4/10/17

El problema catalán inmediato es una sociedad rota. Basta con la definición del discrepante: sucursalista, botifler, anticatalán, españolista, traidor. Está claro: no es un conciudadano sino un extranjero

"(...) No, el problema catalán no es resultado de “falta de diálogo”. Aquí han dialogado todos, mejor dicho, todos han dado por buenas las sucesivas exigencias nacionalistas. 

El primero, Aznar: recaudación del IRPF (33%), del IVA (35%), de los impuestos especiales (40%); múltiples transferencias, incluidas competencias de la Guardia Civil a los Mossos; supresión de la mili; eliminación de los gobernadores civiles; ampliaciones del puerto y del aeropuerto de Barcelona, AVE; canales adicionales de TDT; defenestración de Vidal-Quadras; paralización de la llegada al Constitucional de una ley de política lingüística que Aznar sabía anticonstitucional. Para un libro. 

Unas eran de justicia o eficacia y bien estaban. Otras no: tenían que ver con la construcción de identidad y de eso que ahora se llama “estructuras de Estado”. El germen. (...)

En realidad, la tesis de la falta de diálogo es deudora de otra también vaporosa: el problema catalán. El diálogo buscaría, nos dicen, resolver “el problema catalán”. No hagan más preguntas, porque nadie precisa. 

Bueno, sí, los nacionalistas; en lo esencial, sin decoración, su tesis es que los catalanes tenemos derecho a la autodeterminación porque estamos colonizados: ignorados en nuestra identidad cultural y expoliados. Invadidos, precisó Puigdemont.

 La realidad desmiente la fábula: la identidad cultural ignorada y despreciada es la de una amplia mayoría de catalanes que, para empezar, ni siquiera pueden escolarizarse en su lengua materna; la explotación económica, una mala broma, si se tiene en cuenta que doscientos y pico cargos de la Generalitat cobran más que Rajoy, incluido Puigdemont, que cobra el doble. 

Y si les queda alguna duda: pregunten dónde está la calle española “más cara” (y de paso, la más barata). Definitivamente, los españoles, como colonos, imbéciles. Pero la mentira se ha impuesto y con ella sus chorretones sentimentales al describir “el problema” y sus soluciones: la comodidad, el encaje, sentirnos queridos, la desafección, hacer España atractiva.

 Una vez aceptada esa descripción del problema, los teoremas se disparan. Si nuestros males vienen de España, las soluciones, naturalmente, requieren menos España. Otro teorema: si cualquier problema se le puede achacar a España, el nacionalismo tiene indiscutibles incentivos para crear problemas. Vive de ellos. 

El tercero: quien acepte esa descripción ha de comprar su implicación completa: la independencia es solo cuestión de tiempo.

 El problema catalán inmediato es otro: una sociedad rota. Pero no porque sí. La brecha es la ajustada aplicación de un proyecto que asume la exclusión como principio regulador. Basta con examinar el léxico arrojado a diario al discrepante, cualquiera: sucursalista, botifler, anticatalán, españolista, traidor. 

El campo semántico resulta claro: no eres conciudadano sino extranjero. Desde esa perspectiva, se ilumina lo sucedido este tiempo: las banderas de parte que señorean las instituciones de todos; los señalamientos y el temor a ser señalados; el acoso a las familias que reclaman educación bilingüe; los linchamientos a periodistas; la intimidación en las universidades. 

El desprecio a los procedimientos parlamentarios no fue un circunstancial calentón, sino una implicación de un nacionalismo que se presenta como “el pueblo catalán”. Forcadell lo dijo en su día: PP y Ciudadanos son extranjeros. Y al extranjero, en el Parlamento, no se le deja hablar. No es que el nacionalismo, de pronto, se comporte mal. El mal está en su naturaleza.

 El problema, para decirlo claro, es el nacionalismo, cuyo programa último, el de ahora, es la quintaesencia de la limitación de derechos: la creación de un nuevo Estado mediante la apropiación de una parte de la población y del territorio de un Estado preexistente. En una parte de un territorio que era de todos, y que ahora se reservan para sí, deciden privar a los otros de la ciudadanía.

 En ese sentido se avecina a otras ideologías y concepciones del mundo que asumen que ciertos ciudadanos, por participar de ciertas características (blancos, varones), pueden limitar los derechos de otros. El problema es de libertades y derechos. El desprecio a la ley, esto es, el miedo.  (...)

El problema catalán es creer que hay un problema catalán, el que nos cuentan los nacionalistas. El problema es una ideología reaccionaria y radicalmente antigualitaria y, si quieren completar el cuadro, el respeto acomplejado de una izquierda incapaz de criticarlo. No es que no se atreva, es que lo defiende.

Después del acelerón nacionalista, hay indicios de que las cosas podrían estar cambiando. Respetados militantes de la izquierda antifranquista, entre ellos, sindicalistas decentes y con lecturas, parecen haber caído en la cuenta de lo que tienen enfrente, de lo que, a qué ignorarlo, tuvieron a su lado y alimentaron. Mejor tarde que nunca. Quizá estemos a tiempo de levantar una izquierda realmente comprometida con la igualdad y la razón. De la otra, la reaccionaria, sobran ejemplares."                                ( , El País, 12/09/17

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