"(...) Conocíamos, por distintas encuestas, que, antes de desatarse la
pasión por un Estatuto, los catalanes estábamos entre los españoles más
satisfechos con nuestro grado de autogobierno.
Y no cambiaron mucho las
cosas cuando comenzó el baile. En el 2002, poco antes de iniciarse el
debate estatutario, el 52,7% de los catalanes veía a Cataluña como una
región española, mientras un 37,6% la veía como nación.
En el 2006,
después de varios años con políticos y medios entregados a la causa,
poco antes del referéndum, solo el 36,3% valoraba positivamente la
denominación de Cataluña como nación en el Estatuto. De hecho, por
entonces, el “reconocimiento” de la identidad parecía caminar la
dirección opuesta a la de sus voceros: el 73,9% de los catalanes
suscribía la frase “el idioma español es un elemento básico de nuestra
identidad” y un 66,4% la afirmación “la historia que compartimos, con
sus cosas buenas y malas, es la que nos hace a todos españoles”.
Y del
Estatuto, pues ya sabemos: ratificado con el 36% del electorado. Incluso
ahora, según datos de la Generalitat, la proporción de catalanes que
identifican la relación Cataluña-España como un problema importante
oscila entre el 20 y 25% en los distintos barómetros que se publican en
2013 y 2014. Únicamente para el 10% supone el principal problema.
Con todo, lo más interesante es desmenuzar los datos por clases
sociales: sólo el 11% de los entrevistados en hogares humildes considera
alguno de los aspectos relacionados con la organización del Estado uno
de los principales problemas de Cataluña. Entre los que ingresan más de
2.400 euros la cosa cambia, pero tampoco parece ser una obsesión: un
31%.
Y es que la transversalidad es otra de las fantasías nacionalistas.
Ni la cultural ni la social, si resultan distinguibles, a la vista de
quienes son ricos y quienes no. El secesionismo no reúne a los
catalanes. Si nos atenemos al origen cultural, hay un brecha, creciente,
entre personas cuyos padres nacieron en Cataluña y aquellas otras cuyos
padres nacieron fuera.
Unos resultados que se corresponden casi como un
calco cuando examinamos los apoyos según los ingresos. Incluso ahora,
en plena campaña independentista, una amplia mayoría de la clase obrera
se muestra contraria al derecho a la autodeterminación, a diferencia de
lo que sucede con las clases medias y altas. También aquí la brecha se
ha ensanchado en los últimos años. Vamos, que transversalidad social,
tampoco. (...)
Sencillamente, los problemas de los políticos no son los problemas de
los ciudadanos. Algo que no sorprende cuando estudiamos la identidad
de los políticos. Sabíamos, por los estudios sobre apellidos (un
procedimiento común entre investigadores para identificar exclusiones
sociales de raíz cultural), que los parlamentarios catalanes y sus
votantes, en lo que atañe a identidades culturales, guardaban escasas
semejanzas.
También sabíamos, desde 1999, que mientras Cataluña era una
nación para el 70% de los parlamentarios socialistas, entre sus votantes
la cosa quedaba en un 26%. Estudios más recientes confirman que viven
en mundos diferentes. En 2009-2010, el 70% de los representantes
autonómicos de CiU se reconocía exclusivamente catalán y el resto más
catalán que español.
Entre sus votantes los porcentajes eran 36% y 35%.
Mientras solo el 20% de los votantes socialistas se sentía más catalán
que español, entre los parlamentarios del PSC el porcentaje era del 75%.
No es que los parlamentarios se sitúen lejos del núcleo central de
sus votantes, es que están en posiciones más nacionalistas que sus
votantes más nacionalistas. Visto de otro modo: por circunstancias
sociales o, directamente, culturales, la condición nacionalista parece
oficiar como requisito para ingresar en la clase política. (...)" (
Félix Ovejero
, El País, 24 OCT 2014)
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