"Martín Alonso Zarra (Ávila, 1951) asegura, como Tony Judt, que el nacionalismo es el germen de todos los errores -y horrores- que han asolado a Occidente durante el último siglo. Y lo dice con conocimiento de causa.
El filósofo, sociólogo y psicólogo, doctor en Ciencias Políticas, ha dedicado toda su obra a reflexionar sobre el mito, la identidad de grupo y la retórica de la violencia, que son el abecé de todo proyecto nacionalista.
Ese compromiso lo ha reconocido COVITE otorgándole el XX Premio Internacional por su "sólida e impecable trayectoria intelectual en la que ha analizado minuciosamente los discursos legitimadores de la violencia terrorista".
¿Entraría dentro de esta consideración el discurso que pronunció Otegi con motivo del décimo aniversario del fin de ETA?
Ni Otegi ni esa declaración merecen una millonésima parte de la atención que se les ha prestado. Forma parte de un tacticismo de su colectivo, que se dirige hacia legitimación retrospectiva en términos prácticos. En los cinco puntos de la declaración no hay ningún elemento novedoso. Uno de ellos, sólo uno, hace referencia a las víctimas. Los otros tienen que ver con el autobombo y el repertorio habitual. El último, de hecho, incide en el "conflicto", que es ese talismán misterioso y milagroso que todo lo explica. Las víctimas están de paso, y a modo de concesión para la galería.
A
mí me llama la atención la escenificación, la artificiosidad del
discurso. No hay ningún tipo de sintonía entre las palabras proferidas
acerca del daño y la propia expresión no verbal del emisor. No hay signo
de aflicción, de sentimiento. Y todo lo que ha pasado después ha
confirmado esta disociación. Todo lo que se hable de esa declaración y
de Otegi sólo sirve a su marketing político.
Apunta usted algo interesante: más allá del contenido del discurso está el continente. En este sentido, no hay que olvidar que Arnaldo Otegi y Arkaitz Rodríguez son ex miembros de ETA. Un mal recipiente para el mensaje.
Ciertamente hay que pedir las credenciales al emisor. Las personas nos equivocamos y tenemos derecho a cambiar y a una segunda oportunidad, pero no es el caso de estas personas. Otegi ha elogiado el papel de algunas víctimas a propósito de un filme reciente, Maixabel, pero no ha dicho nada de los arrepentidos que hablaban con ella.
¿Qué sucede? Quiere dar a entender que hay víctimas excelentes, que son las que perdonan, ¿pero acaso no hay presos excelentes? ¿Y estos quiénes son? ¿Los que reciben los ongi etorris y el apoyo de quienes se manifestaron el sábado pasado en San Sebastián o los que hablan con Maixabel?
Otegi no tiene legitimidad, habla del legado letal
de ETA como si fuera una cosa que acaeció, como un accidente
meteorológico. Pero no. ETA actuó así porque había una estructura
discursiva de legitimación, y porque había actores dispuestos a diseñar
objetivos. Y hablo de objetivos en la doble acepción: los objetivos como
fines etnonacionalistas y las dianas, personas que había que
eliminar porque estorbaban. La autocrítica es una tarea pendiente que no
parece estar en los planes inmediatos del sector de la sociedad vasca
que representa Otegi.
Durante la marcha proetarra que se celebró el sábado pasado en San Sebastián algunos de los manifestantes cantaron a víctimas de ETA -Covite- "vosotros, facistas, sois los terroristas".
Desgraciadamente este no es un hecho diferencial vasco. ETA utilizaba el término fascista del mismo modo que lo utilizan los sectores hiperventilados del procés en Cataluña contra Impulso Ciudadano, Asociación por una Escuela Bilingüe, Sociedad Civil Catalana, S'ha Acabat o cualquiera que no esté de acuerdo con el credo independentista. En el País Vasco todos los señalados por ETA eran sistemáticamente tildados de una lista larga de conceptos denigrantes, desde txakurra ("perro" en euskera) a españolista o fascista.
Esta inversión del lenguaje es típica de todos los credos violentos, porque autoriza a matar o dañar atribuyendo connotaciones negativas al destinatario. Que los que matan llamen fascistas a los asesinados o a los familiares de los asesinados denota una degradación moral muy honda.
Hoy en día se habla mucho de "discurso de odio", pero rara vez para atribuírselo a los nacionalismos periféricos.
El discurso de odio es una práctica que, como decía Descartes del sentido común, está muy repartida. Lo que como sociedad importa es adoptar las medidas y las prácticas preventivas necesarias para que estas formaciones tóxicas no tengan espacio. Es bien sabido que las redes sociales favorecen este clima de hooliganismo, que luego se traslada a la política, a los medios y a los periodistas. Los discursos de odio aprovechan esa ventana de oportunidad. Habría que abandonar el sectarismo en las atribuciones y combatir los discursos tóxicos en vez de preguntar si son de los míos o de los otros.
Han pasado ya diez años desde la Conferencia de Aiete. Usted se ha referido a ella como "una coreografía de impunidad" que facilitó "una salida airosa" a una banda terrorista ya derrotada.
Aiete se ha convertido en un elemento talismánico. Por eso la declaración de Otegi del pasado 18 de octubre tiene lugar ante la fachada del Palacio. Sólo hay que fijarse en la teatralidad, en la puesta en escena. Fue todo ensayado, lo que pone en cuestión la sustantividad de la propia declaración. Otegi sigue refiriéndose a las personalidades que se reunieron ahí en 2011, como si ese fuera un argumento que avalara su causa, pero fue un trampantojo.
Cuando hablo de "impunidad" me refiero a la
aspiración de autojustificación, de autoblanqueo, de desvío de la
atención. Y en esa aspiración Aiete sirvió de decorado. Hay un factor
indicativo: de todas las personalidades que estuvieron en Aiete y que
defendieron que la sociedad tenía que caminar hacia la reconciliación,
ninguna ha tenido ni un mínimo gesto de acercamiento a las víctimas. Es
más, algunas de ellas sin conocerlas, sin tratarlas, sin interesarse por
ellas, las han descalificado.
Jonathan Powell, uno de los presentes, ha insistido en que las víctimas están demasiado politizadas. Qué paradoja. Se oculta la dimensión política del terrorismo de ETA, que es algo en lo que ha insistido mucho, por ejemplo, Joseba Arregi. En las víctimas hay sensibilidades políticas de todo tipo, pero para los actores de Aiete ninguna de las asociaciones ha merecido el esfuerzo de un acercamiento.
En estos diez años, ¿cree que la izquierda abertzale ha dado los pasos necesarios para ser aceptada como un interlocutor válido por parte del Gobierno de España?
No. Pero hay que señalar que los procesos de salida de la violencia son terriblemente complejos. También tenemos pendientes en España miles de fosas comunes sin atender y que son una exigencia de todos los acuerdos internacionales. Insisto, los procesos de salida de la violencia son siempre complicados.
El presidente de Serbia, Aleksandar Vučić, estuvo con Milosevic en los años duros y es negacionista del genocidio de Srebrenica. Pero no sólo en Serbia. El presidente de Eslovenia era ministro del Interior cuando se negaron derechos civiles a más de 20.000 yugoslavos porque no eran étnicamente eslovenos.
Las salidas son complicadas y lo que hay que tener claro es el horizonte normativo: verdad, justicia y reparación. Acercarse todo lo posible a este horizonte evitando las teatralizaciones, las escenificaciones y las atribuciones de éxitos y medallas por ver quién terminó con la violencia. En el final de ETA el protagonismo lo tuvieron las instituciones del Estado. Y eso lo deberían reivindicar hoy todos los partidos. El Estado se impuso con sus instituciones, con la Justicia, con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y con el impulso de una parte de la sociedad civil.
¿Qué papel jugó la sociedad civil en el final de ETA?
Es difícil de precisar, sobre todo porque ha habido diferentes estratos. Quienes sí jugaron un papel notable fueron aquellas organizaciones que constituyeron tejido asociativo: Gesto por la Paz, Basta Ya, Foro Ermua, Denon Artea… También fueron importantes las movilizaciones que surgieron a partir del asesinato atroz de Miguel Ángel Blanco, y que fueron paralelas a la eficacia policial y a la desaparición del GAL, que fue un elemento que dio oxígeno a ETA durante años y facilitó el reclutamiento de activos etarras.
Hubo una parte de la sociedad civil que respondió y
otra que, como es obvio, vivió tranquilamente en esos años de violencia
y por eso tampoco tienen mucho interés ahora en hacer una revisión
crítica del pasado.
¿Qué queda de ETA hoy?
De entrada, hay que felicitarse de que ya no haya muertos ni coches bomba. La organización terrorista ha desaparecido, pero hay elementos que permanecen. En primer lugar, no se ha impugnado el programa político que la justificó. Eso queda. En segundo lugar, hay ciertos actores políticos muy vinculados a ETA que no han revisado su propia biografía con la óptica de una reconducción ciudadana. Y en tercer lugar, las víctimas de ETA no dejan de serlo porque ETA haya desaparecido.
Si ETA ha sido lo más parecido en términos de análisis político a una organización fascista por sus elementos totalitarios, los rastros quedan ahí y seguramente uno de los datos más preocupantes de lo que está pasando es que ese sector que justificaba la violencia tiene ahora un notable apoyo social, como muestran los resultados electorales.
No ha habido un proceso similar a la desnazificación en Alemania tras
la desaparición de ETA. Tampoco ha habido acuerdo entre los distintos
partidos para oficializar ese final, que es algo triste y sintomático
del sectarismo imperante. Los oportunismos y los tacticismos no son una
buena lección cívica ni democrática.
¿Cree que las víctimas gozan de la consideración y el respeto que merecen?
En casi todos los procesos de salida de la violencia las víctimas son el precio principal. Ha ocurrido aquí y en otros sitios. Las víctimas no tienen esa presencia por varios motivos. Desde el lado de los perpetradores, porque les interesa que desaparezcan del foco. Pero también hay parte de la sociedad que alega que hay víctimas con posiciones que desentonan, que crispan. Es curioso: las víctimas que tanto tardaron en aparecer, que durante años no existieron, parece que ya sobran, que estorban.
Pero su importancia es fundamental. Por eso creo que hay que recordar la Ley 29/2011 de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo. Su preámbulo merece ser releído.
Las víctimas tienen un doble valor: porque tenemos
una deuda con ellas, porque ninguno hemos hecho méritos para no ser una
de ellas, y porque representan a toda la sociedad. Los asesinos podían
habernos asesinado a cualquier otro para desestabilizar el Estado. Por
eso los años más sangrientos son los años de la Transición, de
conformación de la democracia. Y por eso quienes siguen aduciendo que
ETA nació contra Franco y para defender la democracia beben de una
impostura. (...)" (Entrevista a Martín Alonso, Marcos Ondarra, El Español, 01/11/21)