"El procés se ha estrellado, pero ha generado una dinámica de largo
recorrido que obliga a pensar en antes y después. Solo es posible
orientarse en ella comprendiendo las lógicas diferenciadas que alimentan
lo nacional/identitario y el eje izquierda/derecha. Los
independentistas de izquierdas consideran que es posible fundir ambas en
una sola a pesar de su incompatibilidad.
Su concepción de la
solidaridad, que sin duda existe, está y estará siempre subordinada a la
lógica nacional del demos que pretenden construir: solidaridad quizás,
pero solo con los "nuestros" y necesariamente frente a los "no
nuestros", en esencia la misma lógica que la de "America first":
Cataluña first, Galicia first, Euskadi first.
El
procés ha demostrado que el voluntarismo institucional no va a permitir
nunca alcanzar la independencia y Esquerra ha iniciado un repliegue
táctico al que se suma Bildu y, antes o después, también el BNG.
Aplicando medidas sociales, apostando por el cambio demográfico y
cancelando temporalmente su alianza con las derechas secesionistas,
estas fuerzas ensayan un acercamiento a las izquierdas del conjunto de
España con el fin de ampliar la base social del independentismo
intentando incorporar a sectores populares no nacionalistas castigados
por la crisis para iniciar un nuevo procés, esta vez con más apoyo
ciudadano y quizás extendido al conjunto de España.
Será el momento en
el que volverán a su antigua coalición con la derecha secesionista, pues
el eje nacional siempre prevalece frente al social cuando el objetivo
último es la independencia. Si lo consiguen, será el final de una agenda
progresista en España durante varias generaciones.
Unidas
Podemos no dispone de una estrategia comparable para el tema
territorial. La mayoría de sus dirigentes siguen aferrados a la lectura
de la autodeterminación entendiéndola como una cuestión democrática
antes que como un problema de definición del demos con capacidad de
"decidir", en definitiva siguen aferrados al dogma supremo de los
nacionalistas.
Unidas Podemos intenta instrumentalizarlos tácticamente
para que les apoyen en sus iniciativas progresistas, una estrategia
relativamente normal propia de cualquier escaramuza parlamentaria. Pero
la cosa es en realidad al revés, pues son los independentistas los que
están instrumentalizando a Unidas Podemos que, al no disponer de una
propuesta territorial e identitaria propia, se colocan en una posición
de desventaja estructural en el protocolo de las concesiones mutuas.
Quizás
sin saberlo, su apuesta intuitiva es la de Azaña en los primeros años de
la República: los catalanes y vascos tienen derecho a cosas identitarias
"blandas" mientras que los "castellanos" se tienen que conformar con
conquistar los mecanismos fríos y weberianos de gestión racional del
Estado para así poder resistir frente a las cosas "blandas", siempre
abrumadoras, de la derecha españolista.
Azaña fue traicionado por los
nacionalistas porque ni vascos ni catalanes se conformaban con cosas
blandas como él pensaba, sino que su objetivo era y es la construcción
de un estado frío y weberiano propio: las "cosas blandas" siempre son la
antesala de otras más frías y contundentes.
Las
izquierdas españolas, entre las que se encuentran muchos votantes y
dirigentes del PSOE procedentes de las zonas más ricas del país, siguen
aferradas a este malentendido que les da argumentos para resistir frente
a la derecha. Pero no es una estrategia realista pues la derecha se
crece siempre con los enfrentamientos entre identidades excluyentes, con
lo cual queda neutralizada la ventaja inicial que obtienen las
izquierdas de esta clase de alianzas.
Unidas Podemos cree que el
problema se puede solucionar retóricamente repitiendo "nuestra patria"
cada vez que se habla de justicia social y de Constitución. Pero esto es
subestimar el peso político de las "cosas blandas", ignorar que ni el
demos español ni ningún otro puede subsistir sin ellas, sin un relato
identitario consensuado y coherente que trascienda la retórica.
Esta
clase de relato no pasa en España por sustituir el nacionalismo
lingüístico al norte del Ebro y del Miño por el nacionalismo lingüístico
de tiempos pasados sino –entre otras cosas que incluyen la revisión del
título octavo– por impulsar una política de pluralismo lingüístico en
todo el territorio, un pluralismo que irá fraguando una nueva identidad
compartida y esa lealtad imprescindible para construir un todo federal y
simétrico inspirado en principios republicanos.
La
derecha española ni es inocente ni es ajena a esta dinámica. Su
patrimonialización sentimental del demos nacional y sus constantes
intentos de expulsar de él a la izquierda como estrategia de defensa de
su agenda socioeconómica arrojan a esta última a la orfandad identitaria
y, desde ahí, a los brazos de los que diseñan desde hace décadas la
destrucción del demos español, la inevitable balcanización de la
Península Ibérica.
Pero tampoco sirve el
sectarismo frente a conservadores y liberales como hacen no pocos
progresistas, incluidos los que reivindican hoy una Tercera República.
Si, como tarde tras el procés, se hace más y más evidente que hay que
inventar una nueva nación de nacionalidades, también liberales y
conservadores tienen que participar en el proceso pues representan la
mitad del país. Pero así como las izquierdas tienen que aprender a
aceptarlos, también estos tienen que aceptar de una vez por todas que a
la izquierda del centro-izquierda vive una parte también sustancial del
país, y que las opiniones opuestas al neoliberalismo no significan
pretender destruirlo.
Conservadores y liberales solo tendrían que
seguirle los pasos a Adolfo Suárez, que entendió en 1977 que sin la
legalización del PCE no era viable una democracia parlamentaria de tipo
occidental, y menos aún el demos constitucional que tocaba construir y
que toca reconstruir ahora. Antes que insistir en la expulsión de las
izquierdas estigmatizándolas de "radicales" –el radicalismo afecta hoy
más bien a la ortodoxia neoliberal– la aportación de los conservadores a
la refundación del demos común debía ser el arrinconamiento del
golpismo ideológico de la ultraderecha, así como el rescate de las
tradiciones del humanismo cristiano en beneficio del conjunto del país.
También
los liberales tienen que mover ficha redescubriendo su propia tradición
humanista –por ejemplo a John Rawls y J. M. Keynes– antes que insistir
en el ultraliberalismo antihumanista de Von Hayek o Milton Friedman que,
por lo demás, no ofrece solución alguna a los problemas globales que se
han agudizado tras las crisis de 2008 y del COVID.
Como ha demostrado
Thomas Picketty, no hay posibilidad de crear un demos democrático, un
orden civilizado y un espacio de identidad compartida sin hablar de
solidaridad no solo entre territorios, como conceden al menos
formalmente los liberales españoles –no siempre los conservadores– sino
también entre clases y grupos sociales.
No hay otra forma de asegurar
que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos en todo el
territorio, y no va a ser posible arrinconar a los independentisas
–confesos o no– sin una propuesta sincera de solidaridad tanto
interterritorial como también social, pues estamos hablando del tercer
fundamento –junto con la igualdad y la libertad– de cualquier demos
construido sobre bases civilizadas.
El
problema es la cultura del corto plazo, que contrasta con los largos
recorridos estratégicos de los nacionalistas y que impide arrostrar el
bloqueo secular que sufre la idea de España desde el siglo XIX. Tanto
Unidas Podemos hoy como Felipe González o José María Aznar antes que
ellos hicieron concesiones estratégicas a los nacionalistas a cambio de
apoyos coyunturales.
No habría sido grave, como tampoco lo es que Bildu
apoye hoy los presupuestos, si detrás hubiera una estrategia realista de
construcción de país sobre la que avanzar a medio y largo plazo. Pero
esa estrategia no existía ni existe entre los partidos de ámbito estatal
sean de izquierdas o de derechas, lo cual les condena a navegar en un
pobre "aquí y ahora" mientras otros exploran escenarios para la
balcanización pacífica del sudoeste de Europa.
El
procés ha generado una dinámica que tiende a reforzar a los
independentistas. Pero también puede provocar otra que, por fin, actúe
en sentido contrario, pues ha dejado al descubierto el coste del mirar a
otro lado o del aferrarse al pasado: la única salida es refundar un
demos común y la experiencia de la lucha contra el COVID ha reforzado
antes que debilitado el estado de opinión que apunta en este sentido.
Tenemos que ponerle fin a la cultura confederalizante a la que ha
llevado el desarrollo del actual Título Octavo, basada en la conquista
de relaciones bilaterales entre el Gobierno central y los territorios
mientras persiste la pelea entre todos ellos debajo de la mesa. En 1978
no se abordó el problema de la identidad común por diferentes razones,
pero es imposible crear un espacio federal y solidario sin la
construcción de una serie de "cosas blandas" que nos puedan unir a
todos, y no solo a catalanes y vascos entre sí como equivocadamente
sostuvo Azaña con toda su buena voluntad.
Hay
que forjar un gran pacto para la creación de un demos federal, solidario
y tendencialmente simétrico del que siempre quedará fuera ese 30% del
país que siempre va a oponerse, pero que debería tener capacidad de
incluir a todo el resto. Todos los actores interesados en participar
tienen que aprender a salir fuera de su zona de confort ideológico en
temas identitarios, de la deprimente ceguera, de la cultura del corto
plazo.
El nuevo demos no solo tendrá que reconocer la pluralidad
ideológica sino también la lingüística y cultural del conjunto del
territorio, entendida como algo más que la simple suma de sus trozos.
Por mucho que hoy parezca utópico e imposible sin serlo en absoluto, es
la única solución. Y además encierra una clave: la clave para impulsar
el propio proyecto de integración europea, la clave para impulsar
cualquier proyecto de construcción multilateral del mundo."
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