"Este eufemismo ha sido repetido tantas veces en Cataluña que parece
haberse convertido en verdad. Pero el llamado derecho a decidir no
existe ni en la práctica internacional, ni en derecho constitucional, ni
en el lenguaje político comparado, que encontraría ese término
demasiado impreciso: ¿quién decide, qué se decide?
Los inventores de la expresión se refieren a dos ideas de manera
implícita: Cataluña es una nación y, en consecuencia, tiene derecho a la
autodeterminación. Es una maniobra retórica inteligente que pretende
trasladar el debate desde el concepto resbaladizo de nación hacia el
terreno más seguro de la democracia.
El derecho a decidir no se debe
negar, argumentan, porque ¿quién puede atreverse a impedir que la gente
elija su destino?
La dificultad estriba en que los parámetros de la decisión son
establecidos unilateralmente por el que ha diseñado ese derecho. Y
entonces la democracia se convierte en autocracia.
Qué se decide y quién
lo decide lo decido yo, que también fijo el modo y los tiempos sin
discusión. En cuanto al qué, surgen muchas preguntas que deberían
responder los que apoyan esa idea: por qué votar la posible
independencia en una parte de España en lugar de otra, por qué limitarse
a algunas provincias (según se definieron en 1833), o por qué no se
vota antes sobre nuestro régimen político como monarquía parlamentaria.
En cuanto al quién, la definición del censo que hizo la convocatoria del
plebiscito es caprichosa, porque niega la participación de los demás
españoles después de una larga convivencia en un mismo Estado, porque
acepta el voto desde los 16 años cuando salvo raras excepciones la
inmensa mayoría de los países del mundo conceden esa capacidad a los 18
años, y porque impide votar a los catalanes que nacieron en Cataluña y
hoy viven en el resto de España.
Por lo que se refiere al modo de la consulta, sorprende que quiera
hacerse unilateralmente. Este es un punto de contraste llamativo con el
caso escocés. Para que se den garantías democráticas en un plebiscito es
preciso que las diversas opciones y consecuencias sean claramente
debatidas, y esto no ha ocurrido en Cataluña, donde se ha favorecido una
especie de pensamiento único.
Los defensores del supuesto derecho a decidir renuncian a cualquier marco legal a la hora de reclamarlo. (...)
Parece que dicha capacidad tuviera un origen divino, como una
revelación descendida sobre sus proponentes, que no admiten ningún tipo
de debate al respecto. Tanta seguridad recuerda al personaje de Humpty
Dumpty en Alicia a través del espejo, cuando decía que las palabras
significan justo lo que él quiere que signifiquen.
Al negar un marco político y legal donde fundamentar ese derecho, y
al delimitar de manera unilateral su forma de ejecución, los impulsores
de la consulta en realidad motivan su causa en los sentimientos. Los
catalanes, afirman, tienen derecho a la independencia porque se sienten
una nación. (...)
El nacionalismo es un viejo concepto del siglo XIX que la integración
europea ha ayudado a transformar, y que debemos reinterpretar en el
siglo XXI de manera positiva y no excluyente. (...)
La Constitución llegó a una solución transaccional al definir a
España como nación, cuya soberanía reside en el pueblo, y al articular
al Estado sobre la solidaridad y el reconocimiento de la pluralidad.
Sobre ese fundamento, en las últimas tres décadas se ha desarrollado un
notable sistema de reparto de poderes, más avanzado que el de algunos
Estados federales.
La Constitución puede revisarse, obviamente, pero esto debe hacerse
con el consenso de todos teniendo en cuenta el marco de la Unión
Europea. Esa reforma debe ser negociada y pactada porque cualquier
solución unilateral basada en sentimientos corre el riesgo de romper el
orden jurídico y político que ha sido una garantía de paz, convivencia y
estabilidad tras un doloroso siglo XX, cargado de odio y fanatismo. (...)" (
Martín Ortega Carcelén , El País , 16 OCT 2014)
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