"(...) Cuando Vicens envió su carta a Azaña no habían transcurrido aún tres
años de la agria disputa que le enfrentó a Antoni Rovira i Virgili,
cuando este le reprochó desde La Humanitat la falta de
“sensibibilitat catalanesca” que había mostrado en su trabajo sobre “La
política de Ferran II durant la guerra remença”.
Vicens le respondió con
una carta abierta publicada en La Veu de Catalunya que si
había prescindido “de l'esperit nacional en analitzar el regnat de
Ferran II és perqué a la documentació de l'època no hi ha res que en
revelés un estat de consciència nacional”.
Con ello, establecía Vicens
como norma inexcusable del oficio de historiador no sucumbir a esa
falacia retrospectiva que consiste en proyectar sobre el pasado el
espíritu nacional propio del presente si los documentos de la época no
atestiguan de ninguna manera la existencia de tal espíritu.
Que esa posición de Vicens Vives no fue meramente circunstancial lo
prueba bien que, pocos meses antes de su temprana y muy sentida muerte,
escribiera en Serra d’Or que la “coacción romántica” seguía planeando
sobre “les produccions dels nostres més eminents historiadors, algun
dels quals arribá a confondre història romàntica amb història nacional”.
Este es el mismo Vicens que en diciembre de 1956 había dirigido a la
Juventut de Catalunya una llamada a formar la “Aliança pel Redreç de
Catalunya” como piedra singular de la reordenación de Europa y de
España; el mismo que, además de propugnar para España un “Estado
federativo gradual”, aleccionaba a los jóvenes catalanes recordándoles
que “el separatisme és una actitud de ressentiment col.lectiu
incompatible amb tota missió universal”.
Pero aquel catalanismo que vinculaba la defensa del hecho diferencial
catalán con la activa participación en las instituciones españolas,
comenzó a hacer agua cuando en los primeros años del siglo XXI sonó la
hora de la nacionalización del pasado por iniciativa de las nuevas
clases políticas de las comunidades autónomas que, apoyándose en
científicos sociales —historiadores, sociólogos, politólogos—, llegaron a
la conclusión de que el consenso constituyente de 1978 había
periclitado. (...)
Para legitimar esta operación no encontraron mejor recurso que
nacionalizar cada cual el pasado de su propio territorio, en unos
preámbulos construidos según el género de “érase una vez”.
Científicos
sociales, más o menos marxistas en sus años jóvenes, todos muy viajados y
muy cosmopolitas, se convirtieron en fervientes nacionalistas,
dispuestos a aportar su grano de arena a esos cuentos de hadas,
sonrojantes para cualquier historiador, que son los preámbulos de los
estatutos de autonomía de 2006/2007.
De las nacionalidades y regiones de
la Constitución se pasó a realidades nacionales de los estatutos, con
la vista puesta en una próxima conversión de todas ellas en naciones.
(...) la disponibilidad de un puñado de historiadores, que rápidamente se
mostraron muy deferentes con el poder y muy solícitos a la hora de
convertir una historia compleja en la más simple de todas las historias
jamás contadas, la de España contra Cataluña. (...)
Y así, requerido por el poder, acudió un plantel de historiadores a
contar que ya desde principios del siglo XVIII, una nación, España,
decidió exterminar por las armas a otra nación, Cataluña: la guerra de
sucesión a la dinastía austriaca, liquidada con el triunfo de la
dinastía francesa, se convirtió, por ese arte de birlibirloque en que
son maestros los historiadores nacionalistas, en guerra entre dos
naciones hechas y derechas, España y Cataluña: una invención en toda
regla que habría merecido de Vicens la crítica que en su Noticia de Cataluña
dirigió a “los historiadores románticos de uno y otro lado del Ebro”
cuando presentaban lo ocurrido de 1705 a 1714 “desde un ángulo ajeno por
completo al adoptado por aquellos antepasados nuestros”.
Narrar el
pasado respetando el ángulo adoptado por los antepasados es el arte y
también la obligación del historiador. Pero si en lugar de narrar lo
que, tras un arduo trabajo de indagación, descubre, el historiador
presenta lo que, por coacción romántica o por acudir en auxilio del
poder en plaza, inventa, entonces comete lo que parafraseando a Julien
Benda podría llamarse la trahison des historiens.
Nacionalizar
el pasado con el propósito de remontar la existencia de la nación propia
a tiempos inmemoriales para, de esa manera, legitimar una operación
política es una traición de los historiadores a lo que constituye la
médula de su oficio. (...)" (
Santos Juliá
, El País, 11 OCT 2015)
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