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15/11/23

Moreso, ex-rector de la Pompeu Fabra: "El soberanismo ha jugado a crear una realidad alternativa, como Matrix... Pero, ¿qué pasaría al día siguiente? ¿Las grandes empresas pagarían sus impuestos a la Generalitat? No lo harían"... creo que ahora tampoco se pueden entender las razones de un conflicto que ha llevado a tantas personas a un lado y a otro, a personas con las que hemos tenido relaciones estrechas... Es un problema, sí, existen dos comunidades. Para abrir una negociación si no hay diálogo, a partir de algo compartido, será imposible... Lo que se debería hacer es una clarificación de competencias, con impuestos federales

 "Josep Joan Moreso (Tortosa, 1959), fue rector de la Universidad Pompeu Fabra (2005-2013) y es catedrático de Filosofía del Derecho. Respetado por la comunidad académica y política, Moreso se ha involucrado en el problema político catalán, buscando un consenso que parece todavía lejano. Centrado en el estudio de los fundamentos filosóficos de la Constitución, es autor de Constitución, modelo para armar (Marcial Pons, 2009). Presidente de la agencia para la calidad de las universidades catalanas, AQU, y buen conocedor de la política italiana, Moreso considera que se necesita "mitezza", que no tiene una traducción exacta, pero que es una especie de mezcla entre “paciencia más templanza”, o “la capacidad de evitar la ira, y si llega, la capacidad de atemperarla”. Para un profesor centrado en la filosofía del derecho, lo que ha ocurrido es difícil de comprender, y señala que “el soberanismo ha jugado a crear una realidad alternativa, como en Matrix”. En una entrevista con Crónica Global, Josep Joan Moreso apuesta por una reforma constitucional, y por recomponer la situación, sin dejar de criticar a los “intelectuales orgánicos” que han sustentado el proceso, pero también a los que han confiado únicamente en la capacidad del derecho y han “olvidado” la fuerza de la política.

--En todos estos años en Cataluña se han constituido relatos propios que han servido para justificar las posteriores acciones. ¿Cómo se construyen los relatos, que son, además, antagónicos?

 --Soy filósofo del derecho y utilizamos el lenguaje, que es algo esencial. Y, ciertamente, se han creado relatos a medida que se iba avanzando en el conflicto político, y eso ha sido determinante. El Gobierno central, desde hace años, ha decidido afrontar el problema aplicándolo sin apostar por la política, y eso plantea muchas carencias, porque existe un problema político. Hay, también, un incumplimiento constitucional de un principio democrático en contra de todas las voces, en un Estado que es claramente protofederal. Se veía venir desde 2012, pero se acelera con las decisiones en el Parlament en los días 6 y 7 de septiembre. Entonces se decide lo contrario: hacer política marginando el derecho. Yo digo que el derecho sin la política está vacío, pero la política sin él es ciega, y sobre eso estamos. Obviamente, el relato del proceso soberanista ha mostrado mucha resiliencia ante la realidad, porque las cosas que prometía y que eran centrales no se han cumplido. No ha habido reconocimiento internacional, por ejemplo. Muchos decíamos que sin eso no se podía hacer nada, pero parece que no es suficiente para que cambie ese relato.

--El movimiento soberanista ha ido reivindicando la existencia de una doble legitimidad, basada en una nueva legalidad. ¿Cómo se crea una legalidad?

 --Es verdad que la legalidad se soporta sobre la aceptación social, sobre hechos que están más allá de la cuestión jurídica. En la transición, el acuerdo es aceptado por la población, y eso da legitimidad, al margen de la calidad política que existía. Pero aquí se ha jugado con eso. El filósofo Herbert Hart, un intelectual de primera, explicó en su libro El concepto del derecho (1961) que para que un derecho exista en una sociedad es necesario una regla compartida para saber las que rigen el sistema. En España es la Constitución y lo que emana de esa Constitución. Por eso digo y he comentado de forma reiterada que no hay dos legalidades, porque todas las asociaciones de jueces y fiscales, todos, dijeron que la única regla era esa, la Carta Magna. En ningún momento hubo dos legalidades.

--¿Cómo se puede superar esa legalidad, entonces?

--Una legalidad se puede superar a través de una ruptura revolucionaria, cambiando a los jueces. No veo otra forma. Pero, ¿qué pasaría al día siguiente? ¿Las grandes empresas pagarían sus impuestos a la Generalitat? No lo harían. El soberanismo ha jugado a crear una realidad alternativa, como en Matrix. Cuando la CUP dice que se debería aplicar la república, yo pregunto, ¿se dan las condiciones? No se daban, ni se dan, pero eso parece que no cambia la voluntad política.

--Pero el movimiento independentista reclama que se le ofrezca una vía posible cuando tenga una mayoría suficiente. ¿Cambiarían las condiciones con mayorías más sólidas?

--Yo creo que sí, que eso puede ser determinante. Si un día el independentismo tiene el 60% de apoyo, por poner un porcentaje importante, eso creo que provocaría un cambio de otros elementos y facilitaría una opción negociada, como no puede ser de otra manera dentro de la Unión Europea, forzando al Gobierno español a negociar, que podría pasar, incluso, por un referéndum pactado o por otra fórmula. Yo soy muy partidario de la opinión consultiva del Tribunal Supremo de Canadá, de 1998, un documento extenso, serio, bien fundamentado. Responde a tres preguntas del Gobierno del Quebec, sobre si tiene derecho a la autodeterminación según la Constitución del Canadá, o de acuerdo a la legalidad internacional, y, en caso de respuestas diferentes a las anteriores preguntas, ¿cómo resolver el conflicto? La respuesta es no, en los dos casos, y entonces la tercera no se plantea. Pero ofrece una salida: si se reitera en el tiempo esa petición, el Gobierno de Canadá debería abordar la cuestión, y plantear un referéndum con una pregunta clara. Pero se insiste en que no sería vinculante y que se debería negociar, junto con el resto de provincias del Canadá. Las lecciones canadienses lo que nos dicen es que aquí no se ha hecho bien, que se ha apostado por una vía unilateral, pero también nos dicen que el Gobierno central no ha aceptado el problema político, que existe.

--Es decir, que el Gobierno español no se ha tomado en serio lo que ha ocurrido en los últimos años en Cataluña.

--Eso es. Porque hay que analizar el por qué hemos llegado hasta aquí, cuando históricamente el secesionismo nunca ha superado el 20%, y ahora se ha llegado el 48%. Hay muchos factores en juego que no se han tenido en cuenta. La sentencia del Estatut de 2010 es uno de ellos. Pero también una cuestión que resultó muy negativa, y que se ha dejado de lado: las condiciones en las que el PSOE llega al poder en 2004, tras los atentados terroristas. El PP nunca aceptó esa victoria como normal, y negó su legitimidad. En ese momento, se centró en dos frentes, en que los atentados se podían relacionar con ETA, algo indefendible, y en Cataluña, que se dibujaba en el horizonte. En el PP se estableció un debate, mientras el PP catalán quiso participar, con enmiendas a la propuesta del Estatut en comisión, desde Madrid se consideró que era mejor abandonar. El PP catalán argumentó que en ese caso perdería la centralidad, pero en Madrid el PP determinó que, en cambio, lograría la centralidad en el conjunto de España.

--¿Y el PSOE qué responsabilidad tiene?

--El PSOE llega un momento que abandona, que no puede resistir, y decide que el trabajo lo haga el Tribunal Constitucional, que frene el Estatut, y eso tuvo consecuencias importantes. Pero todo se incendia con la crisis económica. Hay que decir, además, que en el relato independentista se ha ido abandonando el discurso economicista. Pero no ha habido autocrítica sobre aquellos mensajes tan duros, que nos hacía a los catalanes muy poco estimables en Europa, donde el independentismo sólo ha conseguido el apoyo de los partidos xenófobos, de ultraderecha. Pero no ha habido autocrítica.

 

--¿Se puede vislumbrar una salida ahora?

--Se ha creado un clima preocupante. Releí en verano El mundo de ayer, de Stefan Zweig, y me provocó una reflexión profunda. Zweig no podía entender que se creara un ambiente prebélico, que provocaría la I Guerra Mundial. No veía las razones por las que se matarían los jóvenes europeos. Y creo que ahora tampoco se pueden entender las razones de un conflicto que ha llevado a tantas personas a un lado y a otro, a personas con las que hemos tenido relaciones estrechas.

--Las decisiones judiciales, ¿lo complican todo más, imposibilitan una solución?

--Hay un uso excesivo de la prisión provisional. Es necesario un gobierno, pero todo está condicionado por los jueces, que impiden cuestiones básicas a Carles Puigdemont o a Oriol Junqueras que les concede la Constitución y que el juez no ha tenido en cuenta. La representación política es el núcleo de la democracia. Creo que los delitos que se imputan no se sostienen. Se intenta construir un relato, porque eso es una instrucción, y se basa en anotaciones en la libreta de un alto cargo, y en el documento Enfocats y distintas reuniones, y creo que eso es frágil.

--Para encontrar soluciones, es necesario antes compartir un diagnóstico, ¿es posible?

--Es un problema, sí, existen dos comunidades. Para abrir una negociación si no hay diálogo, a partir de algo compartido, será imposible.

 --¿Se debería recurrir, aunque parezca algo superado, a aquellas conversaciones entre intelectuales de Madrid y Barcelona de los años cincuenta?

--Tal vez. Particularmente me gusta releer aquellas conversaciones que se produjeron entre un Dionisio Ridruejo y Carles Riba, por ejemplo. En mi etapa de rector de la Pompeu Fabra lo intenté, con la colaboración de cuatro universidades, la Autónoma de Madrid, la Carlos III, la Autònoma de Barcelona y la Pompeu Fabra. Por ejemplo, se puso en marcha un grado compartido de filosofía política y economía para 60 estudiantes. Y fue realmente sorprendente y muy positivo. He sido profesor en este grado, en un seminario he planteado directamente el problema de la secesión. El conocimiento que los estudiantes tienen entre ellos ha hecho, sin duda, que los catalanes comprendan mejor la opinión de los no catalanes y viceversa. También lo intentó el exconsejero Antoni Castells, reuniendo gente como Josep Maria Colomer con Daniel Innerarity o Álvarez Junco y Emilio Lamo de Espinosa.

 --¿Se debe implicar, por tanto, mucho más la sociedad civil?

--Yo creo que sí. Personalmente me he sentido interpelado por esa responsabilidad. La academia, a veces, se ha distanciado, pero en mi etapa de rector fui muy consciente de llevar nuestras reflexiones al foro público. La filosofía política es un refinamiento del debate político, pero está conectada, debe estarlo. Si no somos capaces de establecer esa conexión, no tendremos una sociedad vigorosa. En la Pompeu Fabra, en mi etapa de rector, en 2013, se hizo con debates en los que estuvieron presentes todos los posicionamientos: Ángel de la Fuente y Jordi Galí, con Ferran Requejo y Félix Ovejero, por ejemplo. 

--La llamada clerecy, intelectuales, profesores, altos cargos de la administración, ¿qué papel cree que ha jugado?

--Hay una clerecy que ha jugado a favor del proceso, es una evidencia. Pero mi impresión es que en Cataluña hay una sociedad plural, con voces diferentes, algo que se ha negado desde el soberanismo. Y ese mismo soberanismo, ciertamente, ha impulsado una serie de intelectuales orgánicos que sólo aplauden y ponen la letra a la música que suena. Pero no es la única. Desde el soberanismo se insiste en que España es plural, como si Cataluña fuera monolítica, y desde el constitucionalismo se insiste en que Cataluña es plural, como si España fuera monolítica. Afortunadamente la pluralidad está en los dos lados, y esa idea se debe recuperar y potenciar.

 --¿Y por parte de la izquierda española? ¿Se ha impuesto un "contra Rajoy vale todo" que comporta abrazar la causa independentista?

--La izquierda española ha vuelto a reflejar sus contradicciones, con un alma jacobina y una federalista. Es la historia de la España contemporánea. Pero además se ha sumado la idea de que contra el PP todo vale, y es cierto, también, que el cansancio contra el PP es muy grande. Recuerdo a una persona que me dijo que estaba muy contenta de haber votado a la CUP, porque consiguió echar a Artur Mas. Ahora todo vale para echar a Rajoy, pero se ha llegado a un punto en el que el PP no sabe cómo gestionar la corrupción, con un horizonte de gran incertidumbre por la irrupción de Ciudadanos, que ha entrado de nuevo en el debate de la lengua, cuando parecía que lo había superado.

--¿Se puede confiar en una reforma de la Constitución con esa situación?

--Creo que sí, que se deberá resolver con una reforma constitucional. Muchas cuestiones no se podían decir en 1978, cuando no se sabía cuáles serían las autonomías, cuando sólo se tenía en cuenta la provincia. A partir de ahí, se podría entrar en una reforma del Senado y del título VIII de la Constitución en clave federal. Lo que se debería hacer es una clarificación de competencias, con impuestos federales. Un Estado federal, en definitiva. (...)"           (Manel Manchón, Crónica Global, 04/03/2018)

25/10/23

¿Podemos considerar realmente a la nación como un modelo de nivelación? ¿Puede Inglaterra abordar el declive industrial y la falta de inversión en regiones como el noreste de Inglaterra o Gales? Uno podría soñar con transformar el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte en una federación. Quizá sea eso lo que realmente haga falta para lograr más igualdad. Pero, ¿accedería alguna vez Londres a una medida tan radical? Es probable que a la capital le convenga salir del paso y que las provincias mendiguen migajas

 "Cada vez que en Gran Bretaña se habla de descentralización, se cita a Alemania como ejemplo de cómo hacerlo bien. En 2004, por ejemplo, Matthew Tempest, de The Guardian, calificó a Alemania como "quizá el ejemplo más avanzado de gobierno descentralizado". Y la semana pasada, Andy Burnham, alcalde del Gran Manchester, sugirió, sin ninguna originalidad, que se aplicaran los métodos alemanes para resolver la agobiante desigualdad regional de Gran Bretaña. "Así es como se ve la verdadera nivelación", dijo Burnham, de nuevo en el (antes Manchester) Guardian: "una ley básica en la Constitución alemana que exige la igualdad entre los 16 estados".

Sus palabras se hacían eco de las del Ministro de Estado para Alemania Oriental, que acababa de visitar el país. Junto a Burnham en la Conferencia del Norte, Carsten Schneider declaró: "El objetivo de crear condiciones de vida iguales en toda Alemania se encuentra incluso en nuestra Constitución. Hay buenas razones para ello. Si las regiones se separan, es malo para todos. Si prosperan diversas regiones, prosperará todo el país".
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"Cuando uno visita Alemania", escribió Burnham, "puede ver y sentir el éxito de esta política allá donde vaya en los altos estándares de las infraestructuras de transporte y el espacio público". Obviamente, Burnham nunca ha viajado en Deutsche Bahn. Debido al envejecimiento de las infraestructuras y a un enorme retraso en las inversiones, los ferrocarriles alemanes ya no son muy puntuales. Una investigación de ARD en septiembre reveló que la red ferroviaria estaba "al borde del colapso". Y, como en el Reino Unido, es un símbolo de la incapacidad de Alemania para invertir por igual en todas sus regiones.

La política ensalzada por políticos de centro-izquierda como Schneider y Burnham es el gigantesco proyecto conocido como Aufbau Ost, la reconstrucción del antiguo Este comunista durante los últimos 30 años. Cuando ambos se reunificaron, el PIB del Oeste era un 50% superior al del Este; visitar este último cuando yo era adolescente era como viajar en el tiempo a un pasado vagamente distópico, con diminutos coches de plástico que chisporroteaban, el omnipresente olor a humo de carbón y una enorme escasez de pintura para casas y papel higiénico que no rayara. 

El Canciller Helmut Kohl prometió "paisajes florecientes" en el Este cuando cayera el Muro de Berlín. Ocurrió lo contrario. La producción industrial cayó un 70%. Se cerró un tercio de las fábricas del Este, muchas de las cuales se vendieron por una miseria a los occidentales. El desempleo se disparó. Las inversiones no pudieron frenar la hemorragia. En 1995, el gobierno de Kohl, alarmado, elaboró un plan para financiar adecuadamente la Aufbau, al que denominó Solidarpakt: el "pacto de solidaridad". El plan se diseñó para cumplir la cláusula constitucional de la que alardeaba Burnham, que responsabiliza al gobierno federal de la "creación de condiciones de vida equivalentes" en todo el país.

Lo que constituye condiciones equivalentes está, por supuesto, abierto a la interpretación. Los conservadores suelen entender que significa igualdad de infraestructuras públicas: carreteras, ferrocarriles, telecomunicaciones. Pero la izquierda suele insistir en que también debe significar niveles similares de salarios y pensiones. Periódicamente, los gobiernos de los estados se pelean por los detalles de las fórmulas, sugiriendo retoques que les favorecerían. No obstante, el principio de redistribución federal se ha mantenido firme.

 Al fin y al cabo, el Solidarpakt impulsó un sistema que ya existía desde 1949, cuando se creó la República Federal bajo la atenta mirada de los aliados ocupantes. Ese sistema se conoce como Länderfinanzausgleich (literalmente: "Igualación financiera de los Estados"), y surgió de otro artículo de la Constitución, que establece que "se garantizará por ley... que se compense adecuadamente la diferente capacidad financiera de los Länder". Básicamente, regula la transferencia de ingresos fiscales de los Länder (estados) más ricos a los más pobres.

Pero en los años noventa, el Länderfinanzausgleich no proporcionó ni de lejos el dinero suficiente para evitar el colapso económico total en el Este. Para ello se necesitaban cientos de miles de millones. Un nuevo "recargo de solidaridad" temporal para financiar el Este apareció en las nóminas como el 7,5% del impuesto sobre la renta de los alemanes. Se subieron los impuestos sobre la gasolina. Además, se crearon grandes fondos especiales para financiar la cultura, la policía y las infraestructuras de Berlín, acordes con el estatus de la ciudad como nueva-vieja capital del país reunificado. Otros cientos de miles de millones de euros fluyeron hacia el Este, en forma de pensiones estatales que reconocían la vida laboral de los orientales, aunque hubieran trabajado en un sistema que se había hundido y cuya moneda casi no valía nada.

Nadie sabe exactamente cuánto "costó" la reunificación, porque hay muchas formas diferentes de calcularlo, pero sin duda supera con creces el billón de euros. Aufbau Ost supuso una enorme carga para la economía, pero significó que los "nuevos Estados federados" recibieron pronto autopistas lisas y estaciones de tren relucientes. Los centros urbanos y los castillos, desde el Báltico hasta la frontera checa, se renovaron impecablemente. Poco a poco se fue reduciendo el impuesto de solidaridad. Hoy, sólo las rentas altas pagan el recargo.

 ¿Aceptarían alguna vez los ingleses semejante carga? A pesar de las quejas de la prensa, en general los alemanes occidentales lo consideraban un deber hacia sus hermanos que sufrían bajo el comunismo. La caída del Muro de Berlín dio al proyecto una urgencia histórica sin precedentes. Sencillamente, no había alternativa. ¿Se puede imaginar realmente que Londres y los países del interior tomen una por el Norte? ¿Durante el tiempo necesario para marcar la diferencia?

¿Y hasta qué punto debería inspirarnos Alemania? Länderfinanzausgleich es complicado de una forma que sólo Alemania puede hacer complicada: Sueddeutsche Zeitung escribió una vez que sólo unas pocas docenas de personas entienden realmente cómo funciona, lo que no debería ser el caso en una democracia.

 Y aunque la labor de "nivelación" de Alemania ha recorrido un largo camino, no está ni mucho menos terminada. Muchas ciudades del Este - Leipzig, Dresde, Berlín - son más prósperas que algunas de sus equivalentes occidentales. La capital ya no es la peor parada del país en materia de desempleo, sino Bremen, en el noroeste. Pero los niveles de renta en el Este siguen siendo obstinadamente más bajos: en 2020, el salario bruto medio, de 36.499 euros, seguía siendo 7.440 euros inferior al del Oeste.

Otros vectores apuntan también a la desigualdad. Según un estudio de la Fundación Friedrich Ebert, un think tank vinculado al SPD de centro-izquierda, la mayoría de las zonas rurales del Este se encuentran en una "crisis estructural duradera", debido a la despoblación, los bajos salarios y la falta de banda ancha. Muchas pequeñas ciudades occidentales también se enfrentan a la desindustrialización y al aumento de la pobreza, al igual que el norte de Inglaterra. La nivelación no ha evitado su declive. No obstante, la mayoría de los beneficiarios netos del Länderfinanzausgleich siguen estando en el Este.

Luego está la capital -ese extraño engendro de Este y Oeste- que, aunque ahora muestra un crecimiento superior a la media, sigue recibiendo la mayor ayuda del bote: 3.600 millones de euros de un total de 17.000 millones en 2021. También recibe miles de millones adicionales de un fondo federal separado para regiones con problemas, porque de lo contrario la ciudad no podría pagar su deuda de 60.000 millones de euros. Esto ha suscitado quejas en algunas partes del país. Aunque Berlín se ha recuperado, el resto del país la sigue considerando destartalada, decrépita y anárquica. Cuando, en Nochevieja, unos jóvenes atacaron e hirieron a policías y socorristas con fuegos artificiales en escenas bélicas en las calles de Berlín, los dirigentes bávaros arremetieron contra la "caótica" capital. Baviera, antaño un reino rural pobre poblado por paletos con pantalones de cuero, fue un receptor neto de transferencias financieras hasta finales de los años ochenta. En la actualidad, es líder de Alemania en turismo, tecnología y educación.

¿Por qué, se preguntan los bávaros, deberían financiar al "Estado fallido" de Berlín, que ni siquiera puede mantener el orden y tiene que repetir unas elecciones locales el mes que viene debido a las irregularidades rampantes?

Del mismo modo, cuando hace unos años Berlín decidió convertirse en el primer y único Estado alemán en ofrecer guarderías gratuitas, las protestas procedentes de Múnich fueron sonoras: ¿por qué debemos pagar por algo que esos berlineses perdedores, con sus 60.000 millones de euros de deuda, apenas pueden permitirse? En tales ocasiones, los políticos de los Estados más ricos exigen inevitablemente una reforma: una especie de antinivelación. La semana pasada, el ministro bávaro de Finanzas, Albert Füracker, dijo que no quería seguir financiando los "programas de bienestar" de Berlín y anunció que Baviera recurriría el Länderfinanzausgleich ante el Tribunal Constitucional. ¿Alguien debería decírselo a Andy Burnham?

Al igual que en Gran Bretaña, la capital alemana recibe indudablemente más de lo que le corresponde. ¿Podemos, entonces, considerar realmente a la nación como un modelo de nivelación? Y, lo que quizá sea más importante: ¿es el hercúleo reto de injertar un antiguo país comunista en bancarrota en una economía capitalista moderna comparable de algún modo a la tarea de abordar el declive industrial y la falta de inversión en regiones como el noreste de Inglaterra o Gales? ¿Puede Gran Bretaña aprender de Alemania, o la solución alemana es demasiado, bueno, alemana?

Para responder plenamente a esta pregunta, tenemos que mirar más allá del nacimiento del Länderfinanzausgleich, a la historia de la que surgió la política. Esa historia es radicalmente distinta de la de Inglaterra. Hasta que Prusia reunió la mayor parte de las tierras de habla alemana en un imperio (el Segundo Reich) en 1871, el lugar que llamamos Alemania comprendía docenas de reinos y ducados. Ninguna metrópoli se enseñoreaba del resto. Inglaterra, por su parte, se convirtió en país en el año 927. El gobierno monárquico lleva más de un milenio recaudando impuestos desde su percha en Londres. Sólo con el Tercer Reich Alemania centralizó realmente el poder (y las finanzas) en Berlín. Ya sabemos cómo acabó aquello.

Tras la guerra, el país se reformó a propósito para que no tuviera un centro fuerte. Aunque Berlín está empezando a florecer económicamente de nuevo -atrae más capital de nueva creación que ninguna otra ciudad alemana-, nunca será un Londres, que genera la mayor parte de la riqueza de la nación y luego la distribuye como un rey caprichoso. Para alterar estructuras tan arraigadas hace falta una catástrofe, o bien décadas de lentos cambios. La "devolución" alemana se impuso originalmente por la fuerza de unas pocas palabras en una constitución, dictada por las potencias ocupantes, habiendo sido el país escenario de algunos de los dramas más desgarradores del siglo XX. La caída de dos dictaduras exigió medidas drásticas. Inglaterra no ha conocido convulsiones tan graves en los tiempos modernos.

La conciencia de la historia y un profundo deseo de estabilidad hacen que el Estado alemán haya estado dispuesto a asumir enormes tareas -y a gastar mucho dinero en ellas- de una forma que puede parecer extraña y exagerada para algunos en Westminster. No estoy seguro de que Andy Burnham sea consciente de la magnitud del cambio necesario para transformar el sistema inglés en algo parecido al alemán. Uno podría soñar con transformar el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte en una federación. Quizá sea eso lo que realmente haga falta para lograr más igualdad. Pero, ¿accedería alguna vez Londres a una medida tan radical? Es probable que a la capital le convenga salir del paso y que las provincias mendiguen migajas."    
                (UnHerd, 31/01/23; traducción DEEPL)

25/3/22

¿Izquierda y autodeterminación? ¿Centralismo? ¡¡¡ Federalismo !!!

 "En una izquierda huérfana de intelectuales como la española y la catalana, destacan las excepciones de Jordi Solé Tura y Manuel Sacristán. Ambos introdujeron Gramsci en nuestro país. 

Dicen las malas lenguas que Solé Tura tradujo el Gramsci más eurocomunista y Sacristán el más leninista. Solé Tura sufrió dos de los principales problemas políticos de nuestro país: el primero, que el nacionalismo conservador acuse de anticatalán cualquier proyecto alternativo al de la derecha catalana y el segundo, el de la izquierda que le compra este marco. Desde la Lliga hasta el Procés, pasando por el pujolismo, cualquier proyecto alternativo de Cataluña ha sido tachado de anticatalán por la derecha y una parte de la izquierda.

 Soleturisme es el ismo inventado por la derecha nacionalista y parte de la izquierda para hacer una lectura falaz de la obra de Solé Tura. Solé Tura nunca dijo que el catalanismo fuera propio de burgueses, sino todo lo contrario, como se puede comprobar leyendo su obra Catalanismo y revolución burguesa o Autonomías, federalismo y autodeterminación. Solé Tura sí argumentó su posición contraria a la autodeterminación.

 Los argumentos se pueden encontrar en su obra reeditada por El Viejo Topo. Si Solé Tura hubiera vivido la última década hay podría añadir nuevos. El consenso catalanista a favor de la autodeterminación es un falso consenso, dado que se desvanece cuando se acerca la realización de este supuesto derecho.

 Lo hemos vivido en Cataluña, cuando aquel Som el 80% basado en algunas encuestas de opiniones de 2012 desapareció en octubre del 17. Además, la experiencia escocesa también da nuevos argumentos contrarios. 

La repetición de los referendos de autodeterminación hasta conseguir un resultado favorable a la separación, tal como hoy proponen los nacionalistas escoceses nos lleva a la siguiente pregunta: ¿cada cuánto votamos? ¿Votamos hasta la separación, o también continuaremos votante después sobre la reincorporación? Independientemente de las respuestas, parece claro que no es nada serio un territorio que se constituye en un estado propio y se reincorpora en otro cada 4 años según escasas mayorías cambiantes.

 Solé Tura contraponía la descentralización -autonomía y federalismo- a la autodeterminación, pero también al centralismo. Hoy hay voces, aunque minoritarias, que defienden un jacobinismo español. Es, sin embargo, este proyecto jacobino completamente ajeno al proyecto democrático español. Atención, que no digo que no sea democrático, y tanto que lo es en otros estados con una historia diferente a la nuestra. Tampoco digo que no tenga raíces históricas en España, y tanto que tiene, pero no de democráticas.

 Lo que nunca ha habido en España es una izquierda jacobina, y no es por casualidad. También lo explica Solé Tura. El estado español moderno se ha construido más en períodos autoritarios que no de democráticos. Con las excepciones del sexenio revolucionario, de la II República y de la Constitución de 1978 nuestro estado ha sido diseñado de manera autoritaria por élites centralistas ligadas al BOE. Todas las experiencias democráticas españolas han descentralizado el poder, es decir, han intentado debilitar estas élites antidemocráticas. 

Desde el fallido federalismo de la I República, los estatutos de la II República y el estado autonómico actual, democracia y descentralización son un binomio no por casualidad, sino por la historia de nuestro país, que es la que es, recordemos cuando el liberal Argüelles proclamó aquel «Españoles ya Tenes patria» en constituyente de 1812, que aquella patria duró sólo 2 años, porque uno de los Borbones se la volvió a apropiar.

 El federalismo es la oportunidad de desarrollar las características propias de la diversidad de los pueblos de España, a la vez que se construye un proyecto nacional común. El estado de las autonomías ha funcionado razonablemente bien muchos años. Sin embargo, muestra ciertas limitaciones: Cataluña y el modelo de financiación son las principales. Por señalar algunos puntos fuertes podríamos observar la Generalitat Valenciana con un proyecto valencianista y federalista para España del gobierno del PSPV y Compromís -incomprensiblemente Podemos se apartó con la purga de su portavoz parlamentaria- para desarrollar la identidad propia valenciana con una vocación de construcción de una España plural. 

También cabe destacar la situación del País Vasco 10 años después de la disolución del terrorismo de ETA. Hoy el País Vasco tiene una economía dinámica con vocación global y un autogobierno para preservar su identidad local. Alguien podría decir que es gracias a un injusto sistema de financiación y no seré yo quien lo niegue. Hoy, los enemigos de la solución federal serían seguramente, y en este orden, la inercia centralista de los elementos neofranquistas del estado y el poder económico ligado en el BOE, la deslealtad del nacionalismo catalán hacia la federación y la defensa de la foralidad premoderna del País Vasco y Navarra. 

A pesar de la dificultad de implementar un estado federal, el trabajo que tiene que hacer la izquierda es defender la cultura federalista, ganar hegemonía que diría Gramsci, para continuar construyendo en democracia un estado que reconozca la diversidad, pero también la vocación común de ser España."                   (Óscar Guardingo, Sensecarnet, 12/07/21)

22/3/22

Ya no somos 'indepes'... El independentismo catalán se desinfla... El apoyo a la independencia de Cataluña, en mínimos históricos... La mayoría prefiere ser "una comunidad autónoma"... El federalismo se desinfla frente al regionalismo... y por primera vez, aumentan los que no quieren más autonomía

"Los catalanes ya no queremos la independencia. Lo ha certificado el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la Generalitat. Somos mayoría los que no deseamos abandonar España, el 53,3% ...o el 52,3%. La cifra exacta depende del día. 

Dos jornadas después de dar los primeros números, el CEO alteró las cifras de los sondeos hasta tres puntos porcentuales. El deseo de independencia se hunde, pero el poder se mantiene. El nacionalismo sigue ocupando el mando, digan lo que digan las encuestas. Se reparten el Govern, controlan el Parlament, nombran sin oposiciones a nuevos embajadores de la identidad catalana y dictan la línea editorial de los medios públicos. La opinión de la ciudadanía es lo de menos. 

La primera nota oficial de los encuestadores reveló que más del 53% de los catalanes es contrario a la secesión. Esa es la opinión que se palpa en la calle, al menos en la de Barcelona, desde hace tiempo. Pero nadie se esperaba el ruido que levantó el último sondeo. Hubo susto morrocotudo en las gradas del poder indepe y de sus medios. “Tranquil, Pere, tranquil”, imagino que le dijeron al presidente Aragonès.  En un plis plas se decidió que los técnicos pueden equivocarse. El antiindependentismo cayó al 52,3%. Y, como no era de recibo que solo un 38,8% de catalanes estuviera a favor de la separación de España, los patriotas subieron hasta un 40,8%. Cap problema.

El CEO, centro que prepara y revisa los sondeos, es un organismo público que depende directamente de la Secretaría de Presidencia de la Generalitat. La última ola de preguntas finalizó en diciembre de 2021. Tuvieron tres meses para revisar las respuestas e intentar no hacer el ridículo suavizando los resultados en cocina. O podían haberlo dejado correr, esperar a los siguientes datos. Son solo unos sondeos. No les va el voto en ello. 

Ya estamos acostumbrados a los cuentos, a las ensoñaciones, a que cambien el paso sobre la marcha. La república catalana iba a ser declarada en 2014, pero esa fecha mágica pasó sin pena ni gloria; luego, se pospuso hasta 2017 y el resultado es sobradamente conocido. Ahora, con los socios del Govern divididos, ya no hay motivos ni ganas para seguir inventando proclamaciones. Las exageraciones de la diputada europea Clara Ponsatí pidiendo sangre patriota se desestiman en su propia tierra con un “sin comentarios”. Con la guerra de Putin y la inflación disparada, no están los tiempos para preocuparse por los trastornos paranoicos de políticos con el sueldo asegurado.

 El pragmatismo gana puntos, aunque es de suponer que los nacionalistas seguirán votando a quienes han votado durante más de cuarenta años, a los partidos que se reparten el liderazgo independentista. El último presupuesto de gasto de la Generalitat es de 38.000 millones de euros. Da para contratar y fidelizar a muchos.  

Victòria Alsina, consejera de Acción Exterior, lo verbaliza: “La mejor manera de ser un Estado es actuar como si ya lo fuéramos”. Alsina, militante de JxCat, acaba de nombrar delegaciones en Andorra, Dakar, Pretoria, Brasilia, Tokio y Seúl. Con ellas, son ya 20 las flamantes embajadas catalanas. Contarán con delegados y hasta con enviados especiales (hay figuras para todo) escogidos entre sus fieles. 

Los delegados identitarios no serán los únicos catalanes por el mundo. ERC, a través de la Consejería de Empresa y Trabajo, mantiene en el extranjero la red de Acció. Son 40 oficinas en 100 países para ayudar a los empresarios. Si a esas redes les sumamos a Carles Puigdemont y a su séquito, mantener la imagen de la fantasmal república le da un buen pellizco al gasto público. Luego nos preguntamos por qué tenemos los impuestos más altos de España. 

A pesar de los recientes resultados de opinión pública, el descenso del fervor secesionista va a tener poco reflejo en la realidad política. Los independentistas confesos son menos, pero mandan y gastan igual. El nacionalismo ocupa puestos, controla opiniones, contrata a los directivos de TV3 y reparte los presupuestos. Una parte para las consejerías de JxCAT y sus consejeros, y otro tanto para las de ERC y los suyos. En caso de apuro se suben impuestos o se recortan servicios. O las dos cosas. Donde haya dinero, que se quiten las encuestas. Las respuestas de los sondeos, mientras siga la fuerte abstención del constitucionalismo, se las lleva el viento. Ahora ya no somos indepes, pero el dinero y los cargos se siguen repartiendo. Y entre los mismos."                 (Rosa Cullel, Crónica Global, 22/03/22)


 "El independentismo catalán se desinfla. 

Según la encuesta Òmnibus publicada este jueves por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat (CEO)​ --1.200 entrevistas presenciales realizadas entre el 17 de noviembre y el 17 de diciembre pasados--, el apoyo a la secesión de Cataluña ha alcanzado los niveles más bajos de la última década.

En concreto, solo el 38,8% de los entrevistados consideran que "Cataluña ha de ser un Estado independiente", frente a un 53,3% que lo rechaza.

Máximo histórico de los contrarios a la secesión

Se trata del dato más bajo de apoyo a la independencia desde que se tienen registros, que en el caso de esta pregunta se remonta a marzo de 2015. El mayor apoyo a la secesión se registró en octubre de 2017 (coincidiendo con el referéndum ilegal del 1-O), con un 48,7%. Desde entonces, inició un descenso (46,7% en junio de 2018; 44% en julio de 2019; 42% en julio de 2020) hasta llegar al actual 38,8%, que marca un suelo histórico.

Por el contrario, los detractores de la independencia nunca habían alcanzado el 53,3% actual. Los datos máximos se remontan a julio de 2020 (50,4%) y junio de 2015 (50%), mientras que el peor registro de los contrarios a la secesión se produjo en junio de 2016 (42,4%).

La mayoría prefiere ser "una comunidad autónoma"

Preguntados sobre el modelo de Estado, la tendencia es similar. En el estudio presentado este jueves, los partidarios de que Cataluña sea "un Estado independiente" son el 30,7% de los entrevistados, el menor dato desde febrero de 2012 (29%) y muy lejos de los máximos marcados en junio y noviembre de 2013 (47% y 48,5%).

En cambio, los partidarios de que Cataluña "una comunidad autónoma de España" son la opción más elegida, con el 34%, lo que supone el mayor apoyo a esta opción desde octubre de 2010 (34,7%). El mínimo histórica de este modelo se alcanzó en noviembre de 2013, con un 18,6%. 

El federalismo se desinfla frente al regionalismo

Además, los partidarios del modelo federal van a la baja. En concreto, un 19,7% se muestra partidario de que Cataluña sea "un Estado dentro de una España federal". Es el dato más bajo de toda la serie histórica, que se remonta a 2006. Su máximo alcanzó el 36,4% en enero de 2008.

Finalmente, los catalanes que consideran que Cataluña tiene que ser "una región de España" ascienden al 8,4%, lo que supone el mayor apoyo a esta opción desde que se tienen registros. Lejos del 1,8% que marcó su mínimo histórico en octubre de 2014.

Por primera vez, no quieren más autonomía

En sintonía con los datos anteriores, el deseo de incrementar el nivel de autonomía de Cataluña pierde fuelle y, con un 48,9% de apoyo, baja hasta su mínimo histórico (lejos del 72,5% de junio de 2013).

Lógicamente, las opciones contrarias ganan fuerza. Así, los que consideran que Cataluña "ha alcanzado un nivel suficiente de autonomía" son el 34,8% de los encuestados, un dato que solo se había superado en noviembre de 2006. Además, los que dicen que Cataluña tiene "demasiada autonomía" suben al 7,8%, su mayor dato histórico."                  (Alejandro Tercero, Crónica Global, 17/03/22)

7/9/21

El concepto «federal», que hace 10 años nadie ni se lo planteaba, está ahora en el 25%... Los datos nos dicen que el futuro será federal...

"(...) El informe dice que en otoño del año pasado, un 51,3% de los catalanes querían formar parte de España y un 41,8% eran partidarios de la independencia. Es una diferencia grande comparada con otros sondeos

La diferencia ha ido creciendo. Si miramos las series históricas, entre 2013 y el 2018, la independencia es superior a formar parte de España. Poco a poco el predominio del «quiero irme» va decreciendo hasta la diferencia actual. Pero ha habido momentos en que «mantenerse en España» cae.

Cuando preguntas «¿usted qué cree que debería ser Catalunya?», la respuesta ‘un estado independiente’ sigue teniendo un 30%. Históricamente, Comunidad Autónoma estaba en el 60%, la independencia estaba en el 14% y el estado federal, en el 15%.

Han cambiado muchas cosas. El concepto «federal», que hace 10 años nadie ni se lo planteaba, está ahora en el 25%. Aquella idea de que antes habrá la independencia que el federalismo “va a ser que no”. Los datos nos dicen que el futuro será federal.

Pero también se dice que, si hubiera un referéndum, un 44,4% votaría a favor de la independencia y un 33,3% lo haría en contra mientras que un 18,5% no iría a votar. ¿Se podría producir la circunstancia de que la mayoría de los catalanes no quieran la independencia pero que en un referéndum ganaran los que son partidarios de ella?

Las preguntas dicotómicas son de blanco o negro, no describen la pluralidad de una sociedad. Usted en caso de un referéndum, ¿qué votaría? ¿Sí o No? Yo tengo una teoría sobre este tipo de respuesta. Hay mucha gente que diría que Sí sabiendo que es una respuesta sin consecuencias. Pero otra cosa es si el referéndum estuviera convocado para dentro de dos meses. Entonces, sería algo tangible. En cambio hoy, ¿qué consecuencia tiene que yo diga que votaría Sí o No? Ninguna. Es un debate virtual. No es real. Puedo decir Sí hoy, decir No en un mes y volver a decir Sí más tarde. No tiene consecuencias lo que yo diga. Le estás pidiendo a la gente que se defina sobre un supuesto. En cambio, cuando preguntas «¿usted qué cree que debe ser Catalunya?», el estado independiente cae y sólo quedan los estructurales. Si sumas Comunidad Autónoma, federalistas y regionalistas tienes el 70%.

¿Los ciudadanos quieren un referéndum?

De los que están a favor de la independencia sólo un 9,1% creen que es posible. El Sí es una preferencia, en cambio, lo que vale es la creencia. En 1999, en la campaña de Pasqual Maragall, las encuestas decían que los electores preferían que fuera presidente Maragall pero cuando preguntabas quien creían que lo sería, decían que Pujol. Las encuestas nunca dieron una respuesta mayoritaria que creyera que Maragall sería presidente. Ahora pasa con la independencia. La pregunta Sí-No debe situarse en esta lógica. Prefiero la independencia, pero no la creo posible

¿Los independentistas aceptarían un referéndum con una pregunta diferente o con varias opciones?

El 9% que es el núcleo duro, no. La gran mayoría de los ciudadanos quieren más autogobierno. Ni los independentistas creen que la independencia sea posible. Europa ha dicho que no. España ha dicho que no. Como dice Puigdemont esto es un muro, una pared. No la ha superado. Cuando tuvo la oportunidad no la aprovechó. La oportunidad fue el 10 de octubre, aquellos ocho segundos. Nunca había visto el paseo de delante del Parlament tan lleno de televisiones. Aquel día el mundo sí que nos estaba mirando. Y ese día dejó de mirarnos. El mensaje fue: «lo prefiero pero no me lo creo».

En las redes sociales da la sensación de que el independentismo es muy mayoritario. Este 9% se hace notar mucho

Porque está muy bien estructurado, construido. Cuando yo era concejal me seguían en Twitter y cada vez que hacía un mensaje me atacaban automáticamente, me contraprogramaban constantemente. Es una estrategia muy bien diseñada. No lo critico. Alguien pensó que había que controlar las redes. Y realmente las controlan. Es un espacio cohesionado, con un relato, con mensajes. El otro lado sigue siendo un sistema de partidos plural, donde cada uno es cada uno. Y cada uno lucha solo. Esta es la gran diferencia.

Últimamente, sin embargo, en las redes también hay muchos palos entre independentistas

Los independentistas están entrando a la bronca entre ellos. La hegemonía del independentismo se jugará en las elecciones municipales de 2023. La campaña electoral ya ha comenzado en este espacio. Se están posicionando. Tienen que ganar en el territorio. Tendrán que hacer una política jesuítica donde ninguna palabra o concepto pueda ser interpretado de forma que pierdan una parte de su electorado.

Y ver hacia dónde van los jóvenes

El informe dice que la mayoría no es independentista. Esto no era así antes. También hay que analizar el territorio. La hegemonía en el independentismo se jugará en la Catalunya interior, lo que podemos llamar la Catalunya carlista.

(Entrevista a Gabriel Colomé, director académico y de investigación del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales, Siscu Baiges , CatalunyaPlural, 13/07/21)

11/3/21

En España una de las expresiones de la crisis del Estado es el agotamiento del modelo autonómico... es evidente que tiene problemas de diseño... ha puesto en marcha el agravio comparativo como motor del Estado... se ha visto la debilidad de la gestión descentralizada de la Sanidad... es necesario crear espacios de cooperación: Agencias públicas estatales potentes donde se encuentren las agencias autonómicas, por ejemplo...

 "(...)  Joan Coscubiela (Barceloneta, 1954) alcanzó en noviembre de 2017 gran relevancia nacional por sus diatribas en el Parlament contra la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) que votaron los de Carles Puigdemont y Oriol Junqueras junto a la CUP poco después del 1-O.  Lo malo de esa inesperada fama es que Coscubiela dejaría la política tras la DUI. En su primer año de retiro presentó un libro, Empantanados. Y ahora vuelve a la carga con su segunda obra, La pandemia del capitalismo (Planeta). (...)

PREGUNTA: Aunque en La pandemia del capitalismo hay una reflexión global sobre los servicios públicos, el modelo económico o la democracia, hay un elemento que aparece en todo el libro: el agotamiento del modelo autonómico.

RESPUESTA. He trazado una línea entre la crisis de la democracia y otras crisis más locales, y en el caso de España una de esas expresiones de la crisis del Estado es el agotamiento del modelo autonómico. Éste ha recibido ataques injustos alentados por el humo del procès, pero es evidente que tiene problemas de diseño. Ante la falta de un modelo federal, se ha puesto en marcha el agravio comparativo como motor del Estado.

P: Dice que el federalismo sufrió un varapalo en el referéndum por el Estatuto de Andalucía de 1980.

R: No, no tanto el federalismo sino la Constitución, cuyo artículo 2 ["La Constitución se fundamenta en la disoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran"] es absolutamente polimórfico: unidad de Estado a la par que autonomía territorial. Se podía haber resuelto de otra manera: un tratamiento diferencial a las nacionalidades históricas, Euskadi y Cataluña, frente a otros territorios que ni siquiera se habían planteado tener siquiera comunidad autónoma. El referéndum de Andalucía supone un momento decisivo: se ve lo complicado que iba a ser la construcción de un estado autonómico asimétrico que podía haber sido un estado federal.

P: Y de ahí parte el agravio comparativo.

R: Al no tener las fuerzas políticas y sociales un modelo de Estado... la derecha tiene uno, el Estado centralizado; el nacionalismo catalán tiene otro, la independencia; el foralismo vasco y navarro, otro. Pero la izquierda no tiene un modelo de estado que defienda el federalismo. El agravio comparativo se vio en su esplendor en la reforma de los estatutos de autonomía, en la etapa de Zapatero.

P: ¿Cree que el modelo autonómico ha fracasado en la lucha contra el coronavirus?

R: Aquí veo dos cosas que pueden parecer contradictorias pero que para mí no lo son: a nivel político ha habido muchas trabas, pero también creo que ha habido más prácticas federales de las que se reconocen a nivel sanitario, técnico u otras. Pedro Sánchez de repente convocó tantas conferencias de presidentes de golpe... no hay una cultura federal. El federalismo es una cultura.

 P: En el libro lamenta la inexistencia de “mecanismos de cooperación federal”.

R: Hay algo evidente: se ha visto la debilidad de la gestión descentralizada de la Sanidad, la falta de coordinación entre los organismos de Salud Pública. Apunto en el libro a cosas imprescindibles en una reforma del Estado: la necesidad de crear espacios de cooperación. Agencias públicas estatales potentes donde se encuentren las agencias autonómicas, por ejemplo. ¡Y no he dicho que las agencias deban ser simétricas! La masa crítica ciudadana es distinta en un lado y en otro.

P: Es muy crítico con el procés durante la pandemia, al haber este “compartido la estrategia [de la ultraderecha] de desestabilizar a los responsables científicos, técnicos y políticos” del Gobierno central.

R: Quim Torra y Díaz Ayuso, desde lugares contrapuestos, ejercieron el mismo papel: debilitar los espacios de cooperación y descreditar a los técnicos responsables de salud pública. E incluso veo similitudes entre ambos y Trump. Esto no atañe a sus partidos: dirigentes del PP como Feijóo han hecho gala de una actitud responsable. E incluso en Cataluña tras la dimisión forzada de Torra ha habido un cambio en ese sentido a mejor. (...)"                                (Entrevista a Joan Coscubiela, Pablo García, InfoLibre, 26/02/21)

8/1/21

Los independentistas de izquierda ensayan un acercamiento a las izquierdas del conjunto de España con el fin de ampliar su base social. Si lo consiguen, será el final de una agenda progresista en España durante varias generaciones... pues su solidaridad es solo con los "nuestros" y necesariamente frente a los "no nuestros"... en esencia la misma lógica que la de "America first": Cataluña first, Galicia first, Euskadi first... la única salida es refundar un demos común y la experiencia de la lucha contra el COVID ha reforzado antes que debilitado el estado de opinión que apunta en este sentido

 "El procés se ha estrellado, pero ha generado una dinámica de largo recorrido que obliga a pensar en antes y después. Solo es posible orientarse en ella comprendiendo las lógicas diferenciadas que alimentan lo nacional/identitario y el eje izquierda/derecha. Los independentistas de izquierdas consideran que es posible fundir ambas en una sola a pesar de su incompatibilidad.

Su concepción de la solidaridad, que sin duda existe, está y estará siempre subordinada a la lógica nacional del demos que pretenden construir: solidaridad quizás, pero solo con los "nuestros" y necesariamente frente a los "no nuestros", en esencia la misma lógica que la de "America first": Cataluña first, Galicia first, Euskadi first. 

 El procés ha demostrado que el voluntarismo institucional no va a permitir nunca alcanzar la independencia y Esquerra ha iniciado un repliegue táctico al que se suma Bildu y, antes o después, también el BNG. 
 
 Aplicando medidas sociales, apostando por el cambio demográfico y cancelando temporalmente su alianza con las derechas secesionistas, estas fuerzas ensayan un acercamiento a las izquierdas del conjunto de España con el fin de ampliar la base social del independentismo intentando incorporar a sectores populares no nacionalistas castigados por la crisis para iniciar un nuevo procés, esta vez con más apoyo ciudadano y quizás extendido al conjunto de España. 
 
Será el momento en el que volverán a su antigua coalición con la derecha secesionista, pues el eje nacional siempre prevalece frente al social cuando el objetivo último es la independencia. Si lo consiguen, será el final de una agenda progresista en España durante varias generaciones. 

 Unidas Podemos no dispone de una estrategia comparable para el tema territorial. La mayoría de sus dirigentes siguen aferrados a la lectura de la autodeterminación entendiéndola como una cuestión democrática antes que como un problema de definición del demos con capacidad de "decidir", en definitiva siguen aferrados al dogma supremo de los nacionalistas.
 
 Unidas Podemos intenta instrumentalizarlos tácticamente para que les apoyen en sus iniciativas progresistas, una estrategia relativamente normal propia de cualquier escaramuza parlamentaria. Pero la cosa es en realidad al revés, pues son los independentistas los que están instrumentalizando a Unidas Podemos que, al no disponer de una propuesta territorial e identitaria propia, se colocan en una posición de desventaja estructural en el protocolo de las concesiones mutuas. 

 Quizás sin saberlo, su apuesta intuitiva es la de Azaña en los primeros años de la República: los catalanes y vascos tienen derecho a cosas identitarias "blandas" mientras que los "castellanos" se tienen que conformar con conquistar los mecanismos fríos y weberianos de gestión racional del Estado para así poder resistir frente a las cosas "blandas", siempre abrumadoras, de la derecha españolista. 
 
Azaña fue traicionado por los nacionalistas porque ni vascos ni catalanes se conformaban con cosas blandas como él pensaba, sino que su objetivo era y es la construcción de un estado frío y weberiano propio: las "cosas blandas" siempre son la antesala de otras más frías y contundentes. 

Las izquierdas españolas, entre las que se encuentran muchos votantes y dirigentes del PSOE procedentes de las zonas más ricas del país, siguen aferradas a este malentendido que les da argumentos para resistir frente a la derecha. Pero no es una estrategia realista pues la derecha se crece siempre con los enfrentamientos entre identidades excluyentes, con lo cual queda neutralizada la ventaja inicial que obtienen las izquierdas de esta clase de alianzas. 
 
Unidas Podemos cree que el problema se puede solucionar retóricamente repitiendo "nuestra patria" cada vez que se habla de justicia social y de Constitución. Pero esto es subestimar el peso político de las "cosas blandas", ignorar que ni el demos español ni ningún otro puede subsistir sin ellas, sin un relato identitario consensuado y coherente que trascienda la retórica. 
 
Esta clase de relato no pasa en España por sustituir el nacionalismo lingüístico al norte del Ebro y del Miño por el nacionalismo lingüístico de tiempos pasados sino –entre otras cosas que incluyen la revisión del título octavo– por impulsar una política de pluralismo lingüístico en todo el territorio, un pluralismo que irá fraguando una nueva identidad compartida y esa lealtad imprescindible para construir un todo federal y simétrico inspirado en principios republicanos. 

La derecha española ni es inocente ni es ajena a esta dinámica. Su patrimonialización sentimental del demos nacional y sus constantes intentos de expulsar de él a la izquierda como estrategia de defensa de su agenda socioeconómica arrojan a esta última a la orfandad identitaria y, desde ahí, a los brazos de los que diseñan desde hace décadas la destrucción del demos español, la inevitable balcanización de la Península Ibérica. 

Pero tampoco sirve el sectarismo frente a conservadores y liberales como hacen no pocos progresistas, incluidos los que reivindican hoy una Tercera República. Si, como tarde tras el procés, se hace más y más evidente que hay que inventar una nueva nación de nacionalidades, también liberales y conservadores tienen que participar en el proceso pues representan la mitad del país. Pero así como las izquierdas tienen que aprender a aceptarlos, también estos tienen que aceptar de una vez por todas que a la izquierda del centro-izquierda vive una parte también sustancial del país, y que las opiniones opuestas al neoliberalismo no significan pretender destruirlo. 
 
Conservadores y liberales solo tendrían que seguirle los pasos a Adolfo Suárez, que entendió en 1977 que sin la legalización del PCE no era viable una democracia parlamentaria de tipo occidental, y menos aún el demos constitucional que tocaba construir y que toca reconstruir ahora. Antes que insistir en la expulsión de las izquierdas estigmatizándolas de "radicales" –el radicalismo afecta hoy más bien a la ortodoxia neoliberal– la aportación de los conservadores a la refundación del demos común debía ser el arrinconamiento del golpismo ideológico de la ultraderecha, así como el rescate de las tradiciones del humanismo cristiano en beneficio del conjunto del país. 

También los liberales tienen que mover ficha redescubriendo su propia tradición humanista –por ejemplo a John Rawls y J. M. Keynes– antes que insistir en el ultraliberalismo antihumanista de Von Hayek o Milton Friedman que, por lo demás, no ofrece solución alguna a los problemas globales que se han agudizado tras las crisis de 2008 y del COVID. 
 
Como ha demostrado Thomas Picketty, no hay posibilidad de crear un demos democrático, un orden civilizado y un espacio de identidad compartida sin hablar de solidaridad no solo entre territorios, como conceden al menos formalmente los liberales españoles –no siempre los conservadores– sino también entre clases y grupos sociales. 
 
No hay otra forma de asegurar que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos en todo el territorio, y no va a ser posible arrinconar a los independentisas –confesos o no– sin una propuesta sincera de solidaridad tanto interterritorial como también social, pues estamos hablando del tercer fundamento –junto con la igualdad y la libertad– de cualquier demos construido sobre bases civilizadas. 

El problema es la cultura del corto plazo, que contrasta con los largos recorridos estratégicos de los nacionalistas y que impide arrostrar el bloqueo secular que sufre la idea de España desde el siglo XIX. Tanto Unidas Podemos hoy como Felipe González o José María Aznar antes que ellos hicieron concesiones estratégicas a los nacionalistas a cambio de apoyos coyunturales. 
 
No habría sido grave, como tampoco lo es que Bildu apoye hoy los presupuestos, si detrás hubiera una estrategia realista de construcción de país sobre la que avanzar a medio y largo plazo. Pero esa estrategia no existía ni existe entre los partidos de ámbito estatal sean de izquierdas o de derechas, lo cual les condena a navegar en un pobre "aquí y ahora" mientras otros exploran escenarios para la balcanización pacífica del sudoeste de Europa. 

El procés ha generado una dinámica que tiende a reforzar a los independentistas. Pero también puede provocar otra que, por fin, actúe en sentido contrario, pues ha dejado al descubierto el coste del mirar a otro lado o del aferrarse al pasado: la única salida es refundar un demos común y la experiencia de la lucha contra el COVID ha reforzado antes que debilitado el estado de opinión que apunta en este sentido. 
 
Tenemos que ponerle fin a la cultura confederalizante a la que ha llevado el desarrollo del actual Título Octavo, basada en la conquista de relaciones bilaterales entre el Gobierno central y los territorios mientras persiste la pelea entre todos ellos debajo de la mesa. En 1978 no se abordó el problema de la identidad común por diferentes razones, pero es imposible crear un espacio federal y solidario sin la construcción de una serie de "cosas blandas" que nos puedan unir a todos, y no solo a catalanes y vascos entre sí como equivocadamente sostuvo Azaña con toda su buena voluntad. 

Hay que forjar un gran pacto para la creación de un demos federal, solidario y tendencialmente simétrico del que siempre quedará fuera ese 30% del país que siempre va a oponerse, pero que debería tener capacidad de incluir a todo el resto. Todos los actores interesados en participar tienen que aprender a salir fuera de su zona de confort ideológico en temas identitarios, de la deprimente ceguera, de la cultura del corto plazo. 
 
El nuevo demos no solo tendrá que reconocer la pluralidad ideológica sino también la lingüística y cultural del conjunto del territorio, entendida como algo más que la simple suma de sus trozos. Por mucho que hoy parezca utópico e imposible sin serlo en absoluto, es la única solución. Y además encierra una clave: la clave para impulsar el propio proyecto de integración europea, la clave para impulsar cualquier proyecto de construcción multilateral del mundo."                 
 

16/12/20

Desfeudalizar el Estado autonómico... o la corriente subterránea de malestar entre los españoles, avisada de unas disfunciones descubiertas por la pandemia, y molesta por las coacciones identitarias en que incurren ciertas autonomías, terminará por desembocar en un neocentralismo sin miramientos

 "Se llama Central Remota para las Operaciones de Socorro Sanitario (CROSS en su sigla) y tiene una tarea fundamental: cuando una región agota las camas disponibles en sus hospitales, el sistema se activa buscando soluciones para el traslado de los pacientes a estructuras hospitalarias de regiones limítrofes. ¿España? Va a ser que no: Italia. 

Un país que, al igual que el nuestro, tiene su sanidad descentralizada por mandato constitucional igual que el nuestro. En lo peor de la pandemia, durante los 67 días transcurridos desde el 9 de marzo hasta el 20 de mayo, fueron 116 los italianos pacientes de COVID-19 u otras enfermedades que, mediante ambulancia, helicóptero o avión, fueron transferidos de su lugar de residencia a una región que podía darles cuidado. También en Francia, al saturarse las capacidades sanitarias de París, se medicalizaron trenes de alta velocidad para trasladar pacientes a regiones menos golpeadas por el virus. 

Nada de esto ocurrió en España. El Ministerio de Sanidad español llegó a anunciar que contemplaba la movilidad intercomunitaria de pacientes y el Ministerio de Fomento dijo haber medicalizado vagones de tren que, sin embargo, nunca fueron usados. La falta de protocolos claros y conocidos dejó los casos de traslados entre comunidades en anecdóticos. En Murcia se recibieron dos pacientes de Albacete. El préstamo de equipamientos sanitarios tampoco fue un recurso optimizado. 

El presidente gallego Núñez Feijoo tuvo que defender en el parlamento de Galicia la decisión de enviar respiradores a Madrid en el pico de la crisis. Le reñía Antón Sánchez, el portavoz del Grupo Común da Esquerda: la izquierda.

 Evitemos la demagogia. Trasladar un paciente a larga distancia no es fácil y a menudo ni siquiera es aconsejable. Pero si hay un país donde hubiera ayudado la existencia de protocolos que lo facilitaran ese es España. Pero España, como quien dijo, is different. En 2018, el Congreso tumbó, con los votos en contra de PSOE, Podemos y los grupos nacionalistas, la propuesta de Ciudadanos de crear una tarjeta sanitaria única y un historial clínico digital accesible desde cualquier punto del país. 

No es que la propuesta se juzgase centralista, que también: es que se juzgó “retrógrada”: “Qué poco entiende usted el Estado autonómico”, reprochó la representante socialista a Francisco Igea, a la sazón portavoz de Ciudadanos en materia sanitaria. Cierto: los sistemas pueden ser “interoperables”, pero mejor que eso, para facilitar la vida al usuario, es que sean comunes. Pero “común” es, ay, la palabra tabú en España, que enciende todas las sirenas, eriza todos los cabellos, borra todas las sonrisas y amotina, ay, a todas las izquierdas (o al menos, a los partidos que se presentan bajo esa advocación espacial). 

No, si es común no se puede. Trabajoso y problemoso ha sido ya que el app de rastreo de contagios del Covid-19 fuese común, aunque, a la vista está, dada su deficiente implantación, que decir “interoperabilidad” no equivale a conseguirla. (Con esta nota esquizofrénica añadida: los partidos que rehúsan como gato panza arriba los procesos de armonización y comunitarización en el marco español, los promueven y celebran en el ámbito europeo como signo de progreso; como si el rancho aparte que pide Puigdemont fuera bueno y malo el que pide Orban). 

Pero cosamos todavía un botón más en esta muestra: ante el debate en torno a si hay profesionales de la medicina en número bastante en España para capear la crisis sanitaria, me entero, leyendo a Rafael Matesanz (ABC, 27 de septiembre) que no existe en España un registro estatal de médicos, “algo tan elemental que nos permitiera saber en cada momento las disponibilidades, prever jubilaciones y planificar las necesidades con antelación, ha sido reiteradamente solicitado por las organizaciones profesionales, prometido por distintos ministros y nunca llevado a cabo”. 

La autoridad de Matesanz proviene, dicho sea de paso, del prestigio que le otorga haber llevado a la excelencia mundial una de las pocas cosas que los españoles aún tenemos en común, la Organización Nacional de Trasplantes. Por ahora los órganos vitales de los ciudadanos españoles no sufren tacha de “invadir competencias”. Se ve que el centralismo no es obstáculo para que te donen un riñón.

Se equivocará quien piense que este escribano es un porfiado jacobino, cuyo escaso caletre no le alcanza para saber que España es un país plural y diverso. Antes al contrario, el que suscribe, sin creer que el centralismo sea anatema, se cuenta entre los españoles que consideran que la planta organizativa federal es la que más se adapta a la estructura territorial del país. 

A condición, claro, de que ese federalismo sea racional, a veces cooperativo y otras competitivo, pero siempre en beneficio de los ciudadanos; respetuoso de las diferencias, pero no al servicio de ellas. Que en eso ha derivado el Estado autonómico: en el teatro donde, en lugar de permitir que lo propio y lo común afloren de manera espontánea, lo privativo de cada parte se fuerza y compele y escenifica, y donde lo común español, que sin duda existe tras de una convivencia vieja de siglos, se ahoga y sofoca y estigmatiza cuando no se prohíbe directamente. 

Incluso, se echa de ver, en ámbitos aparentemente distantes de la identidad histórica, como es la salud de las personas. Y lo que antes era tabú es ya una no pequeña corriente subterránea de opinión: que el Estado autonómico, tal y como se ha configurado -es decir, al sabor de los nacionalismos subestatales- trae ventajas a las elites regionales creadas al cobijo de su presupuesto, pero empieza a perjudicar no solo la convivencia sino también las oportunidades de reforma y relanzamiento económico del país.

 Un reflejo de esta tendencia aislacionista de las comunidades autónomas podría estar en los datos que certifican la escasa movilidad interna de los españoles. Y digo “podría” porque no hay, que yo sepa, estudios que examinen si los niveles de migración interna dentro de España, ciertamente bajos en un análisis comparado, guardan relación con el progresivo enroque autonómico. 

Lo que sabemos, gracias a las cifras que proporciona el Servicio Público de Empleo Estatal, es que la tasa de movilidad entre comunidades autónomas, esto es, la proporción de contratos que obligan a cambiar de lugar a una persona, oscila entre el 8% y el 12% según el año (y el porcentaje baja por debajo del 5% cuando se refiere solo a desempleados que buscan empleo). 

Considerando que la mayor parte de esos contratos se agrupan en actividades de temporada (hostelería y agricultura) el panorama es el de un español medio que se mueve poco o nada, acusando acaso atributos estables de una cultura sedentaria, pero quizá también por los pocos incentivos que el sistema autonómico genera para moverse de una comunidad a otra. 

De hecho, no es temerario afirmar que desde ciertos gobiernos no se hace ningún esfuerzo por atraer gente de otras regiones, y eso cuando el esfuerzo no es por ahuyentarlos. Los procesos de las administraciones públicas autonómicas, que cada vez traen más trabas al candidato foráneo, son indicio de que la intención no es fomentar la movilidad. Por sectores, el caso más claro quizá sea el universitario: en España un 70% de profesores trabaja en el centro donde obtuvo el doctorado

 Y si de los discentes se trata, empieza a ser habitual que alumnos de distintas regiones de España traben relación entre ellos antes en Pisa, Lovaina, Estocolmo o la ciudad europea donde el Programa Erasmus les lleve, que en alguna bella localidad de ese país cuasi extranjero llamado resto-de-España. Por regiones, el caso más conspicuo de ensimismamiento es el catalán: conforme los datos que ofrece el Instituto Nacional de Estadística sobre saldo migratorio entre comunidades, se da el curioso (pero poco sorprendente) fenómeno de una comunidad de renta alta como Cataluña que empieza a comportarse como un demógrafo esperaría que lo hiciese una región de renta baja: expulsando gente. 

Cualquiera que sea la explicación de este fenómeno, un factor insoslayable es lo poco que apetece vivir allí donde la construcción de una identidad que excluye por decreto todo lo español se ha convertido en el molesto sonido omnizumbante que acompaña a la vida familiar y profesional.

Cuius autonomia, eius identitas

 La deriva adquiere un aspecto medieval. Más que taifas musulmanas, en las que, al fin y al cabo, hasta donde sabemos, había cierta libertad de culto y tolerancia con fieles de otras religiones, las comunidades autónomas españoles adoptan la fisonomía de dogmáticos feudos medievales (no en balde los líderes de las franquicias autonómicas de los partidos reciben el remoquete de “barones”) donde impera una nueva gleba, la de la “identidad”, que como argolla en el tobillo, ata al nuevo siervo, el ciudadano, a un territorio al que se atribuyen por ley rasgos culturales unívocos y prefijados, contrayendo la libertad y autonomía de las personas para realizar su plan de vida. 

Hasta algo tan íntimo con la lengua que uno desea hablar y transmitir a sus hijos está sujeta a la terca interferencia del señor autonómico. Hemos sabido de campañas de ayuntamientos que envían cartas a sus hijos invitándoles a que a la hora del registro, se usen nombres vernáculos y cambien la grafía de los apellidos a “la lengua propia”, no vaya a ser que el niño o la niña no se adapte. Lo mismo sucede con la pertinaz querella en torno a la lengua vehicular. 

Huelga decirlo, pero digámoslo tantas veces como sea necesario para atravesar la empalizada de mentiras que rodea este debate: la exclusión legal de la lengua española de su condición de lengua vehicular en buena parte del Estado, vaciándolo efectivamente de contenido su condición de lengua co-oficial de algunas comunidades, es una barrabasada educativa y política sin parangón en democracias plurilingües. También aquí parece haberse impuesto el principio de que manda el territorio sobre el ciudadano. Lo ha explicitado con gran claridad la portavoz del gobierno, Maria Jesús Montero. 

En recientes declaraciones, al arrimo de la polémica suscitada por la nueva ley de educación, ha formulado con inusitada nitidez la doctrina que subyace a la supresión del español como lengua vehicular: “Hay que dialogar para intentar consensuar un texto que reconozca la libertad y diversidad de nuestro país”, para que así “cada uno se pueda expresar también en las condiciones que le marca su propio territorio”. Repitamos: “que cada uno se pueda expresar también en las condiciones que le marca su propio territorio”. En la primera frase se nos promete libertad. En la segunda esa libertad ha marchitado y hay que obedecer el telúrico mandato de la tierra.

 Al oír estas declaraciones, de inmediato recordé el viejo lema de la Europa anterior a la Revolución Francesa: Cuius regio, eius religio. Quiere decir: a cada uno la religión de su rey. No hay elección. Si uno vive bajo un monarca o señor católico, pues católico. Si lo hace bajo un señor o monarca protestante, pues protestante. La confesión religiosa del príncipe será la de todos sus súbditos. Tal fue el arreglo pactado en la Paz de Augsburgo en 1555 para poner fin a las guerras de religión en Europa. 

Un principio antipluralista abolido siglos más tarde por la Europa liberal, fundadora de la libertad de conciencia y de culto. La deriva neomedieval de la España autonómica rescata el principio para la nueva religión del siglo: la de la identidad, que en nuestro país se concreta sobre todo en identidad etnolingüística. La nueva divisa, en latín macarrónico, podría ser esta: Cuius autonomia, eius identitas. ¿Y bien? podría decir alguien. ¿No es cierto acaso que en nuestro país se hablan varias lenguas y todas ellas merecen nuestra estima, y las minoritarias, protección y fomento? Tan razonable y cierto es que tal fue el acuerdo del 78: que todas las lenguas de nuestro país eran españolas y que todas las tradiciones culturales que se expresan esas lenguas tenían cabida en él.

 Pero no es lo mismo un país plural y mestizo, donde cada cual tiene libertad para conjugar diversos niveles de pertenencia, que una sucesión de uniformidades yuxtapuestas en régimen de monocultivo identitario. Esta es la perversión: querer conjugar la máxima cantidad de diferencia entre comunidades con la máxima cantidad posible de uniformismo dentro de la comunidad. Es decir, la destrucción de la pluralidad española, que, por fuerza, ha de apoyarse en una unidad previa, base necesaria de la mezcla. 

Común y propio: tal es el binomio determinante de la realidad histórica de España cuando se la permite respirar en paz: si falta lo propio, la comunidad es injusta; si falta la común, no hay comunidad. La España del 78 dijo que todas las lenguas del país eran españolas y, con justicia y buen sentido, abrió escuelas en catalán, vasco y gallego. Algunas comunidades han dicho: solo una de las lenguas aquí habladas es propia, y cierran las puertas a la enseñanza en español, que también es, digo yo, lengua española. Ese no era el trato. 

Ese no era el trato, y aunque aún se hallan doctores Pangloss del Estado autonómico, que insisten en lo mucho bueno que la descentralización ha aportado a nuestra vida (y no les falta razón en ciertos casos), cada vez, como decía, son más quienes creen que el saldo entre lo bueno y lo malo se vence de lo malo. 

Personas que están de acuerdo con Benito Arruñada -catedrático de organización de empresas de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona y una de las voces críticas- cuando escribe que “dejando a un lado el interés de los propios políticos y funcionarios en multiplicar sus empleos, empieza a estar claro que el único motivo para mantener las autonomías es el de reforzar nuestras identidades regionales” (Autonomías, ¿para qué? Voz Pópuli, 6 de septiembre) O léase también al eurodiputado de Ciudadanos y prestigioso economista Luis Garicano (El fracaso del Estado autonómico, El Español, 5 de septiembre), que observa, menos tajante que Arruñada, como “la deslealtad de los que promovieron el desmantelamiento del Estado y el cortoplacismo y la ceguera de quienes lo permitieron han pasado factura durante la pandemia”. 

Como se ve, el malestar va en aumento. Un nuevo motivo de queja, por cierto, es la desigualdad fiscal. Así es: desde 1997, las comunidades autónomas de régimen común tienen poder para modificar impuestos. Y aunque las reglas y los márgenes son los mismos para todas, la política de baja presión impositiva de la Comunidad de Madrid viene siendo tachada de desleal por parte de otras comunidades. Doble incongruencia: la queja proviene de las regiones más celosas de su autonomía, aquellas que querrían descentralizar hasta los arreglos del himno, mientras se calla piadosamente sobre las muy discutibles ventajas privativas de las dos comunidades forales, egregio caso de desigualdad fiscal en el Estado. 

En fin, sean cuales fueren las razones, si llevamos tiempo escuchando que el Estado autonómico es insuficiente para las élites de los nacionalismos subestatales, tanto se ha tensado la cuerda, que ahora la tenemos rota también por el otro cabo: la que agrupa a los españoles que consideran que el equilibrio territorial pactado del 78, tal y como se ha plasmado en sucesivas rondas descentralizadoras sin aparente final, tampoco les vale a ellos: desean más autonomía, sí… pero para la Administración General del Estado. Ya hay un partido, Vox, que crece casi exclusivamente al calor de ese renacido anti-autonomismo que los analistas harían mal en creer fenómeno únicamente mesetario. El desenlace de esta querella política no está escrito. 

Merece la pena insistir: uno puede seguir pensando que la mejor planta organizativa para el Estado, la que más se ajusta a la constitución histórica del país, es la federal o autonómica, y al mismo tiempo creer que de no proceder a una rápida desfeudalización del Estado autonómico realmente existente, la corriente subterránea (y cada vez más terránea) de malestar entre los españoles, avisada de unas disfunciones descubiertas por la pandemia, y molesta por las coacciones identitarias en que incurren ciertas autonomías, terminará por desembocar en un neocentralismo sin miramientos. 

Si todavía hay en España unitaristas que desean salvar el pacto autonómico o persuadir a la opinión pública de que el federalismo es la fórmula más apta de reparto territorial de poder, mi consejo es que admitan sin más demora la deriva neomedieval del Estado de las autonomías hoy vigente y propongan mecanismos de corrección para que, en la mejor tradición del principio de subsidiaridad, el autogobierno vuelva a ponerse al servicio de las personas y deje de estarlo al de las identidades “históricas” y sus autodesignados fideicomisarios.

 Juan Claudio de Ramón Jacob (Madrid, 1982) es escritor. Se licenció en Derecho y en Filosofía. Le interesan la historia de las ideas políticas y el futuro de España y de Europa. Colabora en medios como El Mundo, El País, The Objective, Letras Libres, Revista de Libros, Jot Down, Claves de Razón Práctica, Nueva Revista y El Ciervo. En 2018 publicó Canadiana: viaje al país de las segundas oportunidades (Debate) y Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña (Deusto). Participó en la obra colectiva Anatomía del procés: claves de la mayor crisis de la democracia española (Debate). Con Aurora Nacarino-Brabo coordinó La España de Abel: 40 jóvenes españoles contra el cainismo en el 40.º aniversario de la Constitución española (Deusto). Su artículo “El final del paradigma Ortega-Cambó” mereció el VIII Premio Antonio Fontán de Periodismo Político."               (Juan Claudio de Ramón Jacob, Notario del s.XXI, Nov-Dic 2020, nº 94)