"La idea del Patriotismo Constitucional (PC) nace en el
contexto de la reunificación de Alemania hacia 1990: dos países con el
mismo origen étnico y la misma lengua pero culturas políticas muy
distintas entre sí. Intentaba definir un espacio común de encuentro
identitario entre las dos Alemanias sin tener que recurrir a contenidos
étnicos ni lingüísticos que podían generar una vuelta a la idea de
nación de los años del nacionalsocialismo.
De hecho, el principio del derecho de sangre -la nacionalidad alemana
se concedía en función de los ancestros- era aún el único vigente en
este país hasta 1999 fecha en que se introdujo el derecho de suelo -ius
soli- que concede la nacionalidad en función del lugar en el que se haya
nacido tal y como sucede en Francia o los Estados Unidos desde hace ya
mucho tiempo.
La idea central del PC es que la nacionalidad o ciudadanía
no se puede construir sobre lazos étnicos y culturales comunes sino en
la práctica social y comunicativa de los propios ciudadanos, de un
“plebiscito diario” como escribió Ernest Renan a finales del siglo XIX
para -y esto es importante para entender el punto de vista de Renan-
poder argumentar la pertenencia de Alsacia-Lorena a Francia, una región
de origen étnico-cultural alemán incorporada a Alemania con la victoria
militar del II Reich sobre Francia en la guerra de 1870/71.
Una idea central del PC es la necesidad de consensuar y respetar los
procedimientos democráticos utilizados para llegar a posiciones y
decisiones comunes. Esto es esencial pues sólo si se deciden previamente
los procedimientos es posible conseguir que las decisiones tomadas en
entornos pluralistas puedan llegar a ser respetadas por todos. Se puede
decir, por tanto, que esta es una primera razón por la que los intentos
de cambiar unilateralmente las reglas por parte de los protagonistas del
procés es incompatible con la propuesta republicana del patriotismo
constitucional.
Esto no es poca cosa pues el PC probablemente sea la única forma de
crear hoy un espacio de identificación común en Europa, el continente
con la mayor diversidad étnica, cultural y lingüística del mundo. Cabe
hacerse la pregunta si la fórmula sirve para abordar también el problema
identitario y territorial de España.
Yo creo que sí aunque su
efectividad pasa por tener en cuenta lo siguiente: (a) por comprender el
propio fenómeno identitario para llevarlo al terreno de la racionalidad
y poderlo articular políticamente; (b) por comprender las premisas y el
contexto histórico en el que Habermas hace su propuesta y (c) por no
reducir el PC a una propuesta destinada a regular comportamientos
individuales al margen de toda idea de colectividad o comunidad.
Pero ¿qué es la identidad y cómo se construye? Es verdad: estamos
saturados de tanto discurso identitario y los que estamos aquí abrazando
los ideales de la izquierda hemos tenido que asistir durante años a
cómo el discurso de solidaridad y justicia social viene sucumbiendo en
nuestras propias filas frente al discurso identitario. Pero esto no
quiere decir que la identidad no sea importante o que resulte imposible
definirla racionalmente, pues no es sino la forma que tiene cada
individuo, y por extensión un grupo de individuos, de verse a sí mismo
en relación con el resto de la sociedad.
Es imposible que esta
identificación obedezca sólo a principios racionales pues tiene que ver
con un sinnúmero de aspectos, muchos de contenido emocional y afectivo.
Pero esto no deja fuera la posibilidad de definir el fenómeno
identitario de forma racional pues la visión que tiene cada individuo de
sí mismo en relación con el resto no es nunca del todo arbitraria pues
depende de las características objetivas de esa sociedad y también de
las experiencias vitales del individuo: un desencuentro profesional o
familiar profundo puede cambiar la naturaleza de esta relación pero
también los cambios políticos y culturales que se viven en en el resto
de la sociedad.
Las formas por medio de las cuales se crean y se transmiten las
identidades dependen del tipo de sociedad de la que estemos hablando. En
la sociedades tradicionales estas se traspasan de unas generaciones a
otras a través de la familia y de la comunidad en un proceso espontáneo
de transmisión cultural y lingüístico. Sus contenidos no son causales y
tienen que ver con las formas de vida propias de estas sociedades: la
agricultura tradicional, los espacios rurales, el pequeño comercio
urbano, las pequeñas industrias familiares diseminadas por las comarcas,
la familia estable y dotada de valores tradicionales, etc
Las personas
que nacen y viven en un entorno de este tipo sólo cambian muy
lentamente, su identificación con el mundo que les rodea también porque
dicho mundo cambia también sólo poco a poco. La identidad se percibe
aquí como algo casi tan natural, eterno, certero y “objetivo” como las
propias montañas, lo cual explica que a los gobiernos les resultara
relativamente fácil convencer a las clases campesinas para que defiendan
su “patria” con su vida y sin pedir nada a cambio.
El radicalismo
identitario de personajes como Torra o Puigdemont, que proceden de los
espacios ideológicos más tradicionalistas de Cataluña. hacen alarde de
esta fe casi ciega en la “objetividad” de su forma de sentir y de pensar
lo que ellos entienden por Cataluña.
Sin embargo, en los estados modernos, particularmente después de la
segunda guerra mundial, la producción y reproducción identitaria sucede
de forma muy distinta. Ahora son los gobiernos y no las tradiciones
heredadas, los que construyen las identidades de forma planificada y
sistemática a lo largo de varias generaciones, y haciendo uso del
sistema educativo y de los medios de comunicación.
Hay un acuerdo, una
decisión política que lleva a inventar, literalmente, identidades
políticas nuevas, a plasmarlas en los libros escolares y a difundirlas.
Se trata de un proceso enteramente político muy distinto del que se
produce espontáneamente en los espacios tradicionales. Los gobiernos
bucean en las tradiciones del país pero las reinventan haciendo, ademas,
una lectura de la historia que sólo puede ser selectiva y en función de
los valores que quieren resaltar para incorporarlos a las nuevas
comunidades políticas.
Ninguna de las dos formas de producción y reproducción identitaria se
salvan de ser construcciones históricas, de ser cosas que han sido
creadas en un momento pero que se pueden volver a construir en función
de los cambios del presente. Esto se refiere tanto a la identidad
“española” como a la “catalana” o a cualquier otra. Pero muchas personas
argumentan como si sus planteamientos identitarios no fueran productos
históricos e incluso creaciones políticas, tienen una visión naturalista
de su identidad, como si esta estuviera escrita en sus genes.
El
resultado es un choque identitario permanente alimentado, en este caso,
por los inspiradores del procés dirigidos por los espacios identitarios
más tradicionalistas apoyados por los grupos sociales con alto capital
cultural vinculados, preferentemente, a la Generalitat. No tiene sentido
sentido alguno responder a esta situación con otra identidad igual de
cerrada e históricamente acabada por incapaz de incorporar a sectores
amplios de la población catalana, vasca etc La salida está en abordar la
construcción política de una nueva identidad compartida por todos que
deje detrás lo que nos a llevado a la situación actual.
¿En qué medida nos podemos valer del PC para abordar los problemas del presente?
La propuesta de PC de Habermas tiene que ser insertada en su contexto
histórico. Cuando habla de ella tiene en mente la situación creada en
Europa después de la segunda guerra mundial, una situación que incluía
la firma de una serie de pactos sociales y políticos en los que, por
primera vez, también tenían cabida a las clases menos favorecidas. Estos
pactos, que se tradujeron en procesos redistributivos y en la
protección del trabajo frente al capital, sirvieron de base para la
construcción política de una identidad basada esa vez no en la
superioridad étnica y cultural de una nación frente a otra, sino en la
idea según la cual todos son ciudadanos iguales independientemente de su
sexo, religión o su adscripción étnica. Pero no sólo.
Además son
iguales independientemente de su clase social, que es lo verdaderamente
nueva, la idea de ciudadanía incluye la ciudadanía social.
Este aspecto venía siendo una reinvindicación de las izquierdas
occidentales desde mediados del siglo XIX, pero sólo se consiguió
imponer políticamente tras los dos desastres bélicos de la primera mitad
del siglo XX.
La propuesta de Habermas es un intento de solución global del
problema político-identitario pero se apoya en la idea de ciudadanía
social. Su argumento es de calado: esta forma de ciudadanía es la única
con capacidad de afrontar la creciente diversidad cultural, la
progresiva individualización de las relaciones sociales o, incluso, el
problema de los recursos -naturales, territoriales o energéticos- que
son cada vez más escasos en el mundo, un problema que sólo puede
solucionarse aplicando un criterio de ciudadanía válido para todas las
personas que pueblan el planeta y no sólo para un grupo privilegiado de
ellas pues, para que cada uno pueda ser autónomo y diferente, tiene que
ser “igual” que el resto, tener asignado el mismo estatus en el mundo y
en la sociedad, lo cual pasa por disponer de un mínimo de seguridad
material, sanitaria y educativa.
Por tanto sería sería un grave error
ignorar las condiciones -económicas y sociales- requeridas para asegurar
que el PC se siga asentando entre las poblaciones europeas como lo hizo
durante tres o cuatro décadas, para que no sufra una erosión política
como la que está sufriendo ahora.
De hecho, la idea del PC no ha
permitido evitar el auge de la ultraderecha en Alemania nacido de la ira
y la frustración de la población alemana provocada por el desmontaje
del su sistema de bienestar a partir de finales de 1990 (el programa
“Harz IV”), y por la indignación provocada por el uso del dinero de los
contribuyentes para rescatar a los bancos, un dinero que aparentemente
no existía para ayudar a las víctimas de la crisis de 2008 que, a
diferencia de estos últimos, no tenían ninguna culpa de la misma.
Existe, por tanto, efectivamente el peligro, de que el PC pierda
apoyos si un tercio de la población no tiene un empleo mínimamente
digno, cuando los estados redistributivos encargados de hacer realidad
sus premisas materiales se siguen viendo debilitados por la
desregulacion financiera y otros factores, o cuando, en definitiva, el
riesgo y la inseguridad siguen instalados en las vidas de cada vez más
personas. Existe, por tanto, el peligro de hacer una lectura del PC que,
si bien se apoya en la idea de la igualdad política, se muestre
insensible a los recursos necesarios para conseguir que esa se haga una
realidad palpable para la mayoría de la población.
Por mucho que uno se
posiciones frente a los llamados “populismos”: cuando esta
insensibilidad persiste se favorece el avance de los mecanismos
identitarios de base tradicional pues muchos encuentran en ellos un
refugio para preservarse de un sistema económico que no les tiene en
cuenta. Esto no quiere decir que las cosas vayan a cambiar realmente,
pero la imaginación de comunidades y lazos sociales que no van a volver
nunca proporcionan un anhelo de seguridad y de certeza que puede llegar a
ser muy intenso en momentos de crisis alimentando procesos tan
irracionales, antidemocráticos e imposibles como el procés.
Otro error sería interpretar el PC como una especie de construcción
teórica abstracta que no tiene en cuenta los sentimientos de las
personas, reducir, en definitiva, el problema identitario a un problema
de distribución racional de recursos en una sociedad entendida como la
mera suma ordenada y civilizada de individuos aislados siguiendo la
tradición de John Locke. Desde luego esta no es la concepción de
ciudadanía de Habermas, aún cuando algunos lo interpretan así.
Lo que
propone es un proyecto de convivencia en la que los individuos se
conciben a sí mismos como parte de un conjunto del que no sólo
participan pagando sus impuestos civilizadamente a cambio de servicios
públicos, sino de un conjunto que además resulta
constitutivo de su propia identidad individual, de la forma que tienen
de verse a sí mismas las personas en relación con el resto. Para
Habermas los ciudadanos deben participar plena y democráticamente no
sólo para poder vivir sin conflictos nacidos de opiniones discordantes,
sino además porque entienden que su participación en la esfera de lo
público es la condición, incluso la esencia de su propia libertad: lo de
todos no es ajeno y exterior, sino que forma parte de lo de cada uno.
Esto quiere decir que para que se cumplan las premisas del PC, el
individualismo debe dar paso a la reciprocidad. “Nadie” escribe
Habermas “puede reivindicar la autonomía política para sí mismo para
alcanzar sus intereses particulares sin tener en cuenta que esta
autonomía sólo se puede llegar a realizar de forma colectiva a través de
la práctica intersubjetiva. La posición jurídica del individuo se
conforma así a través de una red de relaciones igualitarias basadas en
el reconocimiento recíproco. Le exige a cada uno que adopte la
perspectiva de la primera persona del plural -nosotros- antes que la
perspectiva de un observador externo que sólo pretende alcanzar su
propio éxito individual”.
En definitiva: el PC pasa por la construcción
de una comunidad, de un “nosotros” y no por la mera organización
racional de una suma de individuos iguales pero aislados los unos de los
otros, y que consideran “lo de todos” como un algo ajeno a sí mismos,
un algo con lo que se relacionan de forma comparable a lo que sucede en
las transacciones mercantiles, un algo, incluso, susceptible de ser
apropiado individualmente en beneficio propio.
Mi argumento es que tenemos que construir en España un nuevo
“nosotros” que deje atrás los diferentes “nosotros” actualmente nos
separan. Sus piezas no pueden incluir las tradiciones antidemocráticas,
la violencia ejercida contra los inocentes, el autoritarismo en todas
sus variantes o el sexismo, sino otras tales como la solidaridad entre
clases y territorios, una suerte de plurilingüismo en todo el territorio
que le permita acceder a todos los ciudadanos desde niños al menos a
dos de las tres culturas lingüísticas de la “periferia”, una visión
preservadora de los recursos naturales, culturales y artísticos que se
han ido acumulando a lo largo de los siglos, etc.
No tenemos que empezar
desde cero pues la Constitución de 1978 es una referencia democrática
fundamental en la historia de este país de países pero debemos completar
la reforma del Título VIII con el diseño colectivo de un relato común
de país, y que parta de las experiencias democráticas compartidas a lo
largo de la historia, de la tradición regeneracionista y republicana que
colocó a España a la cabeza de la cultura de la paz, de la democracia,
de la ciencia y de las artes europeas, de la experiencia de tolerancia
religiosa en la Edad Media hispana en medio de una Europa vandalizada, o
también del acerbo civilizatorio acumulado por la cultura mediterránea
que sugiere un espacio de diversidad cultural y encuentro único en el
mundo etc, En ningún caso se trata aquí de combinar o encajar de otra
forma “naciones” y “nacionalidades” ya existentes y consideradas
acabadas históricamente, como sostienen tanto los nacionalistas al norte
y al sur del Ebro, como los que apuestan por una especie de
confederación.
Por el contrario, se trata de construir política y culturalmente algo
nuevo que sea algo más que una mera suma de lo que ya existe por
separado. Los gobiernos de la España constitucional de 1978 no abordaron
esta tarea, bien porque pensaban que la globalización la hacía
obsoleta, bien porque no había posibilidad de consenso que fuera más
allá de un “borrón y cuenta nueva” impuesto por el hecho, de que muchos
le atribuían aún el régimen de Franco una elevada dosis legitimidad.
Hoy
esos son ya muy pocos, lo cual abre una oportunidad histórica para la
construcción de un nuevo relato de país de países consensuable basado en
experiencias de democracia, de libertad y de justicia comunes.
El
enfrentamiento identitario al que el procés ha colocado a toda la
sociedad puede ser una oportunidad pues ha hecho evidente, en toda su
crudeza, la naturaleza insostenible que lo que se ha venido fraguando
desde 1978 en términos identitarios en España. El trauma producido puede
llevar a muchos a dar el primer paso para romper con las lealtades
identitarias que han venido funcionando hasta ahora con el fin de crear
espacios para un nuevo espacio que mire al futuro y al mundo del siglo
XXI.
En realidad, se trata de una tarea que no sólo tienen que abordar
los ciudadanos españoles sino los del conjunto de la Unión Europea pues,
si se quiere seguir apostando por la UE hay que construir un relato
europeo común basado en la parte humanista, democrática y tolerante de
sus tradiciones, así como en el rechazo activo de todas aquellas que
apunten en el sentido contrario: solo así se podrá evitar una reedición
de las experiencias de entreguerras."
[Publicado originalmente en: Tey, M. et al (coords): La democracia constitucional en el siglo XXI. Ed. Almuzara, Córdoba 2019]
Armando Fernández Steinko. Estudió Sociología,
Economía e Historia en varias Universidades de Europa y Canadá y ha sido
investigador visitante en varios centros de investigación europeos. En
la actualidad es profesor titular de Sociología, acreditado para
catedrático, en la Universidad Complutense, y participa en distintas
líneas de investigación sobre blanqueo de capitales y dinero ilícito. Pasos a la izquierda, 11/11/19)