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2/12/24

Afirmar los “pueblos regionales” es negar la existencia del pueblo italiano... «El Norte está cansado de apoyar al Sur». «El Sur no puede seguir viviendo a costa del Norte»... ¿Las regiones pagan realmente impuestos y reciben servicios públicos? ¿Tienen realmente «excedentes fiscales» o «pasivos»? La respuesta a todas estas preguntas es no... Son las personas las que lo hacen y, en cualquier caso, da igual que residan en uno u otro territorio regional. Lo que cada persona paga de impuestos y recibe de servicios depende de su renta, patrimonio, edad, salud, condiciones personales y familiares, etc.: elementos que, por regla general, nada tienen que ver con la región en la que reside... Atribuir a las regiones nociones que se aplican propiamente a los individuos - como están haciendo el Ministro Calderoli y los presidentes de las regiones del norte - es una falacia argumentativa y un clamoroso fracaso de la lógica. Y es también una pretensión jurídicamente insostenible... la Constitución impone deberes recíprocos de solidaridad económica, política y social a los ciudadanos italianos en cuanto tales, y no a los venecianos hacia otros venecianos ni a los piamonteses hacia otros piamonteses. Una vez más, el territorio de residencia no tiene relevancia alguna; de lo contrario, la unidad nacional quedaría hecha jirones, empezando por el pueblo italiano que constituye su base

 "«El Norte está cansado de apoyar al Sur». «El Sur no puede seguir viviendo a costa del Norte». ¿Cuántas veces en los últimos años hemos oído sentimientos semejantes en Italia?
«Los del Sur que luchan contra la autonomía son egoístas comparados con los del Norte, porque ahora mismo, en Italia, hay 12 regiones del Centro-Norte que dan más dinero del que reciben, y otras ocho regiones que reciben más del que dan», según nada menos que el Ministro de Asuntos Regionales, Roberto Calderoli. Se ha llegado a este punto: decir abiertamente que a los que no les va bien y piden solidaridad son unos egoístas que no tienen reparos en perjudicar a los que están bien.

Más allá de ser moralmente espantoso, lo cierto es que aplicar ese razonamiento a las regiones carece de todo sentido. Es un torpe intento de manipulación. El argumento de que las regiones virtuosas «sostienen» a las no virtuosas con su propio dinero se basa en la evaluación de los ingresos fiscales pagados y del gasto público recibido por región. Del hecho de que haya regiones que pagan más impuestos que el valor de los servicios públicos que reciben y otras regiones que reciben servicios públicos en una cuantía superior a los ingresos fiscales que producen, extraen la inferencia de que unas regiones disfrutan de servicios que pagan otras.

 En este sentido, argumentan que las primeras tienen un «superávit fiscal» y las segundas una «deuda tributaria». La implicación es que, si cada región pagara impuestos sólo por el importe exacto del gasto público que recibe, el resultado sería que las regiones más ricas podrían reducir su presión fiscal manteniendo el mismo nivel de servicios, mientras que las más pobres verían disminuir ese nivel. El Presidente de Lombardía calcula que su región paga «demasiado», 54.000 millones de euros; sus colegas del Véneto y Emilia-Romaña cifran el exceso en 18.000 y 17.000 millones de euros, respectivamente; el Presidente del Piamonte dice que la cifra correspondiente a su región es de 11.000 millones de euros. De ahí la acusación de egoísmo contra quienes trabajan para evitar recortes en los fondos que van en beneficio de los demás.

 Pero basta echar un vistazo más de cerca para darse cuenta de lo insustanciales que son tales afirmaciones. ¿Las regiones pagan realmente impuestos y reciben servicios públicos? ¿Tienen realmente «excedentes fiscales» o «pasivos»? La respuesta a todas estas preguntas es no. Las regiones no tienen superávit fiscal, ya que, en realidad, ni pagan impuestos ni reciben servicios públicos. Son las personas las que lo hacen y, en cualquier caso, da igual que residan en uno u otro territorio regional. Lo que cada persona paga de impuestos y recibe de servicios depende de su renta, patrimonio, edad, salud, condiciones personales y familiares, etc.: elementos que, por regla general, nada tienen que ver con la región en la que reside. Yo pago impuestos por mis ingresos como profesor universitario al mismo tipo medio que un colega mío que, con la misma cualificación y antigüedad, da clases en la Universidad de Macerata. Y si ambos tenemos la misma situación familiar, recibimos un subsidio mensual idéntico del INPS por nuestros hijos a cargo.

 Atribuir a las regiones nociones que se aplican propiamente a los individuos - como están haciendo el Ministro Calderoli y los presidentes de las regiones del norte - es una falacia argumentativa y un clamoroso fracaso de la lógica. Y es también una pretensión jurídicamente insostenible. Como reconoce el Tribunal Constitucional en su sentencia nº 83 de 2016, la Constitución, en su artículo 2, impone deberes recíprocos de solidaridad económica, política y social a los ciudadanos italianos en cuanto tales, y no a los venecianos hacia otros venecianos ni a los piamonteses hacia otros piamonteses. Una vez más, el territorio de residencia no tiene relevancia alguna; de lo contrario, la unidad nacional quedaría hecha jirones, empezando por el pueblo italiano que constituye su base.

Afirmar la existencia de «pueblos regionales» es negar la existencia del pueblo italiano. Por ello, el principio constitucional de progresividad fiscal (art. 53) implica la redistribución de la riqueza entre los conciudadanos del Estado, no de la región, como medio para desarrollar los vínculos sociales entre las personas. (...) Reducir la solidaridad redistributiva al nivel de los conciudadanos de una región, en detrimento de los compatriotas, significa (...) sancionar la prevalencia de la pertenencia regional sobre la pertenencia nacional, una reivindicación que procede de un trasfondo abiertamente secesionista, lo que pone a quienes la impulsan en colisión con la unidad y la indivisibilidad de la República, proclamadas como principio fundamental inviolable por el artículo 5 de la Constitución.

 * Del libro Loro loro dicono, noi diciamo. Sobre Premierate, Justicia y Regiones («Lo que ellos dicen, lo que nosotros decimos. Sobre Premierate, Justicia y Regiones») de Gustavo Zagrebelsky, Armando Spataro y Francesco Pallante, ed. Laterza"

(Francesco Pallante , il manifesto global, 27/10/24, traducción DEEPL)

5/3/24

Mientras que el mundo se une en una aparente aldea global, las fracturas nacionales asoman con una celeridad cada vez mayor. Las crisis acentúan ese furor nacionalista... El nacionalismo pasa a ser un fenómeno esencialmente excluyente. Se vuelve, en definitiva, un salvoconducto político. Basta observar cómo, a pesar de la globalización, tras la crisis de 2008 surge un auge nacionalista. Y lo hace a través de las dos vías posibles: la secesionista –como muestran el caso catalán y el escocés– y la del reforzamiento del Estado-nación, como ejemplifican países como Estados Unidos, Italia o Brasil...

 "La ignorancia es lo que envuelve el extraño manto de la nación, ese concepto etéreo, aunque no se trata de esa clase de ignorancia relativa a la estupidez. Lo que ocurre, en realidad, es que el término «nación», tan sólido como pretende, parece siempre endeble. ¿Es, acaso, imposible de definir? «Sabemos lo que es cuando no nos lo preguntáis», defendía el politólogo Walter Bagehot en el lejano año de 1887. Y su sorna era una declaración precisa acerca de la propia imprecisión del concepto. Al fin y al cabo, ¿qué es una nación sino una comunidad imaginaria y, por tanto, arbitraria?

El problema surge en su raíz: hay tantos aspectos que crean la nación que, en realidad, se podría argüir que no hay ninguno. Desde la geografía hasta la lengua o las creencias religiosas, las comunidades se han establecido a partir de elementos que, dependiendo del país, difieren de forma radical. No solo los símbolos son distintos, sino también los criterios: mientras que en la formación de la nación alemana la lengua era un eje esencial, en Francia, aunque importante, no adquiría tamaña trascendencia. Algo que, si bien aparentemente pueda resultar paradójico, es básico para la coherencia del concepto: las naciones deben diferir entre sí y, a su vez, deben tener ciertos rasgos inmutables a lo largo de la historia, tal como intentaron argumentar los filósofos alemanes decimonónicos con la idea del Volkgeist, el «espíritu del pueblo».

Ideas que, no obstante, constituyen artificios intelectuales: la nación no antecede al nacionalismo, sino al revés. Es decir, no existe como un fenómeno invariable y espontáneo surgido a través del paso de la historia: es el nacionalismo, en cuanto fenómeno histórico, el que crea las naciones y sus correspondientes Estados. El nacionalismo sí es definible con cierta sencillez, como «un principio que afirma que la unidad política y nacional debería ser congruente», en palabras del filósofo checo Ernest Gellner. Así, según explica Marc Sanjaume, profesor de Ciencias Políticas en la Universitat Pompeu Fabra, «las naciones no aparecen ex nihilo, contienen un elemento de construcción cultural sobre una base preexistente trabajada y mitificada». En el caso de España, por ejemplo, la Reconquista y sus batallas míticas «son hechos históricos que el nacionalismo se encargó de incorporar a un acervo nacional común», como defiende Sanjaume.

¿No son estos mitos, por tanto, los que en realidad forman el esqueleto de la idea donde descansa el país? Es una impresión que también señala el adagio del viejo historiador Ernest Renan: «Interpretar mal la historia forma parte de ser una nación». Y así es: los símbolos, tradiciones y relatos históricos son, en gran medida, «tradiciones inventadas», en palabras del historiador británico Eric Hobsbawm. «Las naciones modernas buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota. Buscan ser comunidades humanas tan “naturales” que no necesiten más definición que la explicación», explicaba, lo que incluye desde los bailes populares a los símbolos nacionales más destacados. Incluso la vestimenta: las faldas escocesas no lo eran hasta que, a la hora de dotar de una raison d’être particularmente escocesa, adquieren tal categoría: pasan a representar la identidad estética.

El triunfo popular de la nación en cuanto a concepto, sin embargo, puede resultar naturalmente atractivo: «El tejido social, desde las amistades a cualquier institución, descansa sobre una base de identidad construida e imaginada», sostiene Sanjaume. «Necesitamos pertenecer a algo y el nacionalismo es la comunidad ganadora en la modernidad por encima de vínculos antiguos», apunta.

¿Un nacionalismo por la libertad?

«El nacionalismo es un fenómeno que se da en casi toda Europa a lo largo del siglo XIX, si bien se parte normalmente de uno de corte más liberal, con concepciones más cívicas y vinculadas a las constituciones del momento», explica Alejandro Quiroga, profesor en la Universidad Complutense de Madrid. Esta primera forma de nacionalismo –que surge de manera integradora, al contrario que los modelos posteriores– es el fenómeno que alumbra los primeros Estados-nación, da paso al liberalismo político y acaba con el Antiguo Régimen (es decir, con las formas políticas de las viejas monarquías europeas). 

No obstante, se trata de algo limitado. «A partir de la segunda mitad del XIX y principios del siglo XX, los nacionalismos étnicos van ganando terreno en casi toda Europa. Aunque la división entre cívico y étnico nunca es pura, las concepciones biologistas y racistas se van afianzando», relata Quiroga. La razón, según defiende el profesor, recae en las motivaciones del escalón más alto de la jerarquía: «Según se va ampliando el sufragio, la manera de integrar a las masas sin pagar un precio democrático es a través de la nación. Algo que sirve también como contrapeso contra el auge del movimiento obrero»

Así, el nacionalismo pasa a ser un fenómeno esencialmente excluyente. Se vuelve, en definitiva, un salvoconducto político. Basta observar cómo, a pesar de la globalización, tras la crisis de 2008 surge un auge nacionalista. Y lo hace a través de las dos vías posibles: la secesionista –como muestran el caso catalán y el escocés– y la del reforzamiento del Estado-nación –como ejemplifican países como Estados Unidos, Italia o Brasil–. Ocurre, además, ante una realidad que parece cada vez más hostil a las ambiciones y poderes políticos. «Ambas se plantean como marcos de solución a una crisis económica. Se ofrece nación a cambio de mantener un modelo económico en crisis», explica Quiroga. El caso catalán es ilustrativo, según señala el profesor. «Es a partir de 2010 cuando empieza a aumentar el apoyo al independentismo. Es entonces cuando se da un paso más allá y esas élites que no eran abiertamente independentistas acaban en el movimiento como marco de salida a la crisis económica de la que en muchos casos ellos son partícipes», explica. «También como respuesta al 15M: no hay banderas cuando rodean el Parlamento de Cataluña y los políticos salen en helicóptero», añade.

El mundo actual genera una paradoja: este es un momento en el que «la mayor proximidad global genera más necesidad de pertenencia local», tal como sostiene Sanjaume, que señala que estamos ante un «repliegue» a un nacionalismo que recuerda al del siglo pasado. Y no es la única y retorcida ironía: la expansión de las ideas democráticas, esas sobre las que algunos decidieron proclamar el fin de la historia, ha llegado a favorecer la proliferación de nuevos Estados y nuevas demandas estatales. Las tensiones crecen hasta puntos insospechados: «El populismo se sirve hoy de los nacionalismos incluso hasta erosionar los pilares del liberalismo democrático». Sin embargo, ¿cuán grande puede llegar a ser una bandera?"              (Pelayo de las Heras , ethic, 09/05/23)

23/8/23

En la plaza de toros, todo el público canta a pleno pulmón “Que te vote Txapote”. Lo cantan en las fiestas patronales de Teruel... La primera vez que vi esto fue en Barcelona... Tras 2017, cuando todo empezó a pudrirse, a oler y a adquirir su sentido, estaba en un restaurante de clase media-alta, repleto de comensales que, escasos minutos después, irían juntos a una mani procesista... En los postres, los comensales se hincharon de ellos mismos, y empezaron a cantar, todos, riendo, un lema procesista: “Las calles serán nuestras por siempre”. Lo cantó todo el restaurante. Menos los camareros... Y menos yo, que pasé a formar parte del grupo de los camareros. Pensé que cuando la derecha española descubriera esto sería imparable. Lo ha hecho. En esta campaña ha sucedido eso. Esta campaña es, básicamente, eso (Guillem Martínez)

 "(...) 6- Me llegan por RR.SS. imágenes de los sanfermines. En la plaza de toros, todo el público canta a pleno pulmón “Que te vote Txapote”. Lo cantan en las fiestas patronales de Teruel. Lo cantan en trenes. En el video de una boda, lo cantan los invitados cuando el novio y la novia entran en el salón del banquete. Todo el mundo ríe, todo el mundo es feliz, hasta los novios. Todo el mundo se divierte, siendo lo divertido algo importante: la identidad. Son españoles, sin clases sociales. Son una forma de ser españoles que les convierte en españoles, pues las otras carecen de recorrido.

7- La primera vez que vi esto, de manera consciente, fue en BCN. Tras 2017, cuando todo empezó a pudrirse, a oler y a adquirir su sentido, estaba en un restaurante de clase media-alta, repleto de comensales que, escasos minutos después, irían juntos –era evidente por las camisetas, por los símbolos que llevaban– a una mani procesista. En los postres, los comensales se hincharon de ellos mismos, y empezaron a cantar, todos, riendo, un lema procesista: “Las calles serán nuestras por siempre”. Lo cantó todo el restaurante. Menos los camareros. No eran blancos. Y menos yo, que pasé a formar parte del grupo de los camareros. Pensé que cuando la derecha española descubriera esto sería imparable.

8- Lo ha hecho. En esta campaña ha sucedido eso. Esta campaña, cuyo ecuador cruzamos, es, básicamente, eso."                 (Guillem Martínez, CTXT, 15/07/23)

26/1/22

¿Por qué los españoles tienen peor opinión de su país que los extranjeros? Entre los países europeos más grandes, España es el que se percibe más positivamente desde el exterior, por delante de Alemania, Italia, Francia y el Reino Unido... España es uno de los pocos países que ha pasado de una renta media a una alta. Pero se vende mal y no desprende la confianza que merece... Nadie es más duro con los españoles que ellos mismos... Es como si los españoles hubieran creado una especie de leyenda negra moderna sobre ellos mismos

 "España vuelve a ser mejor percibida en el exterior que por sus propios ciudadanos, según un informe del Real Instituto Elcano y la empresa RepTrak (ver gráficos 1 y 2). En 2020 fue al revés por primera vez desde que se inició el estudio anual en 2014, a pesar del impacto inicial de la pandemia del COVID-19.

 Se encuestó a veinticuatro países para conocer su percepción interna y la de otros países. En casi todos ellos la percepción interna era superior a la externa, con la excepción, además de España, de Argentina, Japón, Sudáfrica y Brasil. Los dos países latinoamericanos y España tienen algo en común: todos han sido dictaduras (también Sudáfrica, si se cuenta el apartheid como una forma de dictadura), pero es imposible saber si ésta es una de las causas de la baja autoestima.

Los tres países más "orgullosos" (es decir, los que más se sobrevaloran a sí mismos, en comparación con la percepción externa que se tiene de ellos) son Rusia, Turquía y -no es sorprendente- mi propio país, Gran Bretaña (una diferencia positiva de más de 9 puntos entre la percepción interna y externa).

El Reino Unido ha conseguido durante mucho tiempo estar por encima de su peso a nivel internacional y trata de hacerlo después del Brexit con el mantra sin sentido de la "Gran Bretaña Global", repetido sin cesar por el gobierno, ignorando la paradoja entre los Brexiters que impulsan un Reino Unido comprometido internacionalmente y el hecho de que el Brexit ha significado la desvinculación con la UE, el mayor bloque comercial del mundo.

Las puntuaciones de la encuesta se basan en 17 atributos que incluyen el estilo de vida, la calidad de los productos y servicios, la cultura, el sistema educativo y el entorno económico. Entre los países europeos más grandes, España es el que se percibe más positivamente desde el exterior, por delante de Alemania, Italia, Francia y el Reino Unido. España sube en el ranking en aspectos como los países más atractivos para visitar (9º frente al 14º de la encuesta anterior) y en cultura (6º, frente al 9º) y es el 10º país más recomendado para vivir (17º para trabajar e invertir).

 Pero cuando se trata de la autoevaluación de los españoles en cuestiones como "ética y transparencia", "uso eficiente de los recursos" y "entorno institucional y/o político" hay una diferencia de entre 15 y 20 puntos con las puntuaciones que otros países asignan a estas mismas características.

La oleada de casos de corrupción, sin embargo, no ha dañado significativamente la imagen de España en el exterior, pero en el interior sí influye mucho más en la visión que los ciudadanos tienen de su país. Lo que es muy importante para nosotros se vive con gran intensidad y dramatismo en casa, mientras que recibe una atención muy limitada fuera de nuestras fronteras", dice mi colega Carmen Enríquez González, que dirige el Observatorio de la Imagen de España de Elcano.

En mi experiencia de haber vivido en España durante los últimos 35 años, los españoles tienden a dramatizar en exceso sus problemas y también a pasar del excesivo pesimismo al excesivo optimismo.

Este año, el país ha seguido siendo duramente golpeado por la pandemia, pero es probable que éste sea sólo un pequeño factor que contribuya a la visión negativa de los españoles sobre su país. España ha afrontado el COVID mucho mejor que países como Estados Unidos y el Reino Unido, cuyas muertes por cada 100.000 habitantes a finales de octubre eran respectivamente 226 y 210, frente a las 185 de España. Y el porcentaje de población española doblemente vacunada es uno de los más altos del mundo (alrededor del 80%, frente al 67% del Reino Unido y el 57% de Estados Unidos). Pero este éxito no parece haber calado entre la población.

El sistema de salud pública español ha recibido una paliza, pero está en mucha mejor forma que el británico, según los parámetros internacionales habituales (por ejemplo, el 7º en la clasificación de la Organización Mundial de la Salud, frente al 18º del Reino Unido). La mayoría de los españoles, sin embargo, no lo saben. España también supera al Reino Unido en esperanza de vida media: 83,5 años frente a los 81,2 de 2019 antes de la pandemia, que redujo la esperanza de vida en ambos países. Hace 50 años, la esperanza de vida de España era de 71,6 años y la del Reino Unido de 72,3.

España puede y debe estar orgullosa de los más de 40 años de democracia y de los logros económicos, sociales y culturales, aunque siempre se puede mejorar. España es uno de los pocos países que ha pasado de una renta media a una alta. Pero se vende mal y no desprende la confianza que merece. Nadie es más duro con los españoles que ellos mismos, y además son especialmente sensibles y tienen la piel muy fina con lo que dicen los extranjeros sobre ellos. Pocos países son más autocríticos. Es como si los españoles hubieran creado una especie de leyenda negra moderna sobre ellos mismos.

Este complejo de baja autoestima/inferioridad se remonta, de forma simplista, a la decadencia del vasto imperio español, una historia sangrienta de 53 golpes de Estado, siete constituciones y tres guerras civiles carlistas entre 1812 y 1935, seguidas de la Guerra Civil de 1936-39 y la dictadura franquista de 36 años hasta 1975. Partes del pasado son idealizadas por los dos extremos del espectro político, la derecha dura de VOX y la izquierda dura de Unidos Podemos, para sus propios intereses particulares.

Feria, la novela autobiográfica más vendida de Ana Iris Simón, se nutre de la nostalgia por un pasado reciente que se romantiza. "Tengo envidia de la vida de mis padres a mi edad", dice la frase inicial de la autora de 30 años.

El régimen franquista, con su nacionalcatolicismo y su exclusivo discurso anti-España (todos los contrarios a una determinada idea de España), desvirtuó el patriotismo natural que todos los países muestran. Como resultado, las muestras de patriotismo se han asociado a ese régimen. En general, los españoles, salvo los partidarios del nacionalismo de extrema derecha, son reacios a hablar abiertamente de la patria o a ondear la bandera nacional, aunque ésta sea de todos.

¿Cómo se puede superar la baja autoestima? A principios de este año, el Ministerio de Asuntos Exteriores lanzó una segunda entrega de la campaña "Spain for Sure" para reforzar la reputación del país en el extranjero y la autoestima de los españoles. A diferencia de la primera campaña, en la que participaron españoles conocidos como el campeón de tenis Rafa Nadal y el cocinero estrella José Andrés, la segunda entrega incluyó a personalidades extranjeras que viven y trabajan en España como el bodeguero danés Peter Sisseck, que ha llevado el vino español a lo más alto del mundo, la cantante cubana Lucrecia Pérez y el entrenador de fútbol argentino del Atlético de Madrid.

Este esfuerzo, sin embargo, tuvo poca repercusión. Que unos famosos digan cosas bonitas de un país con un telón de fondo de lugares emblemáticos durante unos segundos no va a cambiar la percepción de la gente, ni dentro ni fuera del país.

En mi opinión, hay dos factores fundamentales que deben cambiar: un sistema educativo (hasta los 16 años) que dedica poco tiempo a explicar los avances del país desde el final de la dictadura franquista y a situarlos en un contexto internacional, lo que ha hecho que los menores de 30 años desconozcan en gran medida los logros alcanzados, y una clase política permanentemente en guerra y, por tanto, incapaz de forjar consensos y compromisos plurianuales duraderos en cuestiones clave.

Entre estos temas se encuentran la educación (altas tasas de abandono escolar y repetición de curso), las pensiones (un déficit estructural insostenible), el mercado laboral (disfuncional) y el federalismo asimétrico. Y cuando se aprueban las reformas, con demasiada frecuencia se deshacen cuando toma posesión un nuevo gobierno de distinto color político.

El cortoplacismo de los sucesivos gobiernos desde 2015, cuando se rompió el sistema esencialmente bipartidista de los gobiernos del Partido Popular o de los socialistas con la llegada al parlamento de dos nuevos partidos -Podemos y el pretendidamente centrista Ciudadanos (agravado en 2019 con la entrada de VOX)- ha dejado al país parado.

La sociedad española, con la excepción de Cataluña, no se ha radicalizado como lo ha hecho la clase política. Está dispuesta a hacer sacrificios, como hizo durante la Gran Recesión de 2008-14, si está convencida de que son los mejores (y a largo plazo) intereses de la mayoría. Pero lo que ven es el deprimente espectáculo de los diputados bramando unos contra otros.

Manuel Valls, ex primer ministro francés que también tiene la nacionalidad española, dice que los españoles deben preguntarse qué significa ser español para forjar un proyecto común como nación.

En el polarizado y fragmentado clima político actual, eso es casi imposible, pero, como dice la expresión española, "la esperanza es lo último que se pierde".   
           (   , Real Instituto Elcano, 18/11/2021)

29/11/21

España es un país muy vivible, con una sociedad, pese a todo, muy sana, líder en estadísticas internacionales de tolerancia, de generosidad y respeto hacia el otro, de ausencia de chovinismo. Como apunta Diego Díaz, los erasmus que vienen en masa nos suelen percibir como un país más bien progre... Si lo que quieres es una involución autoritaria, tienes que negarte a reconocer todo eso.

 "Con algunas excepciones, escribe Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987), la bandera de España es actualmente una enseña partisana vinculada a las derechas. En su ensayo Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2021), traza un camino desde el gol de Iniesta en el Mundial de Sudáfrica hasta las concentraciones negacionistas del virus en la Plaza de Colón de Madrid.

 Por ese sendero, pretendidamente oscilante entre lo inspirador y lo victimista para sus protagonistas pero exclusivo y poco iluminado para cualquiera en sus márgenes, discurren Hernán Cortes, Blas de Lezo, Elvira Roca Barea, el programa Masterchef o C. Tangana.

Habla de “la década –esta última– prodigiosa del nacionalismo español”. ¿Cuáles serían sus características y momentos decisivos

En el libro acuño una metáfora religiosa para referirme a los tres niveles de distinta complejidad propagandística en los que tiene que ser eficaz cualquier fe -y el nacionalismo es una fe, una religión secular- para expandirse: se necesitan teólogos, misioneros y catequistas. Se necesita la apología compleja del teólogo, al Tomás de Aquino que escribe decenas de páginas abstrusas sobre la Santísima Trinidad, pero también la capacidad del catequista y del misionero para encapsularlas en formas contundentes e inmediatamente eficaces: el San Patricio que explica la Trinidad enseñando un trébol de tres hojas a los paganos irlandeses; tres hojas en una misma planta.

En los últimos diez años hemos visto al nacionalismo español encontrar un éxito fastuoso para Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, un libro con treinta y tantas ediciones, para los cuadros de Augusto Ferrer-Dalmau o un boom de la novela histórica y, en el límite, para los gritos y consignas fanfarronas provenientes del deporte: “soy español, ¿a qué quieres que te gane?”. Todos esos productos vehiculan el mismo mensaje, la excepción de lo hispano, a distintos niveles de complejidad y todos son exitosos.

¿Cómo resumiría la importancia del gol de Andrés Iniesta en el Mundial de 2010, y la de la selección española de fútbol en general, para la pérdida de complejos a la hora de agitar la bandera rojigualda?

Eric Hobsbawm decía, para ilustrar la potencia nacionalizadora del fútbol, que el aprendizaje de la nación es más fácil cuando la reduces a once tipos de los que te conoces los nombres. Once tipos que, además, proceden de todos los rincones del país. Después de aquella victoria, hubo una cobertura periodística que a mí ya me llamó la atención entonces, convertir en platós los pueblos pequeños de los que procedían los futbolistas: Fuentealbilla, Tuilla, Arguineguín, Camas. 

Y cuando un futbolista no era oriundo de un pueblo, se le buscaba. Casillas es de Móstoles, pero los periodistas se van a Navalacruz, siempre con el interés de realzar un origen humilde: los primeros partidos en descampados o los trabajos proletarios de los padres. Once aldeanos unidos en pos de una gesta de alcance universal es un arquetipo mitológico muy viejo que el nacionalismo ha instrumentalizado también, y que el español utiliza en ese momento en el que hay una euforia que nos arrastra a casi todos. Se rompe un hechizo.

Alejandro Quiroga explica muy bien que había una narrativa de la furia y del fracaso sobre la Selección que trascendía el fútbol y se convertía en una narrativa sobre la propia nación española. Los comanches hablaban de la luna del gusano que, en marzo, veían que hacía emerger los gusanos del fondo de la tierra, que removían y renovaban así para la práctica de la agricultura. El gol de Iniesta fue eso, un revulsivo que renovó la tierra para la agricultura nacionalista española. Después, el Procés, que resignifica en sentido agresivo cosas festivas que el Mundial había sacado a la luz, como la cuelga de banderas de los balcones o el “a por ellos”, iría echando el abono.

Pone ejemplos acerca de cómo el nacionalismo español ha preferido construir un relato victimista, como el de Annual. Un mundo al revés, apunta, donde el invadido persigue al invasor, la metrópoli a la colonia o idiomas minoritarios a grandes lenguas mundiales. Hemos visto también, no hace mucho, a la fundación y familia Franco presentándose como “víctimas de un atropello” de la democracia. ¿Esto es un caso peculiar si lo comparamos con otros países? ¿Por qué sucede?

Daniele Giglioli explica bien cómo la víctima se ha convertido en el arquetipo heroico de nuestro tiempo, frente a épocas anteriores que ensalzaban al combatiente. La condición de víctima es codiciada, porque ennoblece, porque apaga las críticas que pudieran hacerte, y los opresores buscan hoy la manera de presentarse como oprimidos. El coche perseguido por el peatón, los blancos por los negros o, sí, la familia Franco por la memoria histórica. Y el nacionalismo español también hace eso.

En el límite, Roca Barea dice en Imperiofobia que hay una fobia a los imperios que es un “racismo hacia arriba” tan repugnante como el “racismo hacia abajo”, y que el odio al Imperio español es a ese racismo hacia arriba lo que el antisemitismo al racismo hacia abajo. En cuanto a Annual, hay un resurgimiento del mito del Regimiento Alcántara, un regimiento que se vuelve contra los insurgentes rifeños que perseguían al Ejército español en desbandada para sacrificarse por sus compañeros protegiendo su huida. Guillermo Díaz, de Ciudadanos, pedía en el Congreso una celebración oficial y la pedía caracterizando la gesta en términos victimistas.

Pero España no era víctima en el Rif: aquella fue nada menos la primera guerra colonial en la que se utilizó gas contra población civil. ¿Es esto peculiar en relación con otros países? En realidad, no: esta tendencia al ensalzamiento de la víctima en detrimento del combatiente sucede en todas partes. Que lo que sucede en España no es especial en nada, sino que para todo se inserta en oleadas mundiales, es otra cosa que procuro transmitir en el libro.

En cuanto al feminismo, llama la atención, de nuevo, otra paradoja: la de un victimismo nacionalista español integral que sin embargo hace una excepción con las mujeres, a las que, apunta en el libro, no se les suele conceder el rol de víctimas.

En el libro hablo del feminismo antifeminista, algo que se detecta, sobre todo, en la novela histórica, que asiste a un boom: un discurso de liberación femenina que lo que dice es que acá en España las mujeres son libres desde siempre, e incluso gobernantes; que España se caracteriza por el matriarcado. Esto te lo encuentras en Javier Santamaría o en Isabel San Sebastián, que hace una instrumentalización islamófoba de todo esto como la que Sara R. Farris nos advierte en En nombre de los derechos de las mujeres, un libro sobre cómo las ultraderechas envuelven su discurso antiislámico de un falso discurso feminista.

En los últimos días se ha hecho público que en la empresa que desde el ultraconservadurismo se ha identificado con cierta progresía como La Españita Movistar, lo que existían eran presiones contra chistes de Vox y la Casa Real. ¿Cree que este tipo de revelaciones pueden pasarle factura social y electoral al partido que, también con un relato de perseguido y rebelde, se autoerige como representante del nacionalismo español? 

Soy pesimista. Decía Victor Hugo que no hay nada tan poderoso como una idea a la que le ha llegado su hora. Cuando eso sucede, no hay revelación que te arruine el paseo triunfal. A esta idea parece haberle llegado su hora. Y tenemos experiencia histórica en que desmontar los bulos de los fascistas no arruina el progreso de los fascistas.

En un subcapítulo del libro comparo nuestro 11-M con el Caso Dreyfus: un trauma nacional, inserto en odios tradicionales, al islam en España, a Alemania en Francia, que reduce la complejidad de la pugna política a dos bandos irreconciliables. Y en base al cual tratan de justificarse involuciones autoritarias que apelan a una idea de contubernio del que formaría parte la izquierda, entendida como una quintacolumna de ese enemigo atávico. Y que utiliza bulos; embustes aberrantes. Bulos contra los masones en aquella Francia, por ejemplo, que propagaban cosas disparatadas en las que sin embargo la gente creía, y, como advertían desesperados algunos intelectuales lúcidos, seguía creyendo después de que se demostrara que eran embustes.

El nacionalismo español, algunas veces, parece amar España pero reventarle los españoles. Esta cosa de que España maltrata a sus héroes, de que somos un país de envidiosos. Es algo que se puede ver hoy en el carácter amargo, malencarado, reaccionario en el sentido literal de la palabra, que tiene casi todo enarolamiento de la bandera. ¿Se oculta en el fondo del nacionalismo español una paradójica desconfianza hacia lo español?

Eso se ve bien en alguien de quien hablo bastante en el libro. Arturo Pérez-Reverte, una persona con un discurso tremendista sobre la nación española, que en sus textos se regodea siempre, de una manera febril, en esa cosa de que somos un país cainita, fratricida, incorregible, irreformable, etcétera. El lloro ese de que “España maltrata a sus héroes” también hace aparición por doquier, por ejemplo, en las entrevistas a novelistas históricos, convertido en un sonsonete plomizo.

Albert Camus pensaba en todo esto cuando decía que amaba demasiado a su país para ser nacionalista. El amor nacionalista, amor es, pero un amor posesivo, celoso, un amor de maltratador. No ama el país real, sino el ideal que quisiera construir y al que el real se empeña en no parecerse. El corolario lógico de todo esto es el autoritarismo, el anhelo de un cirujano de hierro. Puesto que el país se niega a parecerse a su versión ideal por las buenas, habrá que hacerlo alcanzar ese ideal por las malas. No en vano Reverte demoniza, también en tonos febriles, la política parlamentaria, pero siempre habla bien del mundo militar.

Es llamativo el poco pecho que saca el nacionalismo español con respecto a cuestiones que también apunta en el libro, como podrían ser una cohesión social (pone el ejemplo de las insurrecciones de los suburbios en Francia) o un funcionamiento de la justicia (el ejemplo mira en este caso a cómo esta acabó con el narco gallego o el gilismo) más afinados que en otros países. Tampoco ha pasado con una vacunación que sí ha sido alabada en la prensa internacional. ¿Cómo se explica ese fenómeno?

Es que, frente a ese paisaje funesto que pinta Reverte, España es, por el contrario, un país muy vivible, con una sociedad, pese a todo, muy sana, líder en estadísticas internacionales de tolerancia, de generosidad y respeto hacia el otro, de ausencia de chovinismo. Como apunta Diego Díaz, los erasmus que vienen en masa nos suelen percibir como un país más bien progre. Pero aquí sucede un poco aquello de “que la realidad no te estropee un buen titular”. Si lo que quieres es una involución autoritaria, tienes que negarte a reconocer todo eso. Tienes que inventarte un incendio para presentarte como el bombero. Si convences a la sociedad de que es una fortaleza asediada, con una quintacolumna dentro además, la podrás convencer de tomar medidas que no aceptaría si no estuviera asediada.

Como asturiano, una tierra frecuentemente reivindicada en la idea de España, ¿qué papel ha cumplido ese nacionalismo centralista allí y qué cosas están cambiando a tenor del movimiento que se percibe desde fuera en favor de la oficialidad de la lengua asturiana?

Asturias es la región española que menos rompió con el relato de ella que había hecho el franquismo; con la misión que el franquismo le había asignado. Hay un regionalismo franquista que asigna a cada región una gloria y una misión nacional. La gloria de Extremadura son los conquistadores, la de Aragón los Sitios de Zaragoza, la de Granada su toma… Hoy Vox recicla eso cuando reclama cambiar fiestas oficiales y que, por ejemplo, la de Badajoz sea su conquista cristiana y no su fundación islámica, o la toma de Granada pase a ser la de Andalucía.

Y la gloria de Asturias, claro, es Covadonga, ser la cuna de la nación española, y su misión ser la Covadonga de cada momento histórico; algo así como la reserva espiritual de España; el lugar que se alzará en defensa de la nación y la reconquistará cuando todos los demás hayan claudicado. Una idea que incluso reciclará la izquierda: el mito de octubre del 34 no deja de parecerse a una Covadonga obrera. Asturias, “sola en mitad de la tierra” como dice el poema de Garfias y la canción de Víctor Manuel, hace la revolución que iba a ser española, a salvar España del fascismo, pero los demás no han tenido el valor de hacer.

Asturias, en esa cosmovisión, como buena madre, debe ser abnegada; no pensar nunca en sí, sino solo en sus hijos. Cuando nuestro anterior presidente, Javier Fernández, rechazaba oficializar la lengua asturiana apelando a una idea de responsabilidad, de no importunar a España añadiéndole una lengua cooficial y un nacionalismo más -con esa idea imbécil de que una cosa lleva necesariamente a la otra-, cuando incluso se negaba a exigir infraestructuras y transferencias a las que tenemos derecho porque eso sería egoísta, bebía un poco de eso. La oficialidad que ahora el PSOE sí apoya ha pasado a ser posible gracias a un cambio generacional que ha empezado a desprenderse de esos lastres mentales.

Tanxugueiras, grupo del que habla en el libro, ha anunciado que presentará candidatura a Eurovisión. Tres pandereteiras jóvenes que rehacen con perspectiva feminista y en su lengua el folclore gallego pueden representar a España en ese festival. ¿Cree que vivimos un momento especialmente dulce en cuanto a la recuperación de raíces no necesariamente, ni precisamente, alineadas con la idea de lo español? Pienso en Rodrigo Cuevas, Califato ¾, Tarta Relena o la recuperación del músico castellano Agapito Marazuela a través de los Hermanos Cubero o reportajes en la televisión pública.

Hay, en general, un momento de interés en la tradición y el folclore que tiene las dos vertientes que Jean Jaurès veía en la reivindicación de la tradición y expresaba con una frase preciosa: tradición, decía, no es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama. Hay un tradicionalismo de las cenizas, reaccionario, que venera una tradición embalsamada, y un tradicionalismo de la llama, progresista, que bebe de la tradición pero la renueva. Tanxugueiras es un ejemplo particularmente bueno de ese tradicionalismo progresista que muchas veces, en efecto, no se alinea con “lo español”, sino que abarca un radio más pequeño, más local, más de proximidad. Pero hay propuestas cuyo ámbito sí es español, solo que de una España construida desde abajo, a partir de la yuxtaposición de propuestas locales que mantienen su identidad diferenciada, no de derramar desde arriba un imaginario castizo que lo homogeneíce todo. El Joaquín Díaz que hace cincuenta años hacía un disco maravilloso, Recital, con canciones populares asturianas, navarras, catalanas, castellanas o hasta sefardíes. O, ahora, Rodrigo Cuevas, que renueva el folclore asturiano pero, en sus discos, también integra muñeiras gallegas o fandangos manchegos.

Habla también de una serie como El Ministerio del Tiempo. En ella, un actor que interpreta a Federico García Lorca llega a decir que “ha ganado él”, no quienes le asesinaron. Aparece Clara Campoamor, pero no Federica Montseny. En el ensayo se alude también al programa Masterchef. ¿Qué papel nacionalizador cumple este tipo de productos?

Aquella escena entusiasmó a la mayor parte de mis amigos de izquierda, pero a mí me pareció deleznable. Significaba presentar, no al Lorca que firmaba un manifiesto en defensa del Frente Popular, sino a un Lorca ególatra, a quien ver que en 1979 se pone música a sus poemas basta para reconciliarse con su propio asesinato de, textualmente, “dos tiros en el culo, por maricón”, y con cuarenta años de dictadura. En esa serie en la que Suárez sale un par de veces por temporada y Franco sale varias, Azaña, Largo Caballero, Negrín, Federica Montseny, ni están ni se los espera, y cuando hace aparición un personaje republicano, es para validar el discurso de la Transición, como Lorca ahí o Clara Campoamor en otros momentos.

Y yo hablo de eso en un capítulo sobre la Cultura de la Transición en el que también me fijo en la gastronomía. Masterchef, un concurso muy atractivo y con mucha audiencia, hace también pedagogía patriótica: rueda, por ejemplo, en exteriores en escenarios que permiten hacer una defensa de instituciones tradicionales como el Ejército, la Iglesia o la tauromaquia. Hay una gastropolítica al servicio del correr un tupido velo delante de los problemas y heridas de la sociedad del que el mejor ejemplo es peruano: allá se utiliza la peculiar gastronomía nacional, resultado de una fusión europeo-amerindio-asiática, y el éxito internacional de cocineros como Gastón Acurio, para vehicular un discurso de paz social, de mestizaje feliz, que ocluye las grandes divisiones racistas y clasistas que siguen atravesando a la sociedad de ese país. En España también hay una gastropolítica que utiliza el éxito de José Andrés o Ferran Adrià y que se utiliza para lanzar un discurso de unidad y orgullo patrióticos muy parecido al que instrumentaliza la selección de fútbol en un momento en el que arrecian las tensiones interterritoriales: sentémonos todos a la misma mesa; cocinemos todos en la misma cocina.

Siguiendo con la cocina, menciona también el popular meme o canon de la paella o la omnipresencia de la añoranza alimentaria en Españoles por el mundo. Escribe “junto a los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con nostalgia del salchichón”. ¿Qué relación guarda, si es que alguna, el nacionalismo más derechizante con la carne y la reacción a una pretendida amenaza vegetariana? No es extraño ver un paralelismo a la reacción machista contra el avance del feminismo en las fotos de carne por lo demás maltratada, casi calcinada, que recorrieron no hace mucho las redes.

Me fijo en cómo algunos cánones férreos que hoy creemos antiquísimos son del otro día, como quien dice. El de la paella valenciana se fijó a principios de los noventa, y hoy atizamos a Jamie Oliver por echarle chorizo, pero en el siglo XIX, el autor de un recetario enumeraba los ingredientes canónicos de la paella, contaba entre ellos el chorizo y decía que cualquier alternativa era un sacrilegio. Y me fijo también en la relación que existe hoy entre esa clase de talibanismo gastronómico y la emigración, en un momento en que se ha obligado a la juventud del país a emigrar masivamente.

Cuando ves Españoles por el mundo, no hay persona a la que entrevisten que no exprese una añoranza gastronómica, algo con respecto a lo cual hago yo esa broma parafraseando el famoso salmo: “junto a los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con nostalgia de Sion”. El país del que uno ha tenido que irse es el Templo perdido para esos emigrantes que gestionan esa pérdida del mismo modo que el rabino Yohanan ben Zakai resolvió el dilema de cómo ser judíos sin Templo después de la destrucción del de Jerusalén: convirtiendo la Torá, la Ley, en un Templo portátil que, para serlo, para seguir unificando la diáspora judía y evitar que se disgregase, que se diluyese, tenía que tener leyes muy férreas.

En general, en un mundo que se licúa, en el que todo lo sólido se desvanece en el aire, fijamos cánones a los que aferrarnos. En cuanto a lo que me preguntas sobre la carne, cito un apunte muy bueno de Esteban Hernández sobre la épica del chuletón; cómo el nacional-populismo convierte algunos alimentos en marcadores castizos. La carne, pero no solo la carne: cuando se señaló, con toda la razón, que la imagen promocional de los Conguitos era racista, toda la ultraderecha en pleno se volcó a hacerse fotos comiendo Conguitos.

Más País no se llamó Más España. ¿Se puede resignificar la bandera rojigualda, España misma, desde la izquierda?

Es un debate interesante sobre el papel y que a mí ha llegado a seducirme en algún momento. Pero hoy soy muy escéptico. Quienes primero lo lanzaron se fijaban en las experiencias latinoamericanas que conocían bien, y donde lo nacional-popular tiene una fuerza tremenda. Pero las mitologías nacionales latinoamericanas son muy distintas de las europeas. Allá están vinculadas a insurrecciones republicanas, libertad, igualdad, fraternidad; acá, a construcción de imperios, limpiezas étnicas, que todos los países europeos han hecho en algún momento.

Pinochet tuvo que convocar un plebiscito sobre su propia continuidad, que perdería, obligado en parte por esa mitología que él había instrumentalizado, presentándose como un libertador, pero cuyo chicle no podía estirar indefinidamente para justificar una dictadura muy larga: la gente sabía que los libertadores se habían alzado por lo que se habían alzado.

Acá sucede todo lo contrario: en materia de simbología nacionalista, somos nosotros, la izquierda, los que jugamos en el campo del rival. Es cierto que la rojigualda fue la bandera de Riego y la de la Primera República, pero hace ya demasiado tiempo de eso. En cuanto apareció el movimiento obrero, rechazó esa enseña, y todos nuestros mártires morirían después envueltos en otra. Tampoco hay que olvidar una cosa: la bandera ya fue resignificada por la derecha. Durante los primeros veinte años de la democracia restaurada tras la muerte de Franco sí fue una bandera más o menos transversal, que si era rechazada era rechazada en base a un “nada de banderas” que también se desentendía de la tricolor. Pero a finales de los noventa, la coincidencia de una serie de factores hizo que la bicolor pasara a ser una bandera de parte. Habría que resignificar la resignificación, y eso es más difícil que apropiarse de un símbolo neutral."                    

(Entrevista a Pablo Batalla Cueto, colaborador de 'La Marea' y autor del ensayo 'Los nuevos odres del nacionalismo español', Ignacio Pato, la Marea, 25/11/21)

17/6/21

La pandemia del coronavirus ha mostrado con claridad qué es patriotismo y qué no. Por un lado, los sanitarios que se jugaron la vida... En el otro, partidos que aprovecharon la crisis para buscar un puñado de votos, o esos directivos de grandes empresas que están despidiendo a miles de trabajadores para ganar más

 "(...) El resurgimiento del nacionalismo español, que permaneció aletargado tras haber sido explotado por la dictadura franquista, ha traído una competición entre políticos por exhibir su patriotismo, casi siempre cayendo en su lado más rancio.

Urge revisar el significado del concepto.

La pandemia del coronavirus ha mostrado con claridad qué es patriotismo y qué no. Por un lado, los sanitarios que se jugaron la vida en el frente hospitalario, los policías y soldados que entraron en residencias para salvar a ancianos moribundos o los ciudadanos que costean esos servicios cumpliendo con el pago de sus impuestos. 

En el otro, partidos que aprovecharon la crisis para buscar un puñado de votos, ciudadanos que se fueron de parranda en contra de las normas, poniendo en riesgo a los demás, o esos directivos de grandes empresas que, en mitad de la dura crisis económica, están despidiendo a miles de trabajadores, no porque vayan a perder dinero, sino para ganar más.

 El político auténticamente patriota es hoy una especie en extinción. No se mide por el tamaño de la bandera que enarbola o lo mucho que grita su amor a la nación. Es un servidor público que mira por el bien común, gasta los recursos sin olvidar que proceden del esfuerzo de todos y combate la polarización que está agrietando nuestra sociedad. Lo contrario del patriotismo excluyente y folclórico de Vox, el partido de extrema derecha que impulsa el himno en las escuelas y que, sin embargo, flaquea cada vez que se enfrenta a una verdadera prueba patriótica.

Cuando hace un año un millar de españoles morían al día por la COVID-19, en una crisis global que países como España gestionaron deficientemente, la extrema derecha renunció a la crítica constructiva y acusó al gobierno central de aplicar “una eutanasia feroz” a los ancianos que agonizaban, movilizó a sus partidarios en las calles y rompió el espíritu de unidad con el que el país había afrontado la tragedia.

 Vox, la tercera fuerza parlamentaria en España, tampoco supo escoger bando cuando en mayo, en un flagrante caso de chantaje migratorio, Marruecos envió a más de 12.000 de migrantes a la ciudad española de Ceuta, poniendo en riesgo la vida de sus ciudadanos y desbordando a las autoridades. Su líder, Santiago Abascal, viajó a la zona y responsabilizó al presidente Pedro Sánchez de permitir la “invasión” de migrantes. Para entonces, hasta autoridades marroquíes habían admitido que su acción fue una respuesta por la posición española respecto al Sahara occidental.

La explotación de los sentimientos nacionalistas es parte de la esencia de los populismos, que buscan la confrontación en la sociedad y propagan una visión simplista del patriotismo. Quienes discrepan de sus políticas son descritos como traidores y presentados como una amenaza a combatir. Y así, se ofrecen como salvapatrias, conscientes de que su discurso será mejor recibido cuanto peor se perciba el estado de las cosas. Ante la incertidumbre, ofrecen el supuesto ideal de un país más homogéneo, seguro y, por supuesto, patriótico. Su punto débil es que rara vez secundan el principio con el ejemplo."           (David Jiménez, The New York Times, 03/06/21)

16/6/21

James Rhodes, pianista: "Inglaterra es cara, sucia y racista"... "España es de puta madre"

 "El pianista James Rhodes ha asegurado en una entrevista en La Contra de La Vanguardia que "como país España es de puta madre". "Tienes de todo y el ritmo de vida, la gente, siempre están con los brazos abiertos. Para mí es flipante, inspiradora: aquí tengo lo que quiero y mucho más", ha destacado.

Rhodes, al que el Gobierno español le concedió la nacionalidad por ser "símbolo de la nueva España", ha explicado "he vivido toda mi vida en Inglaterra" y, según ha dicho, "es cara, sucia y racista". "Comparado con Londres, esto es mi Disneylandia. Aquí todo es sencillo", ha sentenciado.

Finalmente, el pianista ha afirmado que aquí "todo es posible". "Políticamente en España estamos jodidos, pero al igual que en Inglaterra, Alemania, EEUU ... Como en todas partes", ha alegado."         (e-notícies, 11/06/21)

7/6/21

«Ayuso ha sabido usar herramientas que el ‘procesismo’ ha utilizado en Catalunya»... Los lemas de España nos roba y el expolio fiscal que dieron un empujón al proceso, visto ahora desde el otro lado: «el gobierno central nos robaría con la armonización fiscal y haremos lo que queramos con nuestros impuestos en Madrid».

 "(...) El proceso independentista catalán ¿tiene que ver con la victoria de Ayuso?

Hay una correlación directa con el ingreso a escena y el éxito electoral de Vox en las elecciones andaluzas de diciembre de 2018 y en las elecciones de 2019. Que Vox no explotase en 2014 o en 2015 y que lo haga después de octubre de 2017 no es casualidad. La influencia del separatismo catalán en el éxito de Ayuso creo que es más reducido. 

Sino habría tenido un éxito notable en las elecciones anteriores, en la primavera de 2019. Sí que vemos una correlación entre ambos fenómenos en que Ayuso ha sabido usar algunas herramientas que el procesismo había utilizado en los años anteriores en Catalunya. Dos sobre todo. La primera, que, además, en Madrid resulta bastante extraño o singular, que es un cierto identitarismo. Como si Madrid tuviese unas peculiaridades que, según Ayuso, sea ir de cañas, algo que nos gusta a mucha más gente, no sólo a los votantes madrileños de ellos. 

Explota un identitarismo en contraposición al gobierno central, en cuestiones como la actuación ante la pandemia, las restricciones… El segundo elemento es la cuestión fiscal. Una de las banderas que le ha permitido forjar esta coalición social y conseguir casi el 45% de los votos es el tema fiscal. «Aquí hacemos lo que nos da la gana con nuestro dinero y que el gobierno central se olvide de imponer la armonización fiscal».

Y lo conecta con la libertad. Los lemas de España nos roba y el expolio fiscal que dieron un empujón al proceso en los primeros años, visto ahora desde el otro lado: «el gobierno central nos robaría con la armonización fiscal y haremos lo que queramos con nuestros impuestos y como los gestionamos en Madrid».

 ¿Se puede crear un sentimiento patriótico, nacionalista, de repente? ¿Existía un poso para el «madrileñismo» que ha explotado Díaz Ayuso? Del catalanismo hace cientos de años que se habla

El madrileñismo nunca ha existido. Por un lado, no creo que el madrileñismo haya sido el elemento clave que explique la victoria de Ayuso. Los elementos principales han sido la política fiscal, la oposición al gobierno central en un año tan duro como el último y defender la apertura de bares y actividades comerciales.

 La política se hace hoy con frames, marcos, como decía Lakoff. Tú puedes crear marcos y si cuela, cuela. La extrema derecha lo hace constantemente y muchas veces la jugada le ha salido redonda. Si te sale mal, lo dejas estar y las cosas van tan rápido que la gente se olvida en muy pocos días. Ayuso ha creado un marco y no creo que vaya a más.

 Le ha servido y le ha ido bien pero el tema de fondo es la cuestión territorial en España, la posible reforma del Estado de las autonomías y la financiación autonómica y la cuestión central que ha explotado y donde ha construido la idea de el identitarismo madrileño es la idea de Madrid como aspiradora de una parte importante de España, lo que sería la España vaciada. Ayuso y el PP han jugado con ello, siendo Madrid su gran bastión actualmente. Y, eso, atención, tendrá consecuencias.

La izquierda ¿puede apelar a este sentimiento o es patrimonio de la derecha? En Cataluña hay una cierta izquierda que lo hace

También depende de qué entendemos por izquierda. Evidentemente, Esquerra o la CUP han jugado y siguen jugando con esto, facilitando siempre, al final, gobiernos liderados por la derecha o, como ahora, donde hay elementos que podemos encasillar a la derecha o, incluso, de extrema derecha, como ocurre en Junts per Catalunya. 

Son cuestiones muy resbaladizas, muy delicadas, que dependen también mucho de cada contexto, histórico y político y de la cultura política de un territorio o de un país. En la historia la relación entre clase y nación ha sido siempre muy compleja para parte de los partidos socialistas y comunistas. Hemos tenido declinaciones muy diferentes en Europa y, evidentemente, en otros continentes, si pensamos en movimientos de liberación nacional en los años de la descolonización. 

Hay dos cuestiones de fondo. ¿A la izquierda le conviene utilizar estos marcos? ¿Le sirve de algo a medio y largo plazo? Muchas veces, la política, y cada vez más en la actualidad, funciona con una lógica muy a corto plazo. Hubo el debate en Podemos, en los primeros tiempos con Errejón y el significante vacío de ‘patria’ o el de la ‘plurinacionalidad’. 

Tenemos el libro y el discurso de Ana Iris Simón ante Pedro Sánchez hace unos días o el artículo de Antonio Maestre hablando de la izquierda lepenista, que intenta comprar el discurso nacionalista, no se sabe si con buena fe o por tacticismo. No se puede negar la existencia de identidades nacionales ni subvalorarlas o desprestigiarlas. Son sentimientos que se crean.

 Dicho esto, si la izquierda le compra el marco a la ultraderecha siempre acaba perdiendo. Ha pasado con el tema de los migrantes. Hemos tenido hace unos años y aún colea el hecho de que sectores de la izquierda en Alemania, con la escisión de Aufstehen (Ponerse de pie), de Die Linke, que cuando Merkel abrió las fronteras a los refugiados de Siria, en el verano de 2015, adoptó una posición muy crítica, diciendo que ‘Acogida para todos, no’. 

Su discurso de fondo era que los migrantes acabarían quitando el trabajo a la clase obrera alemana, que acabaría comprando el discurso de la extrema-derecha que les decía que había que cerrar las fronteras para defender su trabajo. La izquierda que ha adoptado este discurso, aunque sea con muchos matices, esencialmente está asfaltando una autopista a la extrema derecha. Si estás inoculando este discurso, concediendo que la migración y los migrantes son un problema para las condiciones de vida de la clase trabajadora y media, mucha gente preferirá el original a la copia y comprará el discurso de los que quieren cerrar fronteras.

 El tema de la nación, de la identidad, no es exactamente lo mismo pero hay algunos paralelismos. ¿De qué le sirve a la izquierda comprar estos discursos? En Catalunya lo hemos visto de forma muy evidente, con sectores que se definen anticapitalistas que facilitan gobiernos de la derecha neoliberal de toda la vida que, además, cada vez más tiene ribetes identitarios. Ellos se siguen considerando de izquierdas pero, al final, ¿quién tiene la hegemonía cultural aquí?

A la larga, ¿la izquierda lo acaba pagando?

Yo creo que sí. También es cierto que las cosas cambian muy rápido. Hay una volatilidad enorme, no sólo electoral. Los acontecimientos van muy rápidos, nos olvidamos pronto de las cosas. La agenda política está marcada por factores diferentes pero creo que a largo plazo la izquierda pagaría este tipo de cuestiones. 

Hay que tener en cuenta que las cosas no son blancas o negras y hay muchas gamas de grises pero hay unas líneas rojas que la izquierda no debería superar y debería saber jugar con mucha más inteligencia y con miradas a largo plazo.

Hay quien establece diferencias entre patriotismo y nacionalismo. Pablo Iglesias, por ejemplo, decía que era patriota pero no nacionalista. ¿Lo entiende? ¿Lo comparte?

Siempre me han chirriado las referencias a la nación y la patria. Hay mucha dificultad para entender qué diferencia la patria de la nación. Hay muchos estudios tanto en el campo de la politología como en el de la historia sobre el nacionalismo y hay más de una interpretación pero muchas veces los términos nación y patria acaban siendo sinónimos. 

Yo no me siento patriota de ningún país. ¿Qué entendemos por patria? Sinceramente, no me queda claro. Podemos hizo una operación inteligente intentando captar un votante que veía los símbolos de la izquierda como algo lejano. No ser ‘antipatria’ podía ayudar a captar votantes en un momento de descomposición del sistema político.

 Iglesias, entre otros, ha intentado declinar el término de patria no como una cuestión de banderas sino de sanidad, educación pública de calidad… Patria era un significante vacío tal como lo utilizaban. Además, se enmarcó en el proceso catalán con el choque de autobuses -más que de trenes- entre Rajoy y Mas y el tema estaba tan presente que había que tomar una postura al respecto. Ha sido más una apuesta estratégica, táctica de lenguaje, intentando llenar un significante vacío como la patria de otros contenidos, sanidad, estado del bienestar… (...)"                           (Entrevista a Stefen Forti, Siscu Baiges, CatalunyaPlural, 04/06/21)

21/4/21

España construye la nación, como los otros estados, a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Y es sujeto político con la Constitución de Cádiz de 1812. Su proceso es igual de exitoso que el del resto de países europeos. La diferencia se centra en que cuando esos países tienen colonias, España está a punto de perder las suyas, y eso se transforma en una idea de fracaso, que da lugar a un auge de los nacionalismos periféricos

 "Tomás Pérez Vejo (Caloca, Cantabria, 1954) es profesor investigador en el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Asegura que cuando llega a España se encuentra con una “jaula de grillos”, y que el mensaje de Iñaki Gabilondo, que ha señalado que España “no funciona”, y que por eso quiere tomar distancia, le ha afectado profundamente. 

Pérez Vejo cree en la Transición y en el desarrollo que ha alcanzado España. Acaba de publicar 3 de julio de 1898, el fin del Imperio español en Taurus, que ha divulgado una serie de obras centradas en un día de la Historia de España.  (...)

--Pregunta: ¿El concepto de nación, la nación española, se interioriza con la pérdida de Cuba en 1898? ¿Es por ello por lo que se ve como un desgarro nacional?

--Respuesta: Es una idea central en el libro y tiene relación con la construcción nacional de España, que a lo largo del siglo XIX habría sido más exitosa de lo que se ha entendido durante mucho tiempo. En 1821 se pierden territorios americanos, en el sur de Estados Unidos, y no se percibe como una catástrofe. Pero con Cuba se produce un psicodrama colectivo

Lo que señalo es que aquellos territorios los pierde la Monarquía católica, pero Cuba la pierde la nación española, que cobra carta de naturaleza con la Constitución de Cádiz. En la Guerra de Cuba combaten soldados españoles, y la derrota se interioriza como una tragedia para la nación. Lo que demuestra eso es que España fue capaz de construir una identidad nacional, desarrollada por las clases medias del país.

 --Entonces se rechaza esa idea que defienden algunos autores, presente en la historiografía, de que España primero es un Imperio, luego un Estado y que no acaba nunca de construir la nación.

--Mi argumento es el contrario, sí. Cuando se afirma que España tiene muy pronto un Imperio, y que después no puede construir la nación, se parte de un concepto nacionalista, porque se identifica la monarquía con la nación española. Y eso no se puede establecer de esa manera. 

España vive un proceso muy parecido al de otros países de su entorno europeo. Construye la nación, como los otros estados, a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Y es sujeto político con la Constitución de Cádiz de 1812. Su proceso es igual de exitoso que el del resto de países europeos. La diferencia se centra en que cuando esos países tienen colonias, España está a punto de perder las suyas, y eso se transforma en una idea de fracaso, que da lugar a un auge de los nacionalismos periféricos.

--Esos nacionalismos periféricos, el vasco y el catalán, ¿son oportunistas, por tanto, cuando, --en el caso del nacionalismo catalán es muy claro--- se habían beneficiado de los negocios con Cuba?

--Sí, claramente. Además, se puede ahondar en una idea y es que el nacionalismo español más temprano y exitoso arraiga en Cataluña y País Vasco. Son las regiones más modernas del país y el sentido de patriotismo entre catalanes y vascos que se produce con las Guerras de África es enorme. Pero con la pérdida de Cuba pasan dos cosas. La relación de Cataluña es enorme, y, por tanto, la pérdida supone perder el mercado colonial. Y se plantea un dilema: para qué se quiere un Estado que no protege ese mercado.

 Si España es una nación que fracasa, nadie quiere formar parte de esa nación. Esa idea sigue presente, permea en el discurso nacionalista catalán hasta ahora. Esa idea de que se está más cerca de Europa, de que no se quiere formar parte de algo decadente, de que no se quiere formar parte de una nación muerta. Y, la otra cuestión que surge con Cuba, es que se produce un nacionalismo español doliente, de que es una nación fracasada, y que la solución es Europa. Cuba, por tanto, afecta a los nacionalismos periféricos, y también al nacionalismo español.

 --En cualquier caso, desde el punto de vista práctico, ¿esa pérdida de Cuba fue más ficticia que real? ¿Fue más una interiorización por parte de las elites intelectuales de que era un fracaso?

--Eso es de las cuestiones más interesantes que pasan con Cuba. Cuando uno analiza los datos económicos, se comprueba que España ocupa un lugar similar en relación al resto de países europeos. No se trata de un hundimiento económico. Fue una crisis intelectual, pero no económica. Eso se explica porque la economía cubana no estaba integrada en la española, sino en la americana. La producción de azúcar, en todos esos años noventa, se vendía en un 90% a Estados Unidos, no a España.

--En todo caso, sí es un problema para la población cubana, que mantiene un sentimiento español.

--Sí, uno compara lo que sucede con el resto de países americanos, y comprueba movimientos hispanófobos. Se producen exclusiones, como en México, pero no en Cuba. Un texto de José Martí, hijo de valenciano y de canaria, lo señala con claridad cuando dice que los cubanos no tienen ningún problema con los españoles, pero sí con el gobierno español. Y, de hecho, llegaron muchos más españoles a la isla después de la independencia de Cuba. Fue un proceso favorecido por los propios cubanos, tras la Guerra, y después de quedar bajo la órbita de Estados Unidos.

--Eso fomentó una tragedia entre los cubanos, que dejaron de ser considerados como españoles, ¿no?

--Eso constituyó un drama. El Gobierno español decidió cortar esa relación, y declara que los nacidos en Cuba no serán españoles. Y es dramático para muchos que habían luchado al lado de los españoles, y son obligados a ser cubanos. Eso tiene implicaciones morales muy fuertes.

 --Por tanto, ni España fue diferente a otros países en relación a la construcción nacional, ni la crisis del 98 debería haber dado para tanto. ¿Se exageró toda esa pérdida?

--Yo lo enmarcaría con la historiografía de los últimos años, que ha cuestionado esa supuesta excepcionalidad española. Lo más curioso es que el caso español está marcado por una idea doliente. Los ingleses, por ejemplo, se han creído excepcionales porque se han visto como los mejores. En España, en cambio, la excepcionalidad se subrayaba por considerarse los peores. Es sorprendente. Se manejó esa idea dentro de Europa y se potencia luego con el lema franquista de España es diferente. 

La diferencia, en todo caso, hay que verla en el auge de los nacionalismos periféricos. La construcción nacional de España no fue un fracaso en el siglo XIX. Y si se llega a conclusiones diferentes se debe principalmente al afecto deslegitimador que tuvo el franquismo, ya en el siglo XX. Pero en cuanto a la construcción nacional no hay ninguna diferencia con el resto de países europeos.

--Sí hay, en cambio, oportunidades que se dejan escapar, entiendo, a partir de la Constitución de 1876, que no se reforma, y se llega a la dictadura de Primo de Rivera de 1923.

--Hay un periodo, efectivamente, que no se aprovecha. Las élites de la Restauración tienen un gran miedo en ese momento, con la pérdida de Cuba. El temor es que se produzca un golpe de estado carlista o una revolución de carácter socialista. Son élites atenazadas, que no toman decisiones, con un gran miedo a que acabe el régimen de la Restauración.

--El caso es que España está muy marcada por la generación del 98, por esa influencia intelectual, que habla de fracaso. ¿Hasta qué punto ese movimiento fue algo nocivo, perjudicial para el desarrollo posterior, aunque desde el punto de vista literario se siga alabando?

--Eso me ha planteado un problema conmigo mismo, porque, por un lado, no se puede negar la calidad e influencia literaria de la Generación del 98, con Antonio Machado o Unamuno. Sin embargo, sí me atrevo, y señalo de nuevo mi disgusto, a decir que el movimiento tuvo un efecto absolutamente nocivo para vivir nuestro pasado. Esa idea del que inventen ellos, es demoledora. Y tiene un agravante y que la sombra del 98 prolonga hasta nuestros días, esa idea de la geografía de Castilla, es una visión esencialista muy nociva.

 --Es un regodearse en lo negativo.

--Sí, es esa visión de las ciudades castellanas decadentes, que ven una belleza poética, lo que no deja de ser una pornografía de la miseria. Y deriva en un proyecto que se basa en que debemos aferrarnos a eso.

--Pues podemos estar en una situación similar ahora.

--Tengo la impresión, --y vivo en México—, de que hay una obsesión en los medios periodísticos e intelectuales por esa visión negativa del país. Y, objetivamente, para quien haya vivido en España o en distintos países, no somos los mejores, pero tampoco tenemos un país desastroso. Sin embargo, esa idea de que para ser intelectual debes ser un pesimista, se mantiene.

 --Continuamos como tras la pérdida de Cuba. Cuando se percibe que algo no funciona, entonces nos vamos. Ese ha sido el discurso del independentismo catalán en estos años. ¿Se trata de un chantaje permanente?

--Las naciones son proyectos de futuro. Cuando esos proyectos fracasan, pues pensamos en irnos. En el caso del nacionalismo catalán es evidente. El proceso independentista no se entiende sin la crisis económica de 2008. El problema es que cuando en algunos territorios hay mayorías que no quieren un determinado proyecto, se aprovecha cualquier circunstancia.

--El nacionalismo catalán niega la propia existencia de la nación española. ¿Es ese el problema?

--Sí, pero es el problema del nacionalismo identitario. El nacionalismo catalán es igual al nacionalismo español. En el caso del español, se diría que desde Altamira ya hay españoles. Y lo mismo respecto al catalán, al entender que hay algo previo a la voluntad de los individuos. No hay diálogo posible en esos casos. Hay una exclusión mutua, porque no puede ser catalán el que se sienta español, o no puede ser español el que se sienta catalán. En mi planteamiento, la nación es una organización instrumental. La nación no existe, se cree en ella. Y habrá naciones en la medida en la que se crea en ellas.

--Pero se suponía que con la Constitución de 1978 se había llegado a un gran consenso sobre todo eso.

--Yo suponía que viviría en un país normal, que se preocuparía de la sanidad o de la educación, sin más preguntas metafísicas. Y cada vez soy más pesimista, porque resurge el debate sobre lo que es o no es España. Y me parece que eso se debe al legado nocivo del 98, lo de España como problema o Cataluña como problema.

--Claro que se podría interpretar como algo que le pasa también a otros. Tampoco sería España diferente ahora, si vemos lo que sucede en el Reino Unido, que se podría desmembrar en poco tiempo, con Escocia o Irlanda del Norte unida a la República de Irlanda.

--Me parece interesante ese debate, porque desmiente, de nuevo, la excepcionalidad española. Si había un estado que parecía no tener problemas de esa naturaleza era el Reino Unido. Hay un problema historiográfico, que es esa vieja manía española de compararse con Francia. Y Francia es más una excepcionalidad que un modelo. España se parece más al Reino Unido que a Francia. No hubo problemas en el Reino Unido mientras fue una potencia exitosa. El problema surge cuando entra en un proceso de reacomodación para ser una potencia estratégica. Y para un escocés ya no es atractivo, máxime cuando la gran mayoría de los escoceses votaron por seguir en la Unión Europea.

--Cuando Iñaki Gabilondo dice que España “no funciona” y que ya no sabe qué más decir, y se aparta, ¿qué le sugiere? ¿Cómo se arregla España?

--Las declaraciones de Gabilondo me produjeron un desánimo profundo, porque mi generación lo ha tenido como referencia durante décadas. No me atrevo a extrapolar con desencantos colectivos, pero me parece preocupante, porque Gabilondo siempre ha tenido sensibilidad para captar sensaciones colectivas.

--Porque, ¿se podría pensar en reformas, o las élites políticas son ahora como las de la Restauración, que muchos de los ‘nuevos’ políticos asocian al régimen del 78?

--Hay una clara voluntad de determinados sectores políticos de plantear la transición como una segunda Restauración. Cuando se habla de Historia siempre se habla del presente. Es una lectura injusta sobre lo que significó la transición, que es el momento más exitoso de la historia de este país, con unas generaciones con clara voluntad de llegar a acuerdos de forma razonable. Ahora, cuando llego a España, me encuentro una jaula de grillos, con insultos entre unos y otros, con un nivel de discusión política lamentable. Espero, en todo caso, que Gabilondo esté equivocado."                     (Entrevista a Manuel Pérez Vejo, Manel Manchón, Crónica Global, 31/01/21)

15/10/20

La guerra de banderas asfixia al patriotismo cívico español... la izquierda de ámbito estatal se caracteriza por su patriotismo social: "“A mí me gusta que todos los españoles tengamos los mismos derechos en todos los rincones de España, que haya una misma sanidad, una misma educación, que no haya discriminación”

 "¿España? ¡Puf…! ¡Qué pregunta más graciosa! A mí España no me gusta. O sea, a mí me gusta la gente de España”. La respuesta, que sintetiza ese afecto por la patria sin suplemento trascendental que abunda entre los españoles desconfiados del nacionalismo, está incluida entre bastantes más del mismo tenor en el artículo Patriotas sociales. La izquierda ante el nacionalismo español (Revista de Sociología, 2017), de Antonia María Ruiz, Luis Navarro y Elena Ferri. 

Los tres son investigadores de la Universidad Pablo de Olavide, donde se desarrolla un singular proyecto, Nacionalismo español: praxis y discursos desde la izquierda, trabajo apoyado por el Gobierno, la Junta de Andalucía y el CIS que pretende “rellenar una laguna” de conocimiento sobre los porqués de la tirante relación entre la izquierda y la idea de España y sobre las dificultades para la conformación de un patriotismo de acervo cívico que rivalice con el esencialismo nacionalista. 

A tenor de las conclusiones del proyecto, la extendida indiferencia entre las “gentes de izquierdas” –en expresión que utilizaba Gaspar Llamazares– hacia la liturgia y la simbología nacional imperante no implica, como a menudo se da por hecho desde la otra acera ideológica, una ausencia de patriotismo ni de vínculo afectivo con España. Eso sí, se trata de un patriotismo más difuso y difícil de transmitir a las masas, que hasta la fecha no ha logrado competir en el imaginario de lo español con el nacionalismo de bandera al viento.

Con motivo del 12 de Octubre, Fiesta Nacional de España, infoLibre analiza con el apoyo de investigadores de los campos de la sociología, la politología y la historia el fenómeno del patriotismo cívico y social, así como los motivos de su limitado tirón popular.

Patriotismo social y cuestión territorial

“¿España? ¡Puf…! ¡Qué pregunta más graciosa! A mí España no me gusta. O sea, a mí me gusta la gente de España”. La respuesta, que sintetiza ese afecto por la patria sin suplemento trascendental que abunda entre los españoles desconfiados del nacionalismo, está incluida entre bastantes más del mismo tenor en el artículo Patriotas sociales. La izquierda ante el nacionalismo español (Revista de Sociología, 2017), de Antonia María Ruiz, Luis Navarro y Elena Ferri. 

Los tres son investigadores de la Universidad Pablo de Olavide, donde se desarrolla un singular proyecto, Nacionalismo español: praxis y discursos desde la izquierda, trabajo apoyado por el Gobierno, la Junta de Andalucía y el CIS que pretende “rellenar una laguna” de conocimiento sobre los porqués de la tirante relación entre la izquierda y la idea de España y sobre las dificultades para la conformación de un patriotismo de acervo cívico que rivalice con el esencialismo nacionalista.

 A tenor de las conclusiones del proyecto, la extendida indiferencia entre las “gentes de izquierdas” –en expresión que utilizaba Gaspar Llamazares– hacia la liturgia y la simbología nacional imperante no implica, como a menudo se da por hecho desde la otra acera ideológica, una ausencia de patriotismo ni de vínculo afectivo con España. Eso sí, se trata de un patriotismo más difuso y difícil de transmitir a las masas, que hasta la fecha no ha logrado competir en el imaginario de lo español con el nacionalismo de bandera al viento.

Con motivo del 12 de Octubre, Fiesta Nacional de España, infoLibre analiza con el apoyo de investigadores de los campos de la sociología, la politología y la historia el fenómeno del patriotismo cívico y social, así como los motivos de su limitado tirón popular.

Patriotismo social y cuestión territorial

A partir del análisis de discursos e hitos políticos y de una treintena de entrevistas a cargos medios de partidos progresistas, los autores de Patriotas sociales acaban perfilando valiosas conclusiones. “Se ha afirmado que la izquierda no se siente vinculada con España, con lo cual se caracteriza por su apatía patriótica. Esta afirmación necesita ser matizada”, señalan los autores. “Nuestro hallazgo es que la izquierda de ámbito estatal se caracteriza por su patriotismo social”, añaden. 

Se trata, en palabras de Navarro, responsable del área académica de Sociología de la Olavide, de “un patriotismo con elementos propios de la izquierda y diferenciado del expresado por otros grupos e ideologías”. Es “un patriotismo hecho de una actitud de pertenencia a España” basada en “afecto, lealtad y preocupación fundamentalmente por el grupo, los españoles, entendidos con una fuerte connotación de clase”, añade.

Volvamos a las repuestas recabadas para Patriotas sociales. Uno de los entrevistados explica: “A mí me gusta que todos los españoles tengamos los mismos derechos en todos los rincones de España, que haya una misma sanidad, una misma educación, que no haya discriminación”. 

Hay un material que, en contacto con esta visión igualitarista de España, provoca una inmediata combustión: la cuestión territorial, los nacionalismos periféricos. Es un debate que acaba desembocando en otros, igualmente incandescentes: los símbolos, la bandera rojigualda –con los mismos colores que en el franquismo y también que en la Primera República, por cierto–, la llegada de la democracia a través de una transición y no de una ruptura, la jefatura del Estado ocupada por un rey...

Ahí empieza a encontrar problemas de encaje simbólico ese patriotismo progresista. Incomoda a menudo la palabra “nación”, o “patria”, o “patriotismo”, o incluso “España”. Chirría el himno. Se acepta a regañadientes –si se acepta– la Corona. Y, como apuntan los investigadores, el discurso progresista se vuelve “reactivo”, es decir, se conforma mediante el rechazo a la visión unívoca, autoritaria y centralista del nacionalismo español. 

Pero sigue sin resolver una cuestión central: con qué simbología adornar el patriotismo social. Difícil solución, desde luego. Este problema ha conducido a parte de la izquierda –partidos y bases sociales– a frecuentes estrategias de “evitación” de la cuestión nacional. No gratuitamente Navarro tituló su tesis La nación evitada.

España pasa así a ser un tema, una palabra, una idea dominada por la derecha y soslayada por la izquierda.

Ni grandilocuencia, ni movilización

Navarro escribe en su tesis sobre esa idea todavía pendiente de que llegue su momento que es el patriotismo progresista, una forma de compromiso con la patria que “no implica discursos grandilocuentes o movilización de masas”. Pero, claro, ese patriotismo basado en “igualdad, solidaridad y justicia social”, sin el pegamento de un afecto por la bandera, sufre para rivalizar con otras expresiones más desinhibidas, épicas y simbólicas de españolidad. La alergia a las exhibiciones de orgullo nacionalista en la izquierda es observable en respuestas recabadas para Patriotas sociales

“La patria es que nuestros ciudadanos estén bien, en paz, conviviendo en paz, con servicios públicos, y que vivamos felices y con cohesión social”, dice un entrevistado. Otro: “Entonces, yo todo esto del nacionalismo, la patria y tal y todo eso, bueno, lo pongo siempre en suspenso. O sea, a mí la patria o la nación es aquella que me permite vivir, que me garantiza derechos, que me garantiza libertades. Esa es mi nación y esa es mi patria”. Lo dicho: no es un discurso que vaya a galvanizar a las masas, ni que una escuadra de soldados vaya a escuchar con el mentón alzado antes de pegar un sonoro golpe de talón.

Los anteriores son retazos de discursos blandos que entroncan con el concepto, popularizado por el filósofo Jürgen Habermas, de “patriotismo constitucional”. Así lo explica el sociólogo Imanol Zubero, profesor de la Universidad del País Vasco: “Este tipo de patriotismo genera una vinculación con la nación que no pasa por los elementos clásicos del nacionalismo, que generan exclusión y homogeneidad. Al contrario, apelan a una nación cívica que te constituye como ciudadano que goza de derechos y libertad”. Luego, reflexiona: “Es un intento interesante, pero el propio Habermas reconocía que el patriotismo constitucional ofrecía una vinculación fría con una nación o un Estado, que suelen reclamar emociones más cálidas”.

He ahí una clave: es más cálida una bandera que una enumeración de valores cívicos en estilo recitativo.

Tanto Navarro como el resto de investigadores consultados para este artículo coinciden en que los defensores de formas de patriotismo alternativo no han logrado popularizar un imaginario español progresista que rivalice con el evocado por los sectores conservadores, más cómodos con las connotaciones inherentes al himno, la bandera y el trono. ¿Por qué? Jordi Muñoz, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona, responde: “La derecha nunca ha renunciado a su nacionalismo tradicional. Durante el franquismo la derecha monopolizó el patriotismo. 

Después se construyeron elementos de un nuevo patriotismo español, a partir de la mitificación de la transición y la Constitución del 78 y de una idea de unidad matizada para aceptar una cierta diversidad. Sin embargo, la derecha nunca renunció a su bagaje nacionalista tradicional”. Según Muñoz, los “conflictos nacionales” en Euskadi y Cataluña “seguramente han favorecido la persistencia de la respuesta nacionalista más explícita desde el centro”.

A juicio del autor de La construcción política de la identidad española: ¿del nacionalcatolicismo al patriotismo democrático? (CIS, 2012), los términos del debate nacional sitúan a la izquierda en una encrucijada endiablada. “Una idea verdaderamente progresista de España sólo puede ser plurinacional. Pero eso genera un rechazo muy fuerte en la derecha, y en una parte importante de la izquierda de tradición más jacobina. Esa contradicción es insuperable, creo”, afirma.

De Carrillo al PSOE y Podemos

El historiador Diego Díaz Alonso ha estudiado con lupa este singular fenómeno. Uno de los resultados de su trabajo es el ensayo Disputar las banderas. Los comunistas, España y las cuestiones nacionales (Trea, 2109), donde se detiene en algunas de las coyunturas en las que se ha ensayado un patriotismo español que rompiera el trinomio “Dios, Patria y Rey” o conectara con reivindicaciones de la izquierda. 

Díaz Alonso menciona la primera y la segunda repúblicas, el “discurso patriótico” y soberanista del PCE contra el Plan Marshall y la OTAN, la Política de Reconciliación Nacional inaugurada por los comunistas en los 50, el “patriotismo constitucional” carrillista tras tragar con la rojigualda y la Corona, el autonomismo de la Transición, el federalismo –siempre dubitativo y sin excesivo brío, pero visión de España alternativa al fin y al cabo– de las últimas décadas...

Su análisis alcanza hasta a Podemos, que “entonó un nuevo discurso nacional-popular, patriótico-progresista, poco elaborado en profundidad, pero con mordida en superficie”. “Así –escribe Díaz Alonso– se reivindicó la soberanía nacional secuestrada por instituciones internacionales que dictaban los estrechos márgenes de un presupuesto nacional [...]. Así se denunció a los defensores en España del patriotismo constitucional que cambiaron la Constitución de la noche a la mañana [...]. O así se criticó el patriotismo identitario de quienes, al tiempo que se envolvían en la bandera, se llevaban su dinero, y a veces también el dinero público, a paraísos fiscales”.

Fuego cruzado

En conversación con infoLibre, Díaz Alonso recalca también cómo desde el campo del PSOE José Luis Rodríguez Zapatero, con su “patriotismo constitucional”, o Pedro Sánchez, con su “España plurinacional”, han tratado en algún momento de configurar un imaginario nacional propio con ingredientes progresistas. ¿En vano? Díaz Alonso, que cree que el peso del ala del PSOE con una visión de España más similar a la del PP ha limitado el alcance de estas apuestas, apunta a dos grandes problemas. 

Uno, los símbolos. “La derecha los tiene muy claros, pero la izquierda tiene un problema con los símbolos, porque la bandera no se ha quitado sus connotaciones en 40 años”. Y dos, lo que el historiador llama el “fuego cruzado” en el que queda atrapada la izquierda, entre “los nacionalismos periféricos, que asocian España a todo lo retrógrado y reaccionario, llegando a la caricatura, y una derecha española con una visión excluyente de España”.

Ahí en medio, ilustra el autor de Disputar las banderas, se queda atrapada la izquierda, irritada entre los que dicen que es España no tiene arreglo y los que dicen que sólo ellos son los verdaderos españoles. “Una parte de las izquierdas han comprado el relato de los nacionalismos periféricos, y otra, especialmente una parte del PSOE, tienen una visión de España no muy distinta a la de la derecha”, señala.

Ventaja competitiva de la derecha

Uno de los entrevistados para Patriotas sociales aún dice: “Yo creo que hay mucha gente que si no fuera por la selección española de fútbol pues seguiría avergonzándose de la bandera española. Yo tenía once años cuando murió Franco, pero cuesta mucho trabajo olvidar que era la misma bandera y el mismo himno del dictador”. ¿Por qué el éxito de estos discursos en la izquierda, 45 años después de la muerte del dictador? No hay una sola respuesta. Ha sido un proceso. El nacionalismo español, avergonzado por su hegemonía en su versión nacionalcatólica durante casi 40 años, pasó una larga década latente, pero en los 90 fue saliendo del armario.

 “Los debates suscitados a partir de los gobiernos de Aznar (1996-2004) tuvieron un efecto divisor y volvieron a emerger diferencias significativas entre los ciudadanos de izquierdas y de derechas en sus niveles de orgullo español”, apunta Navarro. Las “guerras culturales” en campos como el laicismo y la memoria histórica fueron exacerbando la cuestión. Y por supuesto el estallido del procés, unido al avance de la polarización, ha estrechado los márgenes para discursos patrióticos más basados en la apelación cívica que en la exaltación nacionalista. El resultado es que, en 2020, sectores de izquierdas mantienen o han renovado su desconfianza hacia las manifestaciones de lo español.

¿Quién ha perdido con ello? A juicio de Navarro, la izquierda ha cedido a la derecha “una ventaja competitiva”. Los conservadores han aprovechado esta división para intentar patrimonializar la idea de España y sus símbolos. Un detalle significativo: este jueves el senador del PP por Ceuta David Muñoz recibió al vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, con una bandera nacional, una reproducción de una corona y un retrato del rey. Los símbolos nacionales usados como atrezo de un recibimiento hostil a un miembro del Gobierno. Singularidades españolas. Íñigo Errejón suele contar que, en la calle, alguna vez lo han intentado provocar gritándole, simplemente, “viva España”.

“Nación por construir”

El “patriotismo social” de la izquierda no ha logrado poner sobre la mesa, a juicio de Navarro, una idea de país tan comprensible para las grandes masas como la del nacionalismo conservador, que agita la bandera española como si fuera su patrimonio exclusivo y repite la palabra fetiche: España. “Los conceptos a los que apela la izquierda están tan manoseados que muchos no los entienden: solidaridad, educación, sanidad... Todo el mundo dice defenderlos”. Mientras tanto, otros hablan de España, España y España. Y ahí hay un significativo porcentaje de la población que se siente incómoda.

“Quedan muchas cosas por superar para que todo el mundo se encuentre bien ahí. Todo el problema de las fosas comunes, o las relaciones con la Iglesia”, explica Navarro. A eso se suma la falta de sintonía con la bandera o con la institución de la monarquía. Es ahí donde, para salir del paso, entra en juego la estrategia de la “evitación”. Una “evitación” difícil en días como este lunes, Fiesta Nacional, cuando la bandera es peaje obligado.

El sociólogo Imanol Zubero cree que el obstáculo para el surgimiento de un patriotismo alternativo convincente y mayoritario no está en que la democracia española sea formalmente menos digna de respeto y adhesión que otra, sino en la historia de una “nación” que durante siglos se ha construido “contra la Ilustración, contra la ciencia, contra la pluralidad interna”. “España sigue siendo una nación por construir, esa mater dolorosa de la que habla José Álvarez Junco. Ha habido intentos de darle la vuelta con nuevos significados. 

Por ejemplo, el intento de IU con el federalismo, que el PSOE nunca se ha tomado en serio. O Podemos. Recuerdo una entrevista a Juan Carlos Monedero en la que reivindicaba la España de Buñuel, de Picasso... Tenía mucho sentido. Pero es muy difícil”, añade Zubero, que recuerda el déficit que supone que el actual Estado español carezca de épica fundacional antifascista.

El viento de la historia, además, sopla en contra del patriotismo cívico y social. En el mundo de hoy la nación cotiza al alza como reclamo popular, como prueban el éxito de fenómenos identitarios como Donald Trump ("America first") y el Brexit. Todo el debate nacional se ha cargado en España de palabras rotundas, sobre las que no caben medias tintas: bandera, identidad, patria, historia, traición... En España, el procés y la emergencia de Vox han sobrecargado de identidades el debate público.

La opción de la cultura

Lo que ha demostrado no ser un pegamento afectivo para un patriotismo cívico y social fuerte es la Constitución. Otra vez, como ocurre con los fenómenos complejos, los motivos son muchos. Para empezar, que es un campo arrasado por la polarización. Además, tras amagar con convertir el 6 de diciembre en la Fiesta Nacional, el PSOE inclinó la balanza hacia el 12 de Octubre, lo cual limitó el alcance del Día de la Constitución. Como atestiguan los debates en el Congreso en 1987, los socialistas tenían la esperanza de que la combinación del 6D y el 12O forjase una genealogía nacional mixta de compromiso cívico y orgullo histórico. Aquel empeñó no salió bien, a juicio de Díaz Alonso.

 “El patriotismo constitucional propugnado inicialmente por las fuerzas progresistas en la Transición como una posible alternativa cívica y democrática al nacionalismo español más esencialista y conservador ha terminado derivando con los años en una suerte de culto acrítico a la Constitución y un arma arrojadiza para cerrar cualquier debate político incómodo”, señala Díaz Alonso en un artículo en El Salto. A su juicio –compartido por los investigadores de la Olavide–, ha faltado una idea consensuada de patriotismo progresista.

 “No se han generado mecanismos de identificación alternativos”, explica Díaz Alonso, que inscribe en esta carencia los bandazos de las fuerzas progresistas, siempre dudando cuánto, cómo y cuándo usar los símbolos nacionales, con exhibiciones tan llamativas –y sin continuidad estética– como la gigantesca bandera del acto de Pedro Sánchez en 2015.

¿Qué queda? Fernando Flores, profesor de Derecho Constitucional, cree que, dejando a un lado el deporte, la vía posible para una cohesión profunda está en la cultura. “En la cultura España tiene muchísimo campo para cohesionar. En la educación, en la formación, en la estela de las misiones pedagógicas, que podrían ser un buen referente. 

O el teatro popular, que tenía una vocación muy patriótica en el mejor de los sentidos. Ahí hay ideas para pensar en una identificación”, señala Flores, que lamenta la “hipocresía” de España con la cultura, tan citada en los discursos como despreciada en las políticas reales, donde no tiene consideración de gran asunto de Estado.

 En las respuestas recabadas para Patriotas sociales sí aparece la cultura como foco emocional: “Mi familia es inmigrante, mi madre es cordobesa, mi padre de Almería, con lo cual mi identidad cultural tiene mucho que ver con España. Yo a Cervantes pues lo siento mío y a Machado. Por tanto, yo me siento… Hay una identidad cultural con España, ¿no?”.

Cervantes y Machado, precisamente, mueven a nuevas preguntas sobre una cuestion que es, como la propia idea España, fuente inagotable de controversia. ¿Qué opinaría el Manco de Lepanto de los fastos del Día de la Hispanidad? ¿Queda simbólicamente resuelta con la Fiesta Nacional la negra disyuntiva de las dos Españas de Machado? "                 (Ángel Munárriz, Info Libre, 11/10/20)