"(...) El orgullo por el propio folclore siempre ha sido una característica
regional en el sentido más localista de la palabra, y no deja, pues, de
resultar algo chocante que, cuanto más nacionales nos quieren hacer los
políticos gobernantes y el voluntariado social que les desbroza el
camino, más intensa sea la pasión folclórica.
Tenemos un ejemplo muy
notorio en el extraño fenómeno de los castellers, que en un
periodo de unos veinte o treinta años, y gracias a una intensa operación
de subvenciones y propaganda, ha pasado de ser una curiosa peculiaridad
del Campo de Tarragona a ser una de las más conspicuas tradiciones de
la Nación catalana.
Y no una cualquiera, sino una que aspira a dar
lecciones morales a todo el orbe planetario: un pueblo que, a fuerza de
construir torres humanas, muestra hasta dónde puede llegar el esfuerzo
colectivo, l'esprit de corps, ha de constituir un ejemplo de
primer orden para el resto de la humanidad.
De hecho, la conversión del
folclore y del deporte en paradigmas morales -piensen en lo que se ha
llegado a decir de la sardana; piensen en lo que se ha llegado a decir
de los valores del entrenador Guardiola- es una de las características
más prominentes del populismo catalanista.
El individuo que se ha dejado
dominar por esa retórica se pasea por el mundo con el convencimiento de
que para practicar las virtudes cívicas no hay más que hacer vida
catalana. Un día de Reyes -si me permiten que lo ilustre con una
anécdota personal- bajé a la pastelería de la esquina a comprar el
tradicional rosco de la festividad.
Me encuentro con un conocido que me
saluda sonriente y me dice con aires de plena satisfacción: "Veo que
usted también compra el tortell. Esta voluntad de mantener las propias tradiciones demuestra el sentido cívico de los catalanes". (...)" (Crónica Global, Ferran Toutain, Martes, 1 de octubre de 2013)
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