"(...) La crispación la ha generado, principalmente, el movimiento
independentista catalán. Su desafío, más verbal que real, ha activado
todas las pulsaciones que permiten a la derecha españolista alcanzar un
predicamento que quizás en otras circunstancias no tendría.
Con un
Partido Popular que una y otra vez debe acudir a tribunales por sus
innumerables casos de corrupción y con un Ciudadanos cuyas propuestas
neoliberales difícilmente seducirían a parte de sus votantes.
Pero una
derecha que puede tapar todas sus fechorías y sus debilidades con la
apelación a la unidad nacional. Los independentistas catalanes han
conseguido alimentar, hasta límites inconmensurables, la tensión que se
vive en un Barça-Madrid.(...)
Lo peor de todo es que una gran parte de la izquierda transformadora,
de militantes y activistas, se ha quedado sin voz propia en esta pelea
de gallos. O simplemente ha estado abducida por el independentismo.
La
defensa de un abstracto derecho de autodeterminación, la valiosa
inclinación a ponerse al lado del débil, la sugestión de que el
movimiento independentista era una ventana abierta a una profundización
democrática o, directamente, una puerta a una transformación social más
radical, ha acabado por bloquear cualquier posibilidad de voz propia en
este conflicto.
Estos días que ando releyendo a Rosa Luxemburgo, me
asalta la idea que el nacionalismo es la piedra en la que siempre
tropieza la izquierda. Una izquierda que hasta el momento ha sido
incapaz de generar, en los grandes momentos, un movimiento potente que
una a la gente por abajo en lugar de ponerla a formar detrás de unas
banderas que otros controlan.
Esta pérdida de voz propia proviene tanto de la adscripción dogmática
a un abstracto «derecho de autodeterminación» (evitando evaluar las
consecuencias de su aplicación) cómo de la fascinación generada por las
movilizaciones independentistas de los últimos años.
Unas movilizaciones
que en gran parte se desarrollaron alimentadas por un machacón discurso
que situaba todos los problemas de la sociedad catalana en su
dependencia respecto al estado español, y que aseguraba que la
independencia era cuestión de mera voluntad. Que ofrecía, por tanto, la
posibilidad de alcanzar la utopía a bajo coste.
Y que, para alimentar
los ánimos, pintaba al Estado español totalmente irreformable (casi una
mera prolongación del franquismo) y reforzaba una visión idílica de la
sociedad catalana (casi siempre se cuestionan los programas políticos de
los medios de comunicación; a mi modo de ver esta construcción es mucho
más potente en buena parte de los espacios de entretenimiento y
deporte). Este era precisamente el discurso que una izquierda con
clarividencia debería haber combatido con ahínco.
Era falso que la independencia fuera cosa fácil. El estado español no
lo iba a permitir, ni contaba con ningún apoyo internacional serio.
Entre otras cosas, porque el desgajamiento de Catalunya supondría un
nuevo elemento de tensión, económico y político, para el conjunto de
Europa.
Y no es cierto que los problemas de la sociedad catalana sean
provocados desde Madrid (lo que no quiere decir que los Gobiernos
centrales no tengan ninguna responsabilidad y que muchas de sus
actuaciones hayan jugado un papel esencial en exacerbar la tensión).
De hecho, la conversión de Artur Mas al independentismo fue en parte
una maniobra para esconder y desviar la reacción social provocada por
las «retalladles», la corrupción pujolista y la inanidad de sus políticas. Del cerco al Parlament pasamos al país de las esteladas.
Y se generó una dinámica donde lo que ha estado ausente es toda
posibilidad de proceso deliberativo. Donde se ha confundido democracia
con el mero acto de votar en una consulta en la que no existía ninguna
de las condiciones formales básicas que garantizan la pulcritud del
proceso.
Era, además, bastante claro que no había ninguna estrategia
clara por parte de los dirigentes independentistas, que muchos eran
conscientes de que la vía unilateral era obligada, que casi nadie estaba
dispuesto a ejercer una desobediencia activa verdaderamente radical.
Tampoco lo tenían claro los nominados como sindicatura electoral (que
renunciaron a la primera amenaza de multa), ni los cientos de altos
funcionarios de la Generalitat que acataron sin chistar la aplicación
del 155, ni mucho menos los líderes políticos que tras proclamar la
independencia se fueron a dormir a Francia por si las moscas y se
olvidaron incluso de cambiar la bandera.
El procés ha sido mucho
más una revuelta pasional, una acción política manipulada, una aventura
desnortada, que otra cosa. Y ha generado más una cultura de
autoafirmación nacionalista, de desprecio al debate documentado y de
banalización de los procesos participativos, que de una democratización
social profunda.
La gente de izquierda ha sido, en general, incapaz de tener una voz
propia en el proceso. Una voz que se opusiera a los discursos
anticatalanes y autoritarios de la derecha y al mismo tiempo pusiera en
evidencia la inviabilidad del proceso independentista, la falsedad de su
propaganda, su ausencia de estrategia realista y sus déficits
democráticos e igualitarios. También que la tensión entre españolistas e
independentistas ha servido en todos lados para tapar la ausencia de
políticas sociales y económicas necesarias, para camuflar una mera
inacción. (...)
Las peleas sobre lo nacional siempre tienden a bloquear los debates
sobre el resto de cuestiones. Siempre generan tal nivel de pasión que
enturbia ánimos e impide el debate sereno. Siempre coloca a los
disidentes de uno y otro bando bajo sospecha. En la situación presente,
con una izquierda alternativa tan poco madura, tan poco asentada, tan
sujeta a presiones, quizás era pedirle demasiado que asumiera la osadía
de hablar claro y aguantara el chaparrón. Pero el rey sigue estando
desnudo y se sigue notando la ausencia de la voz del niño que lo haga
evidente. (...)
Y cuando la irresponsabilidad ha precipitado una situación dramática,
una parte de los Comunes anuncia, precisamente, que va a crear una nueva
organización política soberanista que presumiblemente está dispuesta a
hacer un frente con ERC. Y es la gente de este entorno la que está
creando un discurso paralelo según el cual lo que quieren las élites
españolas es una reedición del nonato pacto PSOE-Ciudadanos, y lo del
tripartito es fundamentalmente un espantajo para hacer aceptable este
pacto.
Es posible que alguien haga este tipo de apuesta, aunque las
élites económicas del país nunca han hecho ascos a gobiernos de derechas
(que además estarán bien alineados con la ultraderecha de Trump). Más
bien suena a un argumento construido para obviar la enorme
responsabilidad de ERC y Junts per Catalunya y seguir jugando al procés. (...)" (Albert Recio Andreu, Mientras Tanto, 26/02/19)
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