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3/7/23

La idea del “gallego bruto” caía en pedazos frente a esa prueba empírica que mi padre certificaba

 "Tengo la fantasía de que me parezco a los gallegos, quizá por mi abuelo de A Coruña. Quizá por don Ángel Naveira, amigo de mi padre en Deán Funes, provincia de la Córdoba argentina. En aquel lejano entonces, aprendí que los gallegos no eran siempre rústicos, sino callados y astutos. No me lo enseñó mi abuelo gallego, porque murió antes de que yo pudiera conocerlo. Además, las anécdotas que repetían mi madre y mis tías acentuaban el prejuicio sobre aquel inmigrante agobiado por el trabajo, que decía con desprecio, posiblemente fingido, que las buenas notas obtenidas por sus hijos en la escuela apenas servían para “echarlas al puchero”. A lo mejor, esta era una metáfora que sus hijos no entendieron.

Pero, afortunadamente, a los seis años conocí a don Ángel Naveira. Había sido pescador en Galicia y su madre lo había embarcado hacia América para que no se le muriera “otro hijo en la mar”. Cumpliendo ese mandato, don Ángel le compró, en cuanto pudo, un pasaje a su hermano menor. Dos Naveira se salvaron así de la borrasca y el naufragio.

Durante 20 años, don Ángel durmió debajo del mostrador en el almacén de ramos generales que Carlos Dopazo, otro gallego nada bruto, había levantado con su reciente y pequeña fortuna. El almacén estaba en una aldea del norte argentino, que mi padre frecuentaba cuando íbamos a hacer las compras durante los largos meses de las vacaciones. Afable y conversador, don Ángel nos recibía en los escritorios de su ya importante comercio. Mi padre se sentaba allí y comenzaba una conversación de la cual era, muchas veces, el único interlocutor.

Yo daba vueltas entre piezas de lona, rollos de alambre, ruedas de molino, bidones y latas de conservas mientras esperaba que se hicieran las doce. A esa hora, acompañaba a don Ángel y a mi padre al bar del hotel frente a la plaza. Ellos tomaban su aperitivo de jerez y yo una naranjada con rodajas de salame y pedacitos de queso. Todos los días, don Ángel y mi padre discutían sobre quién iba a pagar el consumo. Los dos eran invitadores compulsivos, de modo que el torneo se repetía igual e inexorable, ya que los dos también rechazaban la forma más moderna de la alternancia. Siempre uno de ellos se afanaba por adelantarse en el momento de pedir la cuenta. Ambos sacudían las billeteras sobre sus cabezas, ante el rostro del mozo que ya estaba acostumbrado a la escena y elegía a uno u otro, seguro de que la propina sería buena, viniera de quien viniera.

Don Ángel, el gallego, porfiaba con mi padre, nieto y bisnieto de argentinos, en un cuadro de competencia entre inmigrantes y criollos. Venciera quien venciera, la porfía terminaba cuando nos levantábamos y don Ángel nos acompañaba hasta el carro, tirado por un caballo tobiano, que nos estaba esperando frente a la plaza. Mi padre, cuya palabra era santa, siempre decía que don Ángel era un hombre de gran inteligencia. De modo que la idea del “gallego bruto” caía en pedazos frente a esa prueba empírica que mi padre certificaba con la experiencia que yo le atribuía. Pepe, el hermano de don Ángel, que también se había salvado de la mar, inauguraba mi imagen de cultura gallega con un libro de Rosalía de Castro, del que me leía en voz alta Campanas de Bastabales.

Cuando, por Semana Santa, volvíamos al pueblito, encontrábamos a don Ángel haciendo los preparativos para un “guiso de pescado”, plato que no estaba incluido en nuestras inclinaciones decididamente carnívoras. El pueblito quedaba a 300 kilómetros de la ciudad más próxima. De esa ciudad llegaba algo que don Ángel consideraba alimento premium: bacalao. Supongo que sería alguna forma del pescado seco o salado, ya que nunca vi en esos caminos de tierra camiones frigoríficos. Fuera el pescado que fuere y en el estado en que don Ángel lo consiguiera, el Viernes Santo nos invitaba a comer ese guiso que comenzaba a preparar desde la mañana temprano. Ni a mi padre ni a mí nos gustaba el resultado de su esfuerzo; nos daba aprensión la olla con esos pedazos de algo desconocido, revueltos entre otros pedazos de galleta ablandada por el caldo, de donde brotaba un olor que resulta desagradable si antes no se ha aprendido que es agradable. De todos modos, mi padre, que comía como un criollo, se sentaba a la mesa de don Ángel y celebraba con él la ceremonia. Yo la pasaba peor porque practicaba esa intolerancia típica de los niños frente a comidas “raras”. Los niños no son exploradores gourmet, por lo menos en aquella época. Pero me gustaba escucharlo a don Ángel. Su acento me gustaba. Sobre todo, me gustaba la manera en que él y mi padre, transcurrido el almuerzo, hacia la media tarde, salían a caminar por el pueblo, tomados del brazo.

Mi padre, un hombre desbordante de prejuicios, con razón o sin ella, consideraba que su familia vivía desde un tiempo muy largo en Argentina. Sin embargo, esos prejuicios cayeron ante la discreta cortesía de don Ángel. O quizá don Ángel era la imagen de su inmigrante ideal: gallego de módico acento, buen escuchador, sin ningún rasgo pintoresco de esos que enloquecen al racismo y al nacionalismo. Lindo habría sido que don Ángel fuera mi abuelo."               (Beatriz Sarlo , El país, 24/06/23)

9/3/20

La identidad... la porteña... la argentina... "Yo ya no soy un argentino, pero nunca podré ser un catalán. Envejecer, morir aquí, tal vez. Pero morir sin ser lo uno ni lo otro"

"El primer aviso serio fue el del gorila. El tipo lo detuvo una mañana de 1975 en la puerta de la Universidad de Rosario y le dijo que así no podía entrar: -¿Cómo así? -Con esa barba. Se afeita y vuelve. Se afeitó, porque perdía la cátedra. 

Semanas después iba de parto. Un parto difícil en medio de la noche. Cuando llegó, el niño ya había nacido. Sin su ayuda: lo habían entretenido en la calle unos militares que lo pusieron en cueros, a él y al coche, por si llevaban armas. 

El doctor Padula salvó la tapicería, pero el coche no. Al final dinamitaron la casa del presidente de la Cámara de Diputados de Santa Fe. Era buen amigo suyo y pediatra de sus gemelas. Entonces decidió irse. "No, yo no tenía ninguna relación con la guerrilla. Yo era, solamente, un hombre progresista, que había militado en el socialismo. Y era el pediatra de los hijos de alguna gente que sí estaba en la guerrilla. De unos lo sabía y de muchos otros no.

 Eh... a veces también curé a algún herido". Su nombre estaba en demasiadas agendas -el doctor- y le llegaron inequívocos avisos de que iban a darle boleta. Zarpó. En 1976 aún había navegación regular entre Europa y Buenos Aires. Si vino a Barcelona fue por el antecedente de algunos amigos que habían hecho lo mismo poco antes y por cómo sonaba el húmedo nombre de Barcelona entre la progresía argentina. Había pensado también en Argelia, porque el Frente de Liberación Nacional necesitaba pediatras. O más bien recuerda ahora que un día pensó en Argelia. 

Llegó a la ciudad con una mujer y dos hijos muy pequeños, cinco mil dólares que creyó darían para mucho y dos cartas, una para el doctor Ballabriga y otra para José María Dexeus. Pero no fue con ellas con las que ganó su primer dinero en la ciudad. "Yo había sido músico profesional. Aún lo soy, si me llaman. Tocaba el tango con la guitarra. Una noche, con un compatriota, cantamos tangos en el Cafetín Musiquero y luego vinieron muchas otras noches más". El Cafetín era un lugar estupendo de la calle Santaló, por debajo de la Via Augusta, un sótano hermético y lleno de humo, que sólo cumplía una de las normas exigidas: generar la ilusión a los que tomaban de que podían vivir la vida entera allí. 

Padula se desprendió rápidamente de esa posibilidad: fue a ver cómo entraba Tarradellas en la plaza de Sant Jaume -Ciutadans de Catalunya!- y se sintió aludido. Aprendió catalán, se entendió bien con la izquierda que gobernaba el colegio de Médicos. -Acarín, Solé Sabarís, aquella Barcelona-, vivió la continuación de aquella primavera camporista (por el suspiro cívico de Hector Cámpora que precedió al envilecimiento) y a los seis meses de su llegada creaba y dirigía el servicio de Pediatría del hospital de Terrassa. También así se explican los exilios. 

"Llegué en un momento muy especial. Fueron unos años muy guapos. A veces tenía la sensación, en algunas miradas, en la pose de algunos policías de que todavía había miedo, pero a lo mejor sólo era que reverberaba en el mío. Yo tuve mucha ayuda y mucha suerte. 

Aunque cueste creerlo, en 1976 no había demasiados pediatras dispuestos a irse a trabajar a Terrassa. ¡Y se trataba de un hotel de tres mil plazas! Y yo, antes de que me insinuaran la posibilidad, ya estaba bajando por la boca del túnel de los ferrocarriles de Sarrià". Así empezó a convertirse en un experto en gestión hospitalaria, así llegó a dirigir durante muchos años el hospital de Manresa y así dispone hoy de este balcón luminoso y calmado sobre un parterre de acacias. -¿El exilio, es una ficción? "Para mí ha sido, sobre todo, una escisión". 

La vida consciente del doctor Padula se parte en dos mitades. Allá quedaron 35 años, la casa de Rosario y su patio, y los padres, que han acabado de morir este año. Y quedó casi su primera mujer, aunque zarpara con él: sólo pudieron atravesar juntos los tres primeros años de exilio. "Es frecuente. Tenemos muchos amigos a los que les pasó lo mismo. Llegaron y rompieron. Nunca se sabe, ni puede saberse. 

Pero está bastante extendida la circunstancia". Argentina son los asados en la terraza, el tango que suena muy elegante y bajito en el salón y la completa seguridad del doctor Padula de que hoy estaría allí conduciendo un taxi, buscando números de muchas cifras en los arrabales. O en un cabaret, a veces tocando para oídos honrados. 

Argentina, a la que vuelve por negocios, hecho un señor, es una familia completa que busca basura en la comida de los containers. Suele ver ese tipo de fragmentos realistas cuando sale de los restaurantes. "Cada día que pasa está peor que antes. Cada día, desde que nos marchamos. No ha habido un sólo día que no haya ido a peor.

 Ahora trabajo con gente de allí para impulsar proyectos hospitalarios. No sé, me gustaría aportar allí algo de lo que aprendí aquí. Yo vivo con más de lo que necesito y me gustaría pagar no sé yo qué deuda". -¿Envejecer aquí, entonces? El yo vacila, sin embargo. El doctor Padula está a punto de pronunciar una frase que es un exilio. Antes va probando con palabras sueltas, esquizofrenia, confusión, fragmentos. Listo. "Yo ya no soy un argentino, pero nunca podré ser un catalán. Envejecer, morir aquí, tal vez. Pero morir sin ser lo uno ni lo otro". 

La posibilidad de que semejante rareza pudiera despistar a la muerte no acaba de convencer al doctor. Media sonrisa triste lo ayuda a levantarse. Sobre el mueble principal del salón hay fotos en blanco y negro de muchas tangadas remotas. Hay algún músico muerto. Hay un muchacho serio con bigotito, que mira el traste de la guitarra, intentando cuadrarlo, como años después debería sucederle con los balances. 

Hay una música extendida como un rastro que no viene de ninguna parte. Abajo están las acacias y el verano que se desploma. La belleza esencial de Barcelona le parece ésta al doctor Padula. "El respeto a la diferencia".                   (Arcadi Espada, El País, 09/08/99)