"Una amiga locutora de radio me cuenta que un oyente le atizó en la
cabeza con un artículo mío donde argumentaba que, igual que en
castellano decimos Nueva York y Londres (no New York y London),
deberíamos decir Gerona y Lérida (y no Girona y Lleida). “Es horrible”,
se lamentó mi amiga.
“Nos han puesto entre la espada y la pared: si
decimos Girona y Lleida, como hago yo, nos cargamos la lengua, que dice
que hay que decir Gerona y Lérida, y además nos acusan de
criptoindependentistas catalanes; pero si decimos Gerona y Lérida nos
cargamos el BOE, que dice que hay que decir Girona y Lleida, y nos
acusan de criptoespañolistas”.
Lleva toda la razón. La culpa del desaguisado la tiene la confusión
entre lengua y política (o más bien politiquería). Una carta de un
lector publicada por este suplemento reflejaba muy bien esa confusión.
El lector, Xavier Juncosa, recordaba que el Parlamento votó a favor de
que el nombre oficial de los topónimos catalanes fuera su nombre
catalán, de lo que deducía que es correcto “utilizar en un texto en
castellano esos topónimos en catalán”. La deducción es errónea: aunque
New York sea el nombre oficial de Nueva York, en castellano todos
decimos Nueva York (y en catalán Nova York).
Pero Juncosa concluía:
“Otra cosa sería hablar de la oportunidad política, o no, de su uso; mi
carta se circunscribe a la objetividad puramente gramatical”. He ahí la
confusión: un Parlamento quizá pueda legislar sobre el nombre oficial de
un lugar, pero no sobre el uso de una lengua; la única autorizada a
hacerlo es la propia lengua, es decir los hablantes de una lengua, es
decir la lógica de una lengua, que es su historia; y, del mismo modo que
nadie duda de que en castellano New York y London se escriben Nueva
York y Londres, nadie debería dudar de que Girona y Lleida se escriben
Gerona y Lérida.
Dicho de otro modo: en castellano no hay que decir Gerona y Lérida
para reivindicar la españolidad de esas dos ciudades (o por cualquier
otra gilipollez semejante), igual que no hay que decir en catalán
Saragossa y Osca para reivindicar la catalanidad de Zaragoza y Huesca:
hay que decirlo porque el catalán y el castellano lo exigen, porque en
ambas lenguas es lo correcto, para ser fiel a la lógica interna de ambas
lenguas, al modo en que han sido usadas por sus hablantes a lo largo de
la historia.
No estoy diciendo que las lenguas no puedan cambiar; la
realidad es que cambian cada día, a todas horas, pero lo hacen según su
propia lógica, no según la lógica arbitraria y a menudo absurda impuesta
por los intereses de la política (o de la politiquería): como escribía
en una carta también publicada por este suplemento otro lector, Alfonso
Caparrós, si se escribe en castellano Girona habría que pronunciar en
buena ley “Jirona” (y no “Yirona”, que es como la suelen pronunciar los
locutores) y a los gerundenses no debería llamársenos en castellano
gerundenses sino “jironinos”, o algo peor.
Y ya me contarán ustedes
quién es capaz de entenderse así. No es la lengua la que debe estar al
servicio de la política, sino la política la que debe estar al servicio
de la lengua.
Por lo demás, quienes dicen en castellano Girona no advierten que,
además de estar maltratando la lengua, están maltratando la realidad; es
decir: están maltratando a Gerona. Porque, en castellano, las ciudades
tienen a menudo doble denominación, pero los pueblos no (de ahí que New
York sea Nueva York pero Sant Cugat no sea San Cucufate); y hurtarle ese
privilegio a Gerona significa rebajarla de categoría, degradarla a la
condición de pueblo.
No hace mucho cometí la ingenuidad de explicarle lo
anterior a un político gerundense, proponiéndole medio en broma la
conveniencia de organizar una campaña para devolverle a la ciudad su
doble denominación; muy serio, el político me respondió que, como
durante la dictadura de Franco el uso público del catalán estaba
oficialmente prohibido, ahora había que llamar Girona a Gerona, fuera
correcto o no.
Algunos de nuestros políticos son encantadores: si por
ellos fuera, después de 40 años de democracia deberíamos seguir
cometiendo barbaridades a cuenta de aquel militar felón, permitiéndole
ganar batallas después de muerto. Por fortuna, al menos en este caso
sólo de nosotros depende que las siga ganando o no." (Javier Cercas, El País, 28/02/16)
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