"(...) Un duradero equilibrio —por el cual el Estado central compraba la
ambigua lealtad de los nacionalismos subestatales otorgándoles
crecientes cuotas de poder— ha estallado en pedazos. (...)
Pero la deslealtad de uno de los actores, precipitada en el golpe del
pasado octubre, desbarata esta doctrina. Desde entonces, los viejos
actores, desconcertados, bracean para intentar llegar a las tranquilas
aguas del pasado.
Hay que hacer política, dicen. Lo que significa que
hay que hacer la misma política de siempre: llegar a una transacción con
el primer líder nacionalista catalán que afloje el pistón, concederle
una cuota de poder suplementaria —“algo habrá que darles”, se repite sottovoce,
sea el blindaje de las competencias llamadas identitarias o el
concierto económico— y dejar el problema arreglado para —se añade con
melancólico encogimiento— los “próximos veinte años”.
Considero esta forma de pensar equivocada. (...)
No se quiere entender que ese es un mundo —el de la conllevancia, el de
las componendas sin composición—, que, como las golondrinas de Bécquer,
no volverá.
No solo porque el procés haya
activado políticamente a una vasta porción de electores que penalizará
cualquier cesión a los nacionalistas. Sobre todo, porque, como sostienen
los comentaristas menos perezosos, el conflicto no se da entre Cataluña
y el Estado, sino entre catalanes. Y siendo ese el problema —el de dos
comunidades enfrentadas—, la solución pasa por un nuevo reparto de poder
interno entre ambas —power-sharing—, y no en
el blindaje de las herramientas con las que la mitad soberanista ha
construido su hegemonía.
Lo que necesita la parte constitucionalista es
estar mejor representada dentro de Cataluña, y eso apunta a cambios en
las políticas educativas y culturales autonómicas en dirección distinta
al tipo de cosas que los nacionalistas reclaman y el Estado puede
sentirse tentado de ofrecer.
¿Significa eso que debemos conformarnos con lo que hay, con el statu quo,
al margen de la inevitable depuración judicial de lo sucedido? No. Si
no hay transacción, bien puede haber transformación.
El ideal de una
España más justa, más inclusiva, propuesto no solo a los catalanes, sino
a todos los españoles, y el de un Estado reformado, a través, no del
diálogo en sordina con las élites nacionalistas, sino de la deliberación
pública entre ciudadanos.
¿No es acaso mejor idea, en lugar de proceder
a blindajes de políticas lingüísticas excluyentes, la de hacer una
auténtica gestión lingüística federal, inclusiva y justa, a través de
una ley de lenguas oficiales?
¿No es mejor proyecto para España, más
estimulante, más vanguardista, el de ser una nación europeísta y
plurilingüe (conforme crezcan los aportes demográficos del exterior,
también crecientemente pluricultural), cívica y ejemplarmente inclusiva
—como ya lo es, por ejemplo, en materia de diversidad sexual—, que la de
ser un rancio Estado plurinacional, compuesto por yuxtapuestas
uniformidades etnolingüísticas, mal avenidas y vueltas sobre su ombligo?
Una España que no solucione el problema catalán, sino que lo
trascienda.
El liderazgo transaccional que se pide sin ilusión alguna
será como clavar una suela nueva a un zapato viejo. El liderazgo
transformacional que se necesita será como comprar un par de zapatos
nuevos, y no para “los próximos veinte años”, sino para encarar con
optimismo un horizonte sin fecha de caducidad." (Juan Claudio de Ramón, El País, 01/06/18)
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