"Con algunas excepciones, escribe Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987), la bandera de España es actualmente una enseña partisana vinculada a las derechas. En su ensayo Los nuevos odres del nacionalismo español
(Trea, 2021), traza un camino desde el gol de Iniesta en el Mundial de
Sudáfrica hasta las concentraciones negacionistas del virus en la Plaza
de Colón de Madrid.
Por ese sendero, pretendidamente oscilante entre lo
inspirador y lo victimista para sus protagonistas pero exclusivo y poco
iluminado para cualquiera en sus márgenes, discurren Hernán Cortes, Blas
de Lezo, Elvira Roca Barea, el programa Masterchef o C. Tangana.
Habla de “la década –esta última– prodigiosa del nacionalismo español”. ¿Cuáles serían sus características y momentos decisivos
En el libro acuño una metáfora religiosa para referirme a los tres
niveles de distinta complejidad propagandística en los que tiene que ser
eficaz cualquier fe -y el nacionalismo es una fe, una religión secular-
para expandirse: se necesitan teólogos, misioneros y catequistas. Se
necesita la apología compleja del teólogo, al Tomás de Aquino que
escribe decenas de páginas abstrusas sobre la Santísima Trinidad, pero
también la capacidad del catequista y del misionero para encapsularlas
en formas contundentes e inmediatamente eficaces: el San Patricio que
explica la Trinidad enseñando un trébol de tres hojas a los paganos
irlandeses; tres hojas en una misma planta.
En los últimos diez años hemos visto al nacionalismo español encontrar un éxito fastuoso para Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, un libro con treinta y tantas ediciones, para los cuadros de Augusto Ferrer-Dalmau o un boom
de la novela histórica y, en el límite, para los gritos y consignas
fanfarronas provenientes del deporte: “soy español, ¿a qué quieres que
te gane?”. Todos esos productos vehiculan el mismo mensaje, la excepción
de lo hispano, a distintos niveles de complejidad y todos son exitosos.
¿Cómo resumiría la importancia del gol de Andrés Iniesta en
el Mundial de 2010, y la de la selección española de fútbol en general,
para la pérdida de complejos a la hora de agitar la bandera rojigualda?
Eric Hobsbawm decía, para ilustrar la potencia nacionalizadora del
fútbol, que el aprendizaje de la nación es más fácil cuando la reduces a
once tipos de los que te conoces los nombres. Once tipos que, además,
proceden de todos los rincones del país. Después de aquella victoria,
hubo una cobertura periodística que a mí ya me llamó la atención
entonces, convertir en platós los pueblos pequeños de los que procedían
los futbolistas: Fuentealbilla, Tuilla, Arguineguín, Camas.
Y cuando un
futbolista no era oriundo de un pueblo, se le buscaba. Casillas es de
Móstoles, pero los periodistas se van a Navalacruz, siempre con el
interés de realzar un origen humilde: los primeros partidos en
descampados o los trabajos proletarios de los padres. Once aldeanos
unidos en pos de una gesta de alcance universal es un arquetipo
mitológico muy viejo que el nacionalismo ha instrumentalizado también, y
que el español utiliza en ese momento en el que hay una euforia que nos
arrastra a casi todos. Se rompe un hechizo.
Alejandro Quiroga explica muy bien que había una narrativa de la furia y del fracaso
sobre la Selección que trascendía el fútbol y se convertía en una
narrativa sobre la propia nación española. Los comanches hablaban de la
luna del gusano que, en marzo, veían que hacía emerger los gusanos del
fondo de la tierra, que removían y renovaban así para la práctica de la
agricultura. El gol de Iniesta fue eso, un revulsivo que renovó la
tierra para la agricultura nacionalista española. Después, el Procés, que
resignifica en sentido agresivo cosas festivas que el Mundial había
sacado a la luz, como la cuelga de banderas de los balcones o el “a por
ellos”, iría echando el abono.
Pone ejemplos acerca de cómo el nacionalismo español ha preferido construir un relato victimista, como el de Annual.
Un mundo al revés, apunta, donde el invadido persigue al invasor, la
metrópoli a la colonia o idiomas minoritarios a grandes lenguas
mundiales. Hemos visto también, no hace mucho, a la fundación y familia
Franco presentándose como “víctimas de un atropello” de la democracia.
¿Esto es un caso peculiar si lo comparamos con otros países? ¿Por qué
sucede?
Daniele Giglioli explica bien cómo la víctima se ha convertido en el
arquetipo heroico de nuestro tiempo, frente a épocas anteriores que
ensalzaban al combatiente. La condición de víctima es codiciada, porque
ennoblece, porque apaga las críticas que pudieran hacerte, y los
opresores buscan hoy la manera de presentarse como oprimidos. El coche
perseguido por el peatón, los blancos por los negros o, sí, la familia
Franco por la memoria histórica. Y el nacionalismo español también hace
eso.
En el límite, Roca Barea dice en Imperiofobia que hay una fobia a los imperios
que es un “racismo hacia arriba” tan repugnante como el “racismo hacia
abajo”, y que el odio al Imperio español es a ese racismo hacia arriba
lo que el antisemitismo al racismo hacia abajo. En cuanto a Annual, hay
un resurgimiento del mito del Regimiento Alcántara, un regimiento que se
vuelve contra los insurgentes rifeños que perseguían al Ejército
español en desbandada para sacrificarse por sus compañeros protegiendo
su huida. Guillermo Díaz, de Ciudadanos, pedía en el Congreso una
celebración oficial y la pedía caracterizando la gesta en términos
victimistas.
Pero España no era víctima en el Rif: aquella fue nada menos la
primera guerra colonial en la que se utilizó gas contra población civil.
¿Es esto peculiar en relación con otros países? En realidad, no: esta
tendencia al ensalzamiento de la víctima en detrimento del combatiente
sucede en todas partes. Que lo que sucede en España no es especial en
nada, sino que para todo se inserta en oleadas mundiales, es otra cosa
que procuro transmitir en el libro.
En cuanto al feminismo, llama la atención, de nuevo, otra
paradoja: la de un victimismo nacionalista español integral que sin
embargo hace una excepción con las mujeres, a las que, apunta en el
libro, no se les suele conceder el rol de víctimas.
En el libro hablo del feminismo antifeminista, algo que se detecta, sobre todo, en la novela histórica, que asiste a un boom:
un discurso de liberación femenina que lo que dice es que acá en España
las mujeres son libres desde siempre, e incluso gobernantes; que España
se caracteriza por el matriarcado. Esto te lo encuentras en Javier
Santamaría o en Isabel San Sebastián, que hace una instrumentalización
islamófoba de todo esto como la que Sara R. Farris nos advierte en En nombre de los derechos de las mujeres, un libro sobre cómo las ultraderechas envuelven su discurso antiislámico de un falso discurso feminista.
En los últimos días se ha hecho público que en la empresa que
desde el ultraconservadurismo se ha identificado con cierta progresía
como La Españita Movistar, lo que existían eran presiones contra chistes de Vox y la Casa Real.
¿Cree que este tipo de revelaciones pueden pasarle factura social y
electoral al partido que, también con un relato de perseguido y rebelde,
se autoerige como representante del nacionalismo español?
Soy pesimista. Decía Victor Hugo que no hay nada tan poderoso como
una idea a la que le ha llegado su hora. Cuando eso sucede, no hay
revelación que te arruine el paseo triunfal. A esta idea parece haberle
llegado su hora. Y tenemos experiencia histórica en que desmontar los
bulos de los fascistas no arruina el progreso de los fascistas.
En un subcapítulo del libro comparo nuestro 11-M con el Caso Dreyfus:
un trauma nacional, inserto en odios tradicionales, al islam en España,
a Alemania en Francia, que reduce la complejidad de la pugna política a
dos bandos irreconciliables. Y en base al cual tratan de justificarse
involuciones autoritarias que apelan a una idea de contubernio del
que formaría parte la izquierda, entendida como una quintacolumna de
ese enemigo atávico. Y que utiliza bulos; embustes aberrantes. Bulos
contra los masones en aquella Francia, por ejemplo, que propagaban cosas
disparatadas en las que sin embargo la gente creía, y, como advertían
desesperados algunos intelectuales lúcidos, seguía creyendo después de
que se demostrara que eran embustes.
El nacionalismo español, algunas veces, parece amar España
pero reventarle los españoles. Esta cosa de que España maltrata a sus
héroes, de que somos un país de envidiosos. Es algo que se puede ver hoy
en el carácter amargo, malencarado, reaccionario en el sentido literal
de la palabra, que tiene casi todo enarolamiento de la bandera. ¿Se
oculta en el fondo del nacionalismo español una paradójica desconfianza
hacia lo español?
Eso se ve bien en alguien de quien hablo bastante en el libro. Arturo
Pérez-Reverte, una persona con un discurso tremendista sobre la nación
española, que en sus textos se regodea siempre, de una manera febril, en
esa cosa de que somos un país cainita, fratricida, incorregible,
irreformable, etcétera. El lloro ese de que “España maltrata a sus
héroes” también hace aparición por doquier, por ejemplo, en las
entrevistas a novelistas históricos, convertido en un sonsonete plomizo.
Albert Camus pensaba en todo esto cuando decía que amaba demasiado a
su país para ser nacionalista. El amor nacionalista, amor es, pero un
amor posesivo, celoso, un amor de maltratador. No ama el país real, sino
el ideal que quisiera construir y al que el real se empeña en no
parecerse. El corolario lógico de todo esto es el autoritarismo, el
anhelo de un cirujano de hierro. Puesto que el país se niega a parecerse
a su versión ideal por las buenas, habrá que hacerlo alcanzar ese ideal
por las malas. No en vano Reverte demoniza, también en tonos febriles,
la política parlamentaria, pero siempre habla bien del mundo militar.
Es llamativo el poco pecho que saca el nacionalismo español
con respecto a cuestiones que también apunta en el libro, como podrían
ser una cohesión social (pone el ejemplo de las insurrecciones de los
suburbios en Francia) o un funcionamiento de la justicia (el ejemplo
mira en este caso a cómo esta acabó con el narco gallego o el gilismo)
más afinados que en otros países. Tampoco ha pasado con una vacunación
que sí ha sido alabada en la prensa internacional. ¿Cómo se explica ese
fenómeno?
Es que, frente a ese paisaje funesto que pinta Reverte, España es,
por el contrario, un país muy vivible, con una sociedad, pese a todo,
muy sana, líder en estadísticas internacionales de tolerancia, de
generosidad y respeto hacia el otro, de ausencia de chovinismo. Como
apunta Diego Díaz, los erasmus que vienen en masa nos suelen percibir como un país más bien progre.
Pero aquí sucede un poco aquello de “que la realidad no te estropee un
buen titular”. Si lo que quieres es una involución autoritaria, tienes
que negarte a reconocer todo eso. Tienes que inventarte un incendio para
presentarte como el bombero. Si convences a la sociedad de que es una
fortaleza asediada, con una quintacolumna dentro además, la podrás
convencer de tomar medidas que no aceptaría si no estuviera asediada.
Como asturiano, una tierra frecuentemente reivindicada en la
idea de España, ¿qué papel ha cumplido ese nacionalismo centralista allí
y qué cosas están cambiando a tenor del movimiento que se percibe desde
fuera en favor de la oficialidad de la lengua asturiana?
Asturias es la región española que menos rompió con el relato de ella
que había hecho el franquismo; con la misión que el franquismo le había
asignado. Hay un regionalismo franquista que asigna a cada región una
gloria y una misión nacional. La gloria de Extremadura son los
conquistadores, la de Aragón los Sitios de Zaragoza, la de Granada su
toma… Hoy Vox recicla eso cuando reclama cambiar fiestas oficiales y
que, por ejemplo, la de Badajoz sea su conquista cristiana y no su
fundación islámica, o la toma de Granada pase a ser la de Andalucía.
Y la gloria de Asturias, claro, es Covadonga, ser la cuna de la
nación española, y su misión ser la Covadonga de cada momento histórico;
algo así como la reserva espiritual de España; el lugar que se alzará
en defensa de la nación y la reconquistará cuando todos los demás hayan
claudicado. Una idea que incluso reciclará la izquierda: el mito de
octubre del 34 no deja de parecerse a una Covadonga obrera. Asturias,
“sola en mitad de la tierra” como dice el poema de Garfias y la canción
de Víctor Manuel, hace la revolución que iba a ser española, a salvar
España del fascismo, pero los demás no han tenido el valor de hacer.
Asturias, en esa cosmovisión, como buena madre, debe ser abnegada; no
pensar nunca en sí, sino solo en sus hijos. Cuando nuestro anterior
presidente, Javier Fernández, rechazaba oficializar la lengua asturiana
apelando a una idea de responsabilidad, de no importunar a
España añadiéndole una lengua cooficial y un nacionalismo más -con esa
idea imbécil de que una cosa lleva necesariamente a la otra-, cuando
incluso se negaba a exigir infraestructuras y transferencias a las que
tenemos derecho porque eso sería egoísta, bebía un poco de eso. La
oficialidad que ahora el PSOE sí apoya ha pasado a ser posible gracias a
un cambio generacional que ha empezado a desprenderse de esos lastres
mentales.
Tanxugueiras, grupo del que habla en el libro, ha anunciado
que presentará candidatura a Eurovisión. Tres pandereteiras jóvenes que
rehacen con perspectiva feminista y en su lengua el folclore gallego
pueden representar a España en ese festival. ¿Cree que vivimos un
momento especialmente dulce en cuanto a la recuperación de raíces no
necesariamente, ni precisamente, alineadas con la idea de lo español?
Pienso en Rodrigo Cuevas, Califato ¾, Tarta Relena o la recuperación
del músico castellano Agapito Marazuela a través de los Hermanos Cubero o
reportajes en la televisión pública.
Hay, en general, un momento de interés en la tradición y el folclore
que tiene las dos vertientes que Jean Jaurès veía en la reivindicación
de la tradición y expresaba con una frase preciosa: tradición, decía, no
es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama. Hay un
tradicionalismo de las cenizas, reaccionario, que venera una tradición
embalsamada, y un tradicionalismo de la llama, progresista, que bebe de
la tradición pero la renueva. Tanxugueiras es un ejemplo particularmente
bueno de ese tradicionalismo progresista que muchas veces, en efecto,
no se alinea con “lo español”, sino que abarca un radio más pequeño, más
local, más de proximidad. Pero hay propuestas cuyo ámbito sí
es español, solo que de una España construida desde abajo, a partir de
la yuxtaposición de propuestas locales que mantienen su identidad
diferenciada, no de derramar desde arriba un imaginario castizo que lo
homogeneíce todo. El Joaquín Díaz que hace cincuenta años hacía un disco
maravilloso, Recital, con canciones populares asturianas,
navarras, catalanas, castellanas o hasta sefardíes. O, ahora, Rodrigo
Cuevas, que renueva el folclore asturiano pero, en sus discos, también
integra muñeiras gallegas o fandangos manchegos.
Habla también de una serie como El Ministerio del Tiempo. En ella, un actor que interpreta a Federico García Lorca llega a decir que “ha ganado él”, no quienes le asesinaron. Aparece Clara Campoamor, pero no Federica Montseny. En el ensayo se alude también al programa Masterchef. ¿Qué papel nacionalizador cumple este tipo de productos?
Aquella escena entusiasmó a la mayor parte de mis amigos de
izquierda, pero a mí me pareció deleznable. Significaba presentar, no al
Lorca que firmaba un manifiesto en defensa del Frente Popular, sino a
un Lorca ególatra, a quien ver que en 1979 se pone música a sus poemas
basta para reconciliarse con su propio asesinato de, textualmente, “dos
tiros en el culo, por maricón”, y con cuarenta años de dictadura. En esa
serie en la que Suárez sale un par de veces por temporada y Franco sale
varias, Azaña, Largo Caballero, Negrín, Federica Montseny, ni están ni
se los espera, y cuando hace aparición un personaje republicano, es para
validar el discurso de la Transición, como Lorca ahí o Clara Campoamor
en otros momentos.
Y yo hablo de eso en un capítulo sobre la Cultura de la Transición en el que también me fijo en la gastronomía. Masterchef,
un concurso muy atractivo y con mucha audiencia, hace también pedagogía
patriótica: rueda, por ejemplo, en exteriores en escenarios que
permiten hacer una defensa de instituciones tradicionales como el
Ejército, la Iglesia o la tauromaquia. Hay una gastropolítica
al servicio del correr un tupido velo delante de los problemas y heridas
de la sociedad del que el mejor ejemplo es peruano: allá se utiliza la
peculiar gastronomía nacional, resultado de una fusión
europeo-amerindio-asiática, y el éxito internacional de cocineros como
Gastón Acurio, para vehicular un discurso de paz social, de mestizaje
feliz, que ocluye las grandes divisiones racistas y clasistas que siguen
atravesando a la sociedad de ese país. En España también hay una
gastropolítica que utiliza el éxito de José Andrés o Ferran Adrià y que
se utiliza para lanzar un discurso de unidad y orgullo patrióticos muy
parecido al que instrumentaliza la selección de fútbol en un momento en
el que arrecian las tensiones interterritoriales: sentémonos todos a la
misma mesa; cocinemos todos en la misma cocina.
Siguiendo con la cocina, menciona también el popular meme o canon de la paella o la omnipresencia de la añoranza alimentaria en Españoles por el mundo.
Escribe “junto a los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con
nostalgia del salchichón”. ¿Qué relación guarda, si es que alguna, el
nacionalismo más derechizante con la carne y la reacción a una
pretendida amenaza vegetariana? No es extraño ver un paralelismo a la
reacción machista contra el avance del feminismo en las fotos de carne
por lo demás maltratada, casi calcinada, que recorrieron no hace mucho
las redes.
Me fijo en cómo algunos cánones férreos que hoy creemos antiquísimos
son del otro día, como quien dice. El de la paella valenciana se fijó a
principios de los noventa, y hoy atizamos a Jamie Oliver por echarle
chorizo, pero en el siglo XIX, el autor de un recetario enumeraba los
ingredientes canónicos de la paella, contaba entre ellos el chorizo y
decía que cualquier alternativa era un sacrilegio. Y me fijo también en
la relación que existe hoy entre esa clase de talibanismo gastronómico y
la emigración, en un momento en que se ha obligado a la juventud del
país a emigrar masivamente.
Cuando ves Españoles por el mundo, no hay persona a la que
entrevisten que no exprese una añoranza gastronómica, algo con respecto a
lo cual hago yo esa broma parafraseando el famoso salmo: “junto a los
canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con nostalgia de Sion”. El
país del que uno ha tenido que irse es el Templo perdido para esos
emigrantes que gestionan esa pérdida del mismo modo que el rabino
Yohanan ben Zakai resolvió el dilema de cómo ser judíos sin Templo
después de la destrucción del de Jerusalén: convirtiendo la Torá, la
Ley, en un Templo portátil que, para serlo, para seguir unificando la
diáspora judía y evitar que se disgregase, que se diluyese, tenía que
tener leyes muy férreas.
En general, en un mundo que se licúa, en el que todo lo sólido se
desvanece en el aire, fijamos cánones a los que aferrarnos. En cuanto a
lo que me preguntas sobre la carne, cito un apunte muy bueno de Esteban
Hernández sobre la épica del chuletón; cómo el nacional-populismo
convierte algunos alimentos en marcadores castizos. La carne, pero no
solo la carne: cuando se señaló, con toda la razón, que la imagen
promocional de los Conguitos era racista, toda la ultraderecha en pleno
se volcó a hacerse fotos comiendo Conguitos.
Más País no se llamó Más España. ¿Se puede resignificar la bandera rojigualda, España misma, desde la izquierda?
Es un debate interesante sobre el papel y que a mí ha llegado a
seducirme en algún momento. Pero hoy soy muy escéptico. Quienes primero
lo lanzaron se fijaban en las experiencias latinoamericanas que conocían
bien, y donde lo nacional-popular tiene una fuerza tremenda. Pero las
mitologías nacionales latinoamericanas son muy distintas de las
europeas. Allá están vinculadas a insurrecciones republicanas, libertad,
igualdad, fraternidad; acá, a construcción de imperios, limpiezas
étnicas, que todos los países europeos han hecho en algún momento.
Pinochet tuvo que convocar un plebiscito sobre su propia continuidad,
que perdería, obligado en parte por esa mitología que él había
instrumentalizado, presentándose como un libertador, pero cuyo chicle no
podía estirar indefinidamente para justificar una dictadura muy larga:
la gente sabía que los libertadores se habían alzado por lo que se
habían alzado.
Acá sucede todo lo contrario: en materia de simbología nacionalista,
somos nosotros, la izquierda, los que jugamos en el campo del rival. Es
cierto que la rojigualda fue la bandera de Riego y la de la Primera
República, pero hace ya demasiado tiempo de eso. En cuanto apareció el
movimiento obrero, rechazó esa enseña, y todos nuestros mártires
morirían después envueltos en otra. Tampoco hay que olvidar una cosa: la
bandera ya fue resignificada por la derecha. Durante los primeros
veinte años de la democracia restaurada tras la muerte de Franco sí fue
una bandera más o menos transversal, que si era rechazada era rechazada
en base a un “nada de banderas” que también se desentendía de la
tricolor. Pero a finales de los noventa, la coincidencia de una serie de
factores hizo que la bicolor pasara a ser una bandera de parte. Habría
que resignificar la resignificación, y eso es más difícil que apropiarse
de un símbolo neutral."
(Entrevista a Pablo Batalla Cueto, colaborador de 'La Marea' y autor del ensayo 'Los nuevos odres del nacionalismo español', Ignacio Pato, la Marea, 25/11/21)