 Es algo que los nacionalistas quebequeses entendieron bien desde el primer momento, y esa es la razón por la cual todavía hoy la provincia de Quebec no ha firmado la Constitución de Canadá (técnicamente su voto no era necesario para su entrada en vigor, según dictaminó en su momento la Corte Suprema).

Lenguas y paso del tiempo, ¿clave del éxito?

Entonces, si los referendos no zanjaron la disputa, si la plurinacionalidad nunca se reconoció del todo, y si los poderes de Quebec hoy no son sustancialmente mayores que al iniciarse el procés quebequés, ¿qué es lo que ha funcionado? ¿Qué ha obrado el milagro de situar el voto independentista en niveles más llevaderos?

 En el espacio de este artículo no es posible hacer justicia al cúmulo de factores que lo ha permitido, pero me arriesgo a proponer que lo más importante ha sido la neutralización del agravio lingüístico y el paso del tiempo.

Sobre lo primero, los nacionalistas en Quebec nunca han ocultado la fuente originaria de su malestar: la conciencia de pertenecer a una isla lingüística francófona, rodeada de un océano anglófono, y por lo mismo, con una aguda percepción de un desequilibrio demoscópico y de mercado que ponía en riesgo el principal factor de su identidad –la lengua francesa– o, cuando menos, la confinaba a un estatuto de diglosia vivido como humillación ante una élite anglófona que –no hay que olvidar– también controlaba el poder económico de la provincia. Maîtres chez nous, fue el lema de la “revolución tranquila”.

 En el interior de Quebec, la recuperación de la autoestima fue obra de la famosa Ley 101, aprobada en 1977 bajo el mandato de Lévesque, que elevó el francés al rango de única lengua oficial de la provincia. En el ámbito federal, la élite política en Ottawa entendió, no sin resistencias mentales, que, si los quebequeses veían adecuadamente representada su lengua en las instancias federales de gobierno, su desafección disminuiría y el nacionalismo se vería privado de su principal instrumento de propagación: la victimización lingüística. 

Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual rango federal al francés en condiciones de igualdad con el inglés. Gracias a esa medida, gradualmente implementada, en su momento polémica y hoy indiscutida, el soberanismo llegó a sus referendos con la pólvora mojada.

 Y más importante: las nuevas generaciones de quebequeses no tienen memoria del agravio de pertenecer a una federación que menosprecia su identidad lingüística. Lo que nos lleva a otro factor que haríamos mal en desdeñar, que es el mero transcurso del tiempo. Porque la vida, como decía Montaigne, es ondulante, y también lo es la política.

 Las batallas de los padres no tienen por qué ser las de los hijos. Cabe sospechar que la mayoría de jóvenes de la provincia no ven razones para despegarse de una federación refundada y ejemplarmente inclusiva, respetada en el mundo. Respecto del inglés, lo ven más como una oportunidad que como una amenaza, en un mundo más globalizado que aquel en que vivieron sus padres. (Otro dato a retener: el secesionismo arrancó en Quebec en tiempos de la descolonización, es decir, en un caldo de cultivo ideológico hoy extinto.) 

He ahí la clave, a mi entender: la correcta localización del problema, a partir de los años sesenta, en la cuestión de la lengua; aplicado el antiinflamatorio lingüístico, el tiempo ha obrado el efecto de domar las pasiones y reordenar las prioridades.

Canadá y España, una misma vocación

La conjetura en la que baso mi análisis es la siguiente: la unidad canadiense no sobrevivió porque se llegara a una “solución política” pactada con el nacionalismo quebequés –esa solución sigue pendiente, como prueba el hecho de que la Asamblea Nacional de Quebec sigue sin ratificar la Constitución de 1982– sino porque líderes políticos visionarios como Lester B. Pearson o Trudeau ejercieron un liderazgo de transformación que refundó su país sobre nuevas bases. 

Del Estado-nación “britanizante”, plantilla heredada del siglo XIX, a la vibrante nación multicultural y federación bilingüe de hoy. De la primera podía tener sentido separarse si uno era un  quebequés de lengua francesa; de la segunda no apetece tanto.

¿Qué significa todo esto para España? A mi parecer, lo siguiente: enfrentados a un problema de estas características, es más prometedora la vía de la transformación que la de la transacción. En otras palabras, visto que es imposible contentar a un nacionalista, se puede intentar al menos que su oferta carezca de sentido: dejar su relato sin demanda. 

En Canadá, mientras la estrategia fue intentar buscar alambicados acuerdos con el bloque soberanista, mediante embrolladas ingenierías constitucionales, la nave zozobró cerca del naufragio. Esta es la tesitura en la que estamos los españoles: intentando llegar a una transacción con el independentismo catalán, un empeño fútil como avala la experiencia de 40 años de diálogo infructuoso que no ha servido para contentar a quien, por esencia, es imposible contentar.

 Más interesante me parece la vía de transformar España o, como se suele decir, otorgarla un nuevo relato. Federalizar el país, pero no con la intención encubierta de contentar al nacionalismo, sino para racionalizar el sistema y prevenir la emergencia rutinaria de conflictos entre los niveles de gobierno. Desconcentrar las instituciones del Estado, más que descentralizar el poder, sin descartar alcanzar una cocapitalidad para Barcelona.

 Y, sobre todo, pacificar la querella lingüística a través de una Ley de Lenguas Oficiales que visualice mejor el plurilingüismo del Estado y ordene la convivencia bajo el sencillo principio de que, en materia lingüística, los derechos son de los usuarios y las obligaciones son de las administraciones. Abordar el contenido de esta ley desborda ampliamente los límites de este artículo. Baste decir, a modo de cierre, que Canadá y España comparten una misma vocación: la de ser, para Europa y para el mundo, un ejemplo de unidad en la diversidad. 

Porque en una época que coquetea con la idea tenebrosa del retorno al nacionalismo, también para los españoles sirve la poderosa arenga del gran Trudeau ante el Congreso de Estados Unidos en 1977: “Una mayoría de canadienses comprende que la ruptura de su país sería un aberrante desvío de las normas que ellos mismos se dieron, un crimen contra la historia de la humanidad; porque soy lo suficientemente inmodesto para sugerir que el fracaso de este siempre variado, a menudo ilustre, experimento social canadiense generaría olas de escepticismo en todos aquellos en el mundo que hoy están comprometidos con la proposición de que, entre las obras más nobles de los hombres, están las comunidades en las que personas de distinto origen, aman, trabajan y encuentran mutuo beneficio”. 

17/10/18

Los independentistas quebequeses jamás aceptaron la Ley de la Claridad canadiense... porque establece que si Canadá es divisible también lo podría ser Quebec tras un referéndum: las partes que hubieran votado en contra de la secesión podrían quedarse en Canadá (aplicándola a España, Barcelona seguiría siendo española si así lo votase, o Tarragona)

"(...) A menudo en España se afirma, tanto desde el independentismo como por parte de la izquierda equidistante, que Canadá ha sabido dar una “respuesta democrática” a la tensión secesionista con la llamada 'ley de la claridad' (2000). 

También se dice que la mejor manera de contener el problema es ofreciendo la posibilidad de votar la autodeterminación. Sin embargo, eso no es así. En realidad, Canadá y Quebec son más bien un contraejemplo, la demostración práctica de que no existe una solución política acordada, una fórmula para regular el derecho a la secesión, que pueda satisfacer a ambas partes.

Hay que recordar que los independentistas quebequeses jamás aceptaron dicha ley, impulsada por el liberal Stéphane Dion, que deja en manos del poder federal la determinación sobre qué se entiende por una mayoría clara. También establece que si Canadá es divisible también lo podría ser Quebec tras un hipotético referéndum: las partes que hubieran votado en contra de la secesión podrían quedarse. 

Como respuesta, los independentistas aprobaron en paralelo su propia ley, que fija una mayoría solo del 50+1 y la indivisibilidad de la provincia. Es cierto que no se ha vuelto a hacer otro referéndum desde 1995, pero no por falta de ganas de los políticos del PQ sino porque la sociedad quebequesa se ha cansado del asunto.

  Cuando lo han vuelto a plantear, les han retirado la confianza, como ocurrió en el 2014; y en estas últimas elecciones ni tan siquiera lo han propuesto. La otra formación independentista, Quebec Solidaire, nacida en 2006, de orientación izquierdista y que se ha convertido en la tercera fuerza parlamentaria, tampoco lo plantea.

En definitiva, es falso que Canadá haya sabido encontrar una solución acordada. No olvidemos que los referéndums de 1980 y 1995 fueron unilaterales. Además, el acta constitucional de 1982, que determinó la completa independencia de Canadá del Imperio Británico, no ha sido ratificada todavía por el Parlamento de Quebec: una anomalía que ahora no parece importar mucho pero que sumió a toda la federación en una crisis constitucional. 

Solo el paso del tiempo y el relevo generacional ha permitido entrar en una etapa post-soberanista. La sociedad quebequesa se ha cansado de la tensión referendaria y, como su identidad francófona está a salvo, ha decidido centrarse en otras cuestiones, como el debate sobre el medioambiente, la educación o la sanidad. 

Lo mismo ocurrirá en Catalunya en unos años porque el referéndum acordado tampoco es posible y la vía unilateral se ha demostrado impracticable. Como afirmó Dion, “democracia y secesión son difícilmente compatibles. A la frustración independentista, le sucederá una fase de normalización en la que lamentaremos el tiempo perdido."                   (Joaquim Coll, El Periódico, 12/10/18)

5/10/18

La derecha gana en Quebec con un discurso antinmigración y el independentismo se hunde... tardaron 20 años en conseguirlo... tiene razón Borrell... nos espera la misma cantinela otro tanto...

"Quebec giró este lunes a la derecha y se alejó del independentismo. La Coalición Avenir Quebec (CAQ), una formación conservadora fundada hace siete años, logró una holgada victoria que acaba con la hegemonía del Partido Liberal y atesta un durísimo correctivo al Partido Quebequés (PQ), que ha abanderado históricamente la ruptura con Canadá y ahora cae de segunda a cuarta fuerza parlamentaria. 

El futuro primer ministro es François Legault, un empresario nacionalista que en el pasado fue independentista pero ahora es contrario a la secesión. En las primeras elecciones en casi cinco décadas no marcadas por la cuestión independentista, Legault ha logrado capitalizar la ola de hartazgo con los liberales, que se desploman, y presentarse como un gestor eficiente mientras ha encendido el discurso identitario al prometer restringir la llegada de inmigrantes y hacer un examen para determinar si un extranjero puede quedarse en la región francófona.

Empieza una nueva era en Quebec. Por primera vez desde 1970 no gobernarán los liberales unionistas o los separatistas del PQ. (...)"               (Joan Faus, El País, 02/10/18)

4/10/18

El Tribunal Supremo del Canadá concluyó que (1) no se puede celebrar un referéndum de secesión unilateral, (2) la pregunta ha de ser nítida, con un mínimo de participación y una mayoría clara, y (3) las partes del territorio consultado que voten por permanecer en Canadá no formarían parte del nuevo Estado independiente... pues de acuerdo, celebremos un referéndum sobre la independencia de Cataluña, aplicando las condiciones de la Ley de la Claridad canadiense

"La comparecencia de Pedro Sánchez junto al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, fue profundamente decepcionante al ser preguntado en rueda de prensa sobre la situación política en Cataluña, el paralelismo con Quebec y las posibles soluciones.   (...)

Antes de jugar en el ámbito internacional y reunirse con líderes progresistas para tratar temas globales, Sánchez debería ser capaz de dar buenas respuestas y elegir bien los ejemplos. Y Canadá era una gran oportunidad para desmontar muchos tópicos sobre la bondad de celebrar un referéndum secesionista. Es descorazonador que se atreviera a señalar a Quebec como lección o modelo para solucionar “crisis políticas”, cuando fue justamente al revés. 

 La vía canadiense es un contraejemplo. Recordemos que fue después del referéndum unilateral de 1995 y ante la amenaza de los independentistas quebequeses de celebrar otra votación hasta ganarla, cuando el ministro de Asuntos Intergubernamentales, Stéphane Dion, elevó una consulta al Tribunal Supremo del Canadá para aclarar tres cuestiones básicas. 

Dicho organismo judicial concluyó esquemáticamente que (1) no se puede celebrar un referéndum de secesión unilateral, (2) la pregunta ha de ser nítida, con un mínimo de participación y una mayoría clara, y (3) las partes del territorio consultado que voten por permanecer en Canadá no formarían parte del nuevo Estado independiente.

De esa trascendental sentencia judicial nació la Ley de la Claridad (2000), que políticamente fue repudiada (todavía hoy) por los independentistas porque la última palabra --sobre todo en la definición sobre qué es una “mayoría clara”-- queda en manos del parlamento federal de Otawa. Más aún, en caso de victoria secesionista en un hipotético referéndum pactado, si en las negociaciones entre ambos gobiernos no se llegase a un acuerdo, tampoco habría secesión.

 Digámoslo claro: no hay nada más falaz que la Clarity Act. La respuesta de los soberanistas fue aprobar en el parlamento provincial otra ley (“sobre el ejercicio de los derechos fundamentales y prerrogativas del pueblo quebequés”), afirmando el derecho de autodeterminación y dando por buena una mayoría de votos del 50% más uno. 

En conclusión, es falso que Quebec nos aporte una solución política acordada al conflicto secesionista.

La Ley de la Claridad fue la fórmula con la que el gobierno de Canadá frenó legalmente la celebración de otro referéndum unilateral en contra, claro está, de la voluntad de los independentistas. Así pues, Sánchez puso muy mal el ejemplo y cayó en el tópico de la imagen edulcorada de dicho país que tanto nos gusta en España cuando lo cierto es que jamás hubo acuerdo entre las partes sobre el método. 

Solo el cansancio de la sociedad quebequesa entorno a esta cuestión y el miedo a repetir un escenario de enorme tensión social como el que se vivió en 1995, ha ido haciendo que con el tiempo el tema de debate ya no sea la soberanía sino las cuestiones globales, como la inmigración, el mercado de trabajo, la ecología, etc. De eso van las elecciones provinciales que se celebrarán el próximo 1 de octubre en Quebec, y no de independencia. 

La victoria se la disputan, según los sondeos, los liberales federalistas del actual primer ministro Philippe Couillard y una nueva lista de centro nacionalista (Coalición por el Futuro de Quebec) explícitamente contraria al referéndum, liderada por François Legault. Los independentistas del histórico Partido Quebequés volverían a repetir un mal resultado.

 El secreto en Quebec no es la política sino el paso del tiempo. Es lo que suele ocurrir con los conflictos irresolubles. También en Cataluña la discordia en sus actuales términos (“referéndum o referéndum”, decía Puigdemont; “libertad o libertad” sostiene ahora Torra) no tiene solución. Cuanto antes lo aceptemos, mejor."                     (Joaquín Coll, Crónica Global, 26/09/18)


"La soberanía podría llegar a ser de Quebec en algún momento, pero inicialmente reside sobre el conjunto de la ciudadanía de Canadá.

(...) el caso quebequés trae enseñanzas para cualquier país que lidie con la posibilidad de una secesión. Pero son más, y más complejas, de lo que algunos pretenden.

Para empezar, los canadienses mostraron que es artificial distinguir entre soluciones políticas y jurídicas. Cualquier ley es producto de una negociación entre representantes elegidos dentro de un territorio soberano.

 También aquellas que obligan al respeto por quienes las hacen cumplir. En el Canadá de los años noventa se recurrió a un fallo del Tribunal Supremo que determinó nítidamente que la secesión unilateral no era posible bajo la Constitución ni la ley internacional, y que la secesión negociada solo sería viable previa reforma constitucional.

A esto hay que añadir que los instrumentos democráticos solo tienen sentido dentro de un marco de soberanía. Antes que escoger una pregunta, un umbral de mayoría, o siquiera de plantear la posibilidad de un referéndum, es imprescindible delimitar quién tiene el poder de decidir sobre todo ello.

 No de votar en el plebiscito, no, sino de diseñarlo. El Gobierno se basó en el fallo del Supremo para su Ley de Claridad, en la cual es el Parlamento canadiense y el conjunto de las provincias quien mantiene poder de veto sobre todo ello. En otras palabras: la soberanía podría llegar a ser de Quebec en algún momento, pero inicialmente reside sobre el conjunto de la ciudadanía de Canadá.

Hay un último aspecto fundamental: el mencionado fallo del Supremo contemplaba la posibilidad de que una parte del territorio quebequés decidiera quedarse en Canadá, admitiendo por tanto que la secesión era una calle de doble carril que debía garantizar el derecho de las minorías en el interior de Quebec.

Estos tres puntos forman un triángulo que acota cualquier solución política: debe partir de la ley actual, así como del poder de veto de quienes decidieron sobre ella (la ciudadanía española soberana), con lo que se mantiene también la capacidad de decisión de la porción no independentista de Cataluña. (...)"                   (Jorge Galindo, El País, 27/09/18)
"La independencia desaparece de la agenda en las elecciones de Quebec. La secesión de Canadá ha dejado de ser una prioridad entre los partidos, mientras solo un 19% de jóvenes se declara separatista.
 Entre las propuestas de los partidos para las elecciones generales en Quebec el 1 de octubre, una brilla por su ausencia: es la primera vez en 48 años que la independencia no figura como un tema prioritario. 
El Partido Quebequés (PQ), la principal formación en favor de la secesión de Canadá, comenzó a participar en los comicios en 1970 y el primer artículo de su acta fundacional es, precisamente, lograr la independencia. Hoy, en el caso de que ganara —algo que de momento no ven los sondeos— el partido ya no tiene prisa por organizar un nuevo referéndum, después del segundo que se celebró en 1995. Al menos, no en los próximos cuatro años.
Jean-François Lisée, un antiguo periodista y asesor político, fue elegido como líder del PQ en octubre de 2016. Lisée ha manifestado que no convocaría un nuevo referéndum en un primer mandato al frente del Gobierno, sino después de 2022, siempre y cuando ganase ahora y consiguiera la reelección dentro de cuatro años. Esto también dependerá de las negociaciones con Ottawa, a raíz de la Ley de Claridad aprobada en junio de 2000.

“Lisée sabe que el tema de la independencia no es prioritario, sobre todo entre los jóvenes. Su partido busca renovarse. Cuando llegó a la jefatura del PQ, el promedio de edad de sus miembros era de 61 años. Prefiere que sea un asunto para más adelante”, comenta Éric Montigny, profesor de Ciencia Política en la Universidad Laval (Quebec).  (...)

Jérémie Turbide tiene 24 años y estudia Comunicación en la Universidad de Montreal. Dice que su voto dependerá de aspectos como la educación y la salud; no de las posturas respecto a la independencia. “La sociedad no es la misma que en 1995, año en el que se celebró el último referéndum. El tema puede ser de importancia para algunos, pero no ocupa ya un primer plano como en la generación de mis padres”, cuenta.

 Según una encuesta de la firma Ipsos, publicada la semana pasada, solo el 19% de los jóvenes entre 18 y 25 años se considera independentista. La secesión de Quebec apareció en el último lugar entre una lista de 14 temas sobre la elección. El 55% de los encuestados se definió ante todo como quebequés (la cifra llega al 66% entre los francohablantes).  (...)

Éric Montigny afirma que la generación actual ha vivido un proceso de politización distinto. “Por ejemplo, la crisis estudiantil de 2012 tuvo un gran impacto. Durante décadas, la politización se daba con base en las relaciones con Ottawa o a debates constitucionales. Esto puede cambiar, por supuesto, en caso de una nueva coyuntura, pero hoy la prioridad no está puesta en la independencia”, agrega.

Dos temas han cobrado mayor peso en la campaña. Quebec tiene autonomía en materia de inmigración por un acuerdo firmado con Ottawa en 1991. La provincia recibe a unos 50.000 individuos cada año. Couillard se compromete a aceptar entre 49.000 y 53.000.

Los pequistas —así se suele llamar a los miembros y simpatizantes del PQ— dicen que la cifra actual es muy alta para asegurar su integración, y sugieren que la auditora general de Quebec proponga un número más viable. También quieren privilegiar en el proceso de selección a las personas que ya dominen el francés.

Por su parte, la CAQ plantea reducir la cifra de inmigrantes (de 50.000 a 40.000), quienes deberán aprobar, tres años después de su llegada, un examen de “valores quebequeses”, con elementos como la igualdad entre hombres y mujeres, el apego a la laicidad y una prueba de francés. El líder de la CAQ ha sido acusado en los debates de propiciar con estas propuestas un clima de miedo e intolerancia.

(...) el 1 de octubre, los quebequeses votarán por primera vez en décadas sin tener en sus cálculos inmediatos una nueva aventura independentista."                     (Jaime Porras, El País, 27/09/18)

30/6/17

¿Quebec es una nación? Por supuesto, dando por sentado que ello no implicaba reconocer un derecho de secesión

"El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, ha visto con escepticismo la propuesta de su homólogo de Quebec, el liberal Philippe Couillard, de una reforma constitucional que recoja la definición de ese territorio como nación.

 Los independentistas de la provincia francófona tampoco la han recibido con entusiasmo; seguramente porque piensan que para soberanistas ya están ellos. Algo que suena a conocido. También aquí, cada vez que partidos poco o nada nacionalistas han asumido alguna reclamación del programa nacionalista, los que sí lo eran han subido un escalón; para mantener la distancia.

No es la primera vez que desde Ottawa se plantea ese reconocimiento. A fines de 2006 el Parlamento de Canadá aprobó una moción en la que se proclama que “los quebequenses forman una nación dentro de un Canadá unido”. Meses antes, Michael Ignatieff, un intelectual pasado a la política, estaba haciendo su campaña en disputa por el liderazgo del Partido Liberal cuando un periodista le preguntó a quemarropa si creía que Quebec era una nación.

Según recoge en sus memorias (Fuego y cenizas. Taurus. 2014), respondió que “por supuesto”, dando por sentado que ello no implicaba reconocer un derecho de secesión; porque “varias naciones pueden compartir un mismo Estado”.

El rival de Ignatieff en aquellas primarias, Stéphane Dion, otro político-intelectual, dio una respuesta similar cuando, en una visita a España para presentar su libro sobre La política de la claridad, le plantearon la misma cuestión: “El problema, dijo, no es el reconocimiento de la condición de nación sino la pretensión de dar a esa definición alcance jurídico y hacer derivar de ella derechos especiales, por encima de la Constitución, como el de autodeterminación”.


Visión que contrasta con el planteamiento ahora impulsado por los soberanistas catalanes y asumido a medias por los que aspiran a pactar con ellos: Cataluña es una nación y por tanto tiene derecho a la autodeterminación. Donde destaca ese “por tanto” sin otro respaldo que la voluntad de conseguirlo y que enlaza con la afirmación de que si Cataluña y Euskadi son naciones, España no puede serlo aunque comparta tantos rasgos comunes como cada uno de esos territorios.

Un dato menos contradictorio de lo que parece es que, a diferencia de Cataluña, en Quebec hay más partidarios de la independencia que del referéndum sobre ella; por sus efectos divisores.

El líder histórico del nacionalismo escocés, Alex Salmond, se comprometió a no plantear un nuevo referéndum en el plazo de una generación. Pero su sucesora, Nicola Sturgeon, consideró que el Brexit reabría la cuestión. Ahora la ha vuelto a aparcar tras las elecciones del 8 de junio en las que su partido ha perdido 21 de sus 56 escaños.

Una de las razones para ello es que conserva una amplia mayoría en el parlamento autonómico que le permite gobernar con comodidad; mientras que si se celebra un nuevo referéndum y vuelve a ganar el no, los dirigentes nacionalistas tendrían que retirarse. Horizonte poco atractivo para el nuevo establishment escocés.

¿Y Cataluña? El principal argumento contra su definición como nación en la Constitución es que no mejora, si no oscurece, el equilibrio constitucional entre una nación común y las nacionalidades (con reconocimiento de su singularidad) y regiones (con derecho a la autonomía) que la integran."                    ( , El País, 22/06/17) 

19/10/16

¿Establecer una Clarity Act española que sea mejor que la canadiense? Pues tanto la ley de la Claridad canadiense como la Bill 99 quebequense reflejan un carácter unilateral alejado del espíritu federal. Imagínate en Cataluña...

"Algunos dirigentes del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), encabezados por Miquel Iceta, han propuesto recientemente establecer una “ley de la claridad” para resolver el tema nacional-territorial del Estado español.  (...)

 La referencia empírica es la ley de la Claridad de Canadá (Clarity Act, 2000), establecida por la Cámara de los Comunes del Parlamento federal. De entrada, buscar soluciones en la política comparada de las democracias plurinacionales es una actitud encomiable (y lamentablemente no demasiado frecuente). Vale la pena considerarla. 

Con el fin de llegar a unas reglas procedimentales que solucionen de manera estable este tipo de contencioso resulta pertinente que cumplan estas dos condiciones: 1) que sean reglas claras; y 2) que se basen en el consenso de las partes implicadas.

La propuesta que sale del PSC parece dar por descontadas dos tesis. En primer lugar, parece asumir que la ley de la Claridad canadiense ha solucionado la regulación de una posible independencia del Quebec. En segundo lugar, parece que considera que una solución parecida sería aplicable al caso de Catalunya y España.

 La primera tesis, sin embargo, es simplemente falsa: actualmente en Canadá no hay nada que se parezca a unas reglas claras y consensuadas entre las partes. La segunda tesis resulta tan ingenuamente utópica –incluiría un referéndum pactado en Catalunya sobre la independencia– que los que la proponen tendrían que decir claramente cómo piensan ponerla en práctica.

Como se sabe, la Clarity Act se planteó como una concreción de las dos condiciones que el Tribunal Supremo de Canadá (TS) esgrimió en su famoso dictamen sobre la legitimidad constitucional de una posible secesión de Quebec (Secession Reference, 1998): 

a) que la ciudadanía respondiera a una pregunta clara sobre la cuestión, y 

b) que el número de votos favorables a la pregunta reflejara una mayoría clara (sin especificarla). 

(Las preguntas de los referéndums quebequeses de 1980 y 1995 no eran nada claras; la mayoría requerida en estos referéndums, como en el más reciente de Escocia, era la mayoría simple de votos afirmativos).

La ley de la Claridad pretende fijar unas condiciones previas a la negociación del gobierno federal sobre la secesión de Quebec. Consta de tres artículos. El primero trata sobre la claridad de la pregunta, el segundo se centra en la “mayoría clara”, y el tercero menciona genéricamente las enmiendas constitucionales requeridas. Los tres artículos merecerían comentarios específicos, pero el punto más decisivo es el artículo 2 (mayoría clara).

En contra de lo que parecería, la ley tampoco fija una mayoría concreta, sino que establece que será después de realizado un referéndum en Quebec (derecho que nadie niega) cuando la Cámara de los Comunes federal decidirá si el resultado refleja o no una mayoría clara a favor de la secesión. Es decir, primero se hace el referéndum y después el Parlamento central decide cómo se tiene que interpretar el resultado.

Obviamente, se trata de una decisión totalmente inaceptable por parte de las instituciones de Quebec, que aprobaron su propia ley (Bill 99, 2000) como respuesta a la ley federal. Consta de 14 artículos: establece que el contenido de la pregunta corresponde al Gobierno quebequés; fija la mayoría clara en el 50%+1, además de otras disposiciones (derechos de las minorías, integridad del territorio, etcétera). Declarada inconstitucional por el Tribunal de Apelación de Quebec (2007; artículos 1,2,3,4,5 y 13) la Bill 99 se encuentra actualmente en el TS.

Tanto la ley de la Claridad como la Bill 99 reflejan un carácter unilateral alejado del espíritu federal que establecía el dictamen del Tribunal Supremo canadiense. Por una parte, la ley de la Claridad, a pesar de su nombre, ni es una ley clara ni está basada en el consenso.

 Introduce disposiciones unilaterales, imprecisas y arbitrarias que contrastan con las sofisticadas disposiciones sobre la democracia y el federalismo de aquel dictamen. Se trata de una ley que no es eficaz, que no soluciona la tensión de fondo, sino que hace más bien lo contrario. Por otra parte, la ley quebequesa refleja también una unilateralidad basada en la lógica política anterior a las consideraciones del Tribunal Supremo.

Cuando no hay reglas pactadas, lo que se está estimulando es la unilateralidad de las partes. Todo eso pasa en Canadá, un Estado mucho más desarrollado en términos institucionales y de cultura federal y plurinacional que el Estado español. ¿Establecer una Clarity Act española que sea mejor que la canadiense? La carga de la prueba de que eso es factible corresponde a los que la proponen. Tendrán que fijar el contenido y, sobre todo, cómo piensan llevarla a cabo dada la cultura uniformizadora y jerárquica de las instituciones y de los principales partidos españoles.

Es una propuesta que se encuentra a mucha distancia conceptual, política y moral de las obsoletas ideas y modelos propuestos por el PSOE (aún no desautorizados por el PSC). Si no, será otra inútil cortina de humo. Una más. El humo de una claridad oscura."                   (Revista de prensa, 03/Oct/2016, Ferrán Requejo, La Vanguardia)

3/5/16

Ley de la claridad canadiense: Si Canadá es divisible, también lo es Quebec (y Cataluña). No sirve el 50+1 por 100 de votos a favor. La secesión no puede llevarse a cabo por un acto unilateral de la Asamblea de Quebec, sino mediante una negociación

"El 20 de mayo de 1980, René Levesque, fundador y líder del Partido Quebequés, celebró un referéndum sobre el futuro de la «Belle Province». El entonces primer ministro de Canadá, el carismático Pierre Trudeau (nacido en Montreal), no concedió demasiada importancia a tal iniciativa. Sabía que no iba a prosperar. Y no se equivocó. 

El «Sí» perdió ante el «No» por casi veinte puntos, Levesque sufrió un descalabro, los canadienses volvieron a lo suyo y el tema de la independencia pareció estar desactivado. No era así. Los intelectuales quebequeses siguieron trabajando activamente, aportando una ancha panoplia de argumentos –unos verdaderos, otros falsos– que suministraron combustible para la causa sagrada.

El 12 de septiembre de 1994, en Quebec ganó las elecciones provinciales Jacques Parizeau, nacionalista radical. Por su parte, en los comicios generales, un año antes, había triunfado el Partido Liberal, dirigido por Jean Chrétien: un católico francófono y también quebequés, con el que llegué a tener buena amistad durante mi mandato como embajador en Canadá. 

Parizeau estaba convencido de que había llegado su hora. Y se lanzó ardientemente a la tarea de celebrar un nuevo referéndum, el 30 de octubre de 1995. Todo parecía atado y bien atado. (...)

Pero Chrétien montó una enérgica campaña por el «No», consiguiendo enderezar la situación con una masiva marcha en Montreal, que él mismo encabezó; un lúcido y clarificador discurso en la televisión; y la impagable ayuda de Bill Clinton, que hizo un encendido elogio de Canadá, donde gentes de culturas diversas, dijo, «viven en paz y en unidad». 

El resultado del escrutinio es conocido: el «No» ganó por un margen muy estrecho (el 50,6, frente al 49,4) y los nacionalistas fueron derrotados. Parizeau anunció su dimisión, culpando del desastre a las fuerzas del mal, entre las que incluía «el dinero y el voto étnico». Más tarde, cedía su puesto a Lucien Bouchard, el último de los grandes soberanistas, que prometió un tercer referéndum, cuando se diesen las «condiciones ganadoras».

Chrétien comenzó inmediatamente a trabajar para conseguir, por todos los medios legales a su alcance, que no se dieran nunca esas «condiciones ganadoras». Porque, como él mismo ha declarado en sus memorias, lo más importante para un responsable político es mantener la unidad y la integridad territorial de su país. Y tomó dos decisiones. La primera, hacer pedagogía. 

A tal fin, nombró a Stephane Dion, quebequés y profesor de ciencia política en la Universidad, al frente del Ministerio de Asuntos Intergubernamentales: una cartera clave en los países federales. Su misión: desmontar, con razones claras y eficaces, los mitos, los errores y las falsedades tramposas y victimistas en que se apoyaban muchos de los argumentos del soberanismo. Y ello, con un objetivo primordial: que los quebequeses supieran la verdad.

La segunda iniciativa fue crucial: pedir una opinión al Tribunal Supremo, para clarificar la situación jurídica, tanto en derecho interno como internacional. Las preguntas que el Gobierno formuló a la Corte fueron tres: si las autoridades de Quebec estaban facultadas, en el marco de la Constitución, para proceder unilateralmente a proclamar la independencia; si las instancias internacionales reconocían a Quebec el derecho a la autodeterminación; y, en el caso de conflicto entre la norma interna y la internacional, cuál debía prevalecer.

Dos años tardó en contestar el Alto Tribunal, pero lo hizo en un dictamen claro, preciso y ampliamente motivado. Éstas fueron sus respuestas: de acuerdo con el derecho internacional, en Quebec no se dan las condiciones para la autodeterminación. 

Sin embargo, el Gobierno canadiense no puede permanecer indiferente ante la voluntad secesionista de una provincia, siempre que su población así lo manifieste de manera clara y por una mayoría reforzada. Aun así, tampoco existiría un derecho automático a separarse, sino que se abriría un proceso de negociación, tomando en cuenta los intereses generales del país, del gobierno federal, de los restantes territorios y de las minorías. 

Y añadió un punto más: Canadá puede partirse, en las circunstancias y con las exigencias ya citadas; pero igualmente puede hacerlo una provincia. Para entendernos: si Canadá es divisible, también lo es Quebec.

Al día siguiente, Chrétien puso en marcha una estrategia que culminó con la llamada «Ley de la Claridad», adoptada en junio de 2000 por el parlamento federal. Con ella se lograba convertir en norma de obligado cumplimiento, para todo el país, los puntos esenciales del dictamen del Supremo. 

Su texto establecía que Quebec (la Constitución canadiense permite la ruptura del país; no así la española, ni la americana, ni la francesa, ni la alemana, ni…) puede decidir su futuro, pero en determinadas condiciones: ha de ser clara la pregunta sometida a los votantes (la del referéndum de 1980, confusa, ambigua y farragosa, tuvo 110 palabras) y clara la respuesta.

No sirve el 50+1 por 100 de votos a favor. Porque si para reformar una constitución se exige amplia mayoría, para romper un país el porcentaje deberá ser aún mayor. Y algo más: la secesión no puede llevarse a cabo por un acto unilateral de la Asamblea de Quebec, sino mediante una negociación en la que han de tomarse en cuenta los intereses de todos. El derecho a decidir quedaba así embridado por la ley. (...)

 Chrétien ha sido siempre respetuoso con los nacionalistas de la que es su provincia natal. Recuerdo que, en una ocasión, me dijo: «la noche del triunfo del “No”, tan estimulante para mí, sentí pena por los que lloraron al fracasar el “Sí”. Porque ellos son tan canadienses como todos los demás». Una frase que luego leí en las memorias de quien fue, y sigue siendo, un gran hombre de Estado."               (JOSÉ CUENCA ES EMBAJADOR DE ESPAÑA – ABC – 18/04/16, en Fundación para la Libertad)