20/3/19

El nacionalismo es la piedra en la que siempre tropieza la izquierda. Lo peor de todo es que una gran parte de la izquierda transformadora, de militantes y activistas, se ha quedado sin voz propia en esta pelea de gallos. O simplemente ha estado abducida por el independentismo...

"(...) La crispación la ha generado, principalmente, el movimiento independentista catalán. Su desafío, más verbal que real, ha activado todas las pulsaciones que permiten a la derecha españolista alcanzar un predicamento que quizás en otras circunstancias no tendría.

 Con un Partido Popular que una y otra vez debe acudir a tribunales por sus innumerables casos de corrupción y con un Ciudadanos cuyas propuestas neoliberales difícilmente seducirían a parte de sus votantes.

 Pero una derecha que puede tapar todas sus fechorías y sus debilidades con la apelación a la unidad nacional. Los independentistas catalanes han conseguido alimentar, hasta límites inconmensurables, la tensión que se vive en un Barça-Madrid.(...)

Lo peor de todo es que una gran parte de la izquierda transformadora, de militantes y activistas, se ha quedado sin voz propia en esta pelea de gallos. O simplemente ha estado abducida por el independentismo.

 La defensa de un abstracto derecho de autodeterminación, la valiosa inclinación a ponerse al lado del débil, la sugestión de que el movimiento independentista era una ventana abierta a una profundización democrática o, directamente, una puerta a una transformación social más radical, ha acabado por bloquear cualquier posibilidad de voz propia en este conflicto.

 Estos días que ando releyendo a Rosa Luxemburgo, me asalta la idea que el nacionalismo es la piedra en la que siempre tropieza la izquierda. Una izquierda que hasta el momento ha sido incapaz de generar, en los grandes momentos, un movimiento potente que una a la gente por abajo en lugar de ponerla a formar detrás de unas banderas que otros controlan. 

Esta pérdida de voz propia proviene tanto de la adscripción dogmática a un abstracto «derecho de autodeterminación» (evitando evaluar las consecuencias de su aplicación) cómo de la fascinación generada por las movilizaciones independentistas de los últimos años. 

Unas movilizaciones que en gran parte se desarrollaron alimentadas por un machacón discurso que situaba todos los problemas de la sociedad catalana en su dependencia respecto al estado español, y que aseguraba que la independencia era cuestión de mera voluntad. Que ofrecía, por tanto, la posibilidad de alcanzar la utopía a bajo coste. 

Y que, para alimentar los ánimos, pintaba al Estado español totalmente irreformable (casi una mera prolongación del franquismo) y reforzaba una visión idílica de la sociedad catalana (casi siempre se cuestionan los programas políticos de los medios de comunicación; a mi modo de ver esta construcción es mucho más potente en buena parte de los espacios de entretenimiento y deporte). Este era precisamente el discurso que una izquierda con clarividencia debería haber combatido con ahínco. 

Era falso que la independencia fuera cosa fácil. El estado español no lo iba a permitir, ni contaba con ningún apoyo internacional serio. Entre otras cosas, porque el desgajamiento de Catalunya supondría un nuevo elemento de tensión, económico y político, para el conjunto de Europa. 

Y no es cierto que los problemas de la sociedad catalana sean provocados desde Madrid (lo que no quiere decir que los Gobiernos centrales no tengan ninguna responsabilidad y que muchas de sus actuaciones hayan jugado un papel esencial en exacerbar la tensión).

  De hecho, la conversión de Artur Mas al independentismo fue en parte una maniobra para esconder y desviar la reacción social provocada por las «retalladles», la corrupción pujolista y la inanidad de sus políticas. Del cerco al Parlament pasamos al país de las esteladas. Y se generó una dinámica donde lo que ha estado ausente es toda posibilidad de proceso deliberativo. Donde se ha confundido democracia con el mero acto de votar en una consulta en la que no existía ninguna de las condiciones formales básicas que garantizan la pulcritud del proceso. 

Era, además, bastante claro que no había ninguna estrategia clara por parte de los dirigentes independentistas, que muchos eran conscientes de que la vía unilateral era obligada, que casi nadie estaba dispuesto a ejercer una desobediencia activa verdaderamente radical. 

 Tampoco lo tenían claro los nominados como sindicatura electoral (que renunciaron a la primera amenaza de multa), ni los cientos de altos funcionarios de la Generalitat que acataron sin chistar la aplicación del 155, ni mucho menos los líderes políticos que tras proclamar la independencia se fueron a dormir a Francia por si las moscas y se olvidaron incluso de cambiar la bandera. 

El procés ha sido mucho más una revuelta pasional, una acción política manipulada, una aventura desnortada, que otra cosa. Y ha generado más una cultura de autoafirmación nacionalista, de desprecio al debate documentado y de banalización de los procesos participativos, que de una democratización social profunda. 

La gente de izquierda ha sido, en general, incapaz de tener una voz propia en el proceso. Una voz que se opusiera a los discursos anticatalanes y autoritarios de la derecha y al mismo tiempo pusiera en evidencia la inviabilidad del proceso independentista, la falsedad de su propaganda, su ausencia de estrategia realista y sus déficits democráticos e igualitarios. También que la tensión entre españolistas e independentistas ha servido en todos lados para tapar la ausencia de políticas sociales y económicas necesarias, para camuflar una mera inacción. (...)

Las peleas sobre lo nacional siempre tienden a bloquear los debates sobre el resto de cuestiones. Siempre generan tal nivel de pasión que enturbia ánimos e impide el debate sereno. Siempre coloca a los disidentes de uno y otro bando bajo sospecha. En la situación presente, con una izquierda alternativa tan poco madura, tan poco asentada, tan sujeta a presiones, quizás era pedirle demasiado que asumiera la osadía de hablar claro y aguantara el chaparrón. Pero el rey sigue estando desnudo y se sigue notando la ausencia de la voz del niño que lo haga evidente. (...)

 Y cuando la irresponsabilidad ha precipitado una situación dramática, una parte de los Comunes anuncia, precisamente, que va a crear una nueva organización política soberanista que presumiblemente está dispuesta a hacer un frente con ERC. Y es la gente de este entorno la que está creando un discurso paralelo según el cual lo que quieren las élites españolas es una reedición del nonato pacto PSOE-Ciudadanos, y lo del tripartito es fundamentalmente un espantajo para hacer aceptable este pacto.

 Es posible que alguien haga este tipo de apuesta, aunque las élites económicas del país nunca han hecho ascos a gobiernos de derechas (que además estarán bien alineados con la ultraderecha de Trump). Más bien suena a un argumento construido para obviar la enorme responsabilidad de ERC y Junts per Catalunya y seguir jugando al procés.  (...)"           (Albert Recio Andreu, Mientras Tanto, 26/02/19)

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