"(...) No, el problema catalán no es resultado de “falta de diálogo”. Aquí han
dialogado todos, mejor dicho, todos han dado por buenas las sucesivas
exigencias nacionalistas.
El primero, Aznar: recaudación del IRPF (33%),
del IVA (35%), de los impuestos especiales (40%); múltiples
transferencias, incluidas competencias de la Guardia Civil a los Mossos;
supresión de la mili; eliminación de los gobernadores civiles;
ampliaciones del puerto y del aeropuerto de Barcelona, AVE; canales
adicionales de TDT; defenestración de Vidal-Quadras; paralización de la
llegada al Constitucional de una ley de política lingüística que Aznar
sabía anticonstitucional. Para un libro.
Unas eran de justicia o
eficacia y bien estaban. Otras no: tenían que ver con la construcción de
identidad y de eso que ahora se llama “estructuras de Estado”. El
germen. (...)
En realidad, la tesis de la falta de diálogo es deudora de otra también
vaporosa: el problema catalán. El diálogo buscaría, nos dicen, resolver
“el problema catalán”. No hagan más preguntas, porque nadie precisa.
Bueno, sí, los nacionalistas; en lo esencial, sin decoración, su tesis
es que los catalanes tenemos derecho a la autodeterminación porque
estamos colonizados: ignorados en nuestra identidad cultural y
expoliados. Invadidos, precisó Puigdemont.
La realidad desmiente la fábula: la identidad cultural ignorada y
despreciada es la de una amplia mayoría de catalanes que, para empezar,
ni siquiera pueden escolarizarse en su lengua materna; la explotación
económica, una mala broma, si se tiene en cuenta que doscientos y pico
cargos de la Generalitat cobran más que Rajoy, incluido Puigdemont,
que cobra el doble.
Y si les queda alguna duda: pregunten dónde está la
calle española “más cara” (y de paso, la más barata). Definitivamente,
los españoles, como colonos, imbéciles. Pero la mentira se ha impuesto y
con ella sus chorretones sentimentales al describir “el problema” y sus
soluciones: la comodidad, el encaje, sentirnos queridos, la
desafección, hacer España atractiva.
Una vez aceptada esa descripción del problema, los teoremas se disparan.
Si nuestros males vienen de España, las soluciones, naturalmente,
requieren menos España. Otro teorema: si cualquier problema se le puede
achacar a España, el nacionalismo tiene indiscutibles incentivos para
crear problemas. Vive de ellos.
El tercero: quien acepte esa descripción
ha de comprar su implicación completa: la independencia es solo
cuestión de tiempo.
El problema catalán inmediato es otro: una sociedad rota. Pero no porque
sí. La brecha es la ajustada aplicación de un proyecto que asume la
exclusión como principio regulador. Basta con examinar el léxico
arrojado a diario al discrepante, cualquiera: sucursalista, botifler,
anticatalán, españolista, traidor.
El campo semántico resulta claro: no
eres conciudadano sino extranjero. Desde esa perspectiva, se ilumina lo
sucedido este tiempo: las banderas de parte que señorean las
instituciones de todos; los señalamientos y el temor a ser señalados; el
acoso a las familias que reclaman educación bilingüe; los linchamientos
a periodistas; la intimidación en las universidades.
El desprecio a los
procedimientos parlamentarios no fue un circunstancial calentón, sino
una implicación de un nacionalismo que se presenta como “el pueblo
catalán”. Forcadell lo dijo en su día: PP y Ciudadanos son extranjeros. Y
al extranjero, en el Parlamento, no se le deja hablar. No es que el
nacionalismo, de pronto, se comporte mal. El mal está en su naturaleza.
El problema, para decirlo claro, es el nacionalismo, cuyo programa
último, el de ahora, es la quintaesencia de la limitación de derechos:
la creación de un nuevo Estado mediante la apropiación de una parte de
la población y del territorio de un Estado preexistente. En una parte de
un territorio que era de todos, y que ahora se reservan para sí,
deciden privar a los otros de la ciudadanía.
En ese sentido se avecina a
otras ideologías y concepciones del mundo que asumen que ciertos
ciudadanos, por participar de ciertas características (blancos,
varones), pueden limitar los derechos de otros. El problema es de
libertades y derechos. El desprecio a la ley, esto es, el miedo. (...)
El problema catalán es creer que hay un problema catalán, el que nos
cuentan los nacionalistas. El problema es una ideología reaccionaria y
radicalmente antigualitaria y, si quieren completar el cuadro, el
respeto acomplejado de una izquierda incapaz de criticarlo. No es que no
se atreva, es que lo defiende.
Después del acelerón nacionalista, hay indicios de que las cosas
podrían estar cambiando. Respetados militantes de la izquierda
antifranquista, entre ellos, sindicalistas decentes y con lecturas,
parecen haber caído en la cuenta de lo que tienen enfrente, de lo que, a
qué ignorarlo, tuvieron a su lado y alimentaron. Mejor tarde que nunca.
Quizá estemos a tiempo de levantar una izquierda realmente comprometida
con la igualdad y la razón. De la otra, la reaccionaria, sobran
ejemplares." (Félix Ovejero , El País, 12/09/17)
No hay comentarios:
Publicar un comentario