6/6/18

El conflicto no se da entre Cataluña y el Estado, sino entre catalanes. Y siendo ese el problema —el de dos comunidades enfrentadas—, la solución pasa por un nuevo reparto de poder interno entre ambas. La solución es un estado reformado a través, no del diálogo con las élites nacionalistas, sino de la deliberación pública entre ciudadanos

"(...) Un duradero equilibrio —por el cual el Estado central compraba la ambigua lealtad de los nacionalismos subestatales otorgándoles crecientes cuotas de poder— ha estallado en pedazos. (...)

Pero la deslealtad de uno de los actores, precipitada en el golpe del pasado octubre, desbarata esta doctrina. Desde entonces, los viejos actores, desconcertados, bracean para intentar llegar a las tranquilas aguas del pasado. 

Hay que hacer política, dicen. Lo que significa que hay que hacer la misma política de siempre: llegar a una transacción con el primer líder nacionalista catalán que afloje el pistón, concederle una cuota de poder suplementaria —“algo habrá que darles”, se repite sottovoce, sea el blindaje de las competencias llamadas identitarias o el concierto económico— y dejar el problema arreglado para —se añade con melancólico encogimiento— los “próximos veinte años”.

 Considero esta forma de pensar equivocada. (...)

No se quiere entender que ese es un mundo —el de la conllevancia, el de las componendas sin composición—, que, como las golondrinas de Bécquer, no volverá. 

No solo porque el procés haya activado políticamente a una vasta porción de electores que penalizará cualquier cesión a los nacionalistas. Sobre todo, porque, como sostienen los comentaristas menos perezosos, el conflicto no se da entre Cataluña y el Estado, sino entre catalanes. Y siendo ese el problema —el de dos comunidades enfrentadas—, la solución pasa por un nuevo reparto de poder interno entre ambas —power-sharing—, y no en el blindaje de las herramientas con las que la mitad soberanista ha construido su hegemonía.

 Lo que necesita la parte constitucionalista es estar mejor representada dentro de Cataluña, y eso apunta a cambios en las políticas educativas y culturales autonómicas en dirección distinta al tipo de cosas que los nacionalistas reclaman y el Estado puede sentirse tentado de ofrecer.

 ¿Significa eso que debemos conformarnos con lo que hay, con el statu quo, al margen de la inevitable depuración judicial de lo sucedido? No. Si no hay transacción, bien puede haber transformación. 

El ideal de una España más justa, más inclusiva, propuesto no solo a los catalanes, sino a todos los españoles, y el de un Estado reformado, a través, no del diálogo en sordina con las élites nacionalistas, sino de la deliberación pública entre ciudadanos.

 ¿No es acaso mejor idea, en lugar de proceder a blindajes de políticas lingüísticas excluyentes, la de hacer una auténtica gestión lingüística federal, inclusiva y justa, a través de una ley de lenguas oficiales? 

¿No es mejor proyecto para España, más estimulante, más vanguardista, el de ser una nación europeísta y plurilingüe (conforme crezcan los aportes demográficos del exterior, también crecientemente pluricultural), cívica y ejemplarmente inclusiva —como ya lo es, por ejemplo, en materia de diversidad sexual—, que la de ser un rancio Estado plurinacional, compuesto por yuxtapuestas uniformidades etnolingüísticas, mal avenidas y vueltas sobre su ombligo? Una España que no solucione el problema catalán, sino que lo trascienda. 

El liderazgo transaccional que se pide sin ilusión alguna será como clavar una suela nueva a un zapato viejo. El liderazgo transformacional que se necesita será como comprar un par de zapatos nuevos, y no para “los próximos veinte años”, sino para encarar con optimismo un horizonte sin fecha de caducidad."            (Juan Claudio de Ramón, El País, 01/06/18)

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