"En 2011, Roberto Benigni, el cómico italiano ganador del Oscar, subió
a caballo al escenario del festival de San Remo. Luego pronunció un
majestuoso discurso sobre la unidad de Italia con motivo de su 150
aniversario. Silvio Berlusconi estaba aún en el poder y muchos miembros
de su partido y otros derechistas eran firmes partidarios de la secesión
del norte de Italia.
El ideal de la Liga Norte italiana era, y es, liberar al norte de la
pobreza y corrupción del sur. Esta noción tenía más sentido antes de que
se supiera que también la Liga del Norte era corrupta y cuando el norte
de Italia aún tenía algún dinero.
La voz de Benigni temblaba de emoción mientras cantaba el himno
nacional “Hermanos de Italia” y luego reprendía a la audiencia de
millones de personas que veían el programa con el argumento de que un
joven poeta mártir había escrito esa canción y luego dado su vida por la
unidad de Italia. ¿Cómo podían los compatriotas de ese poeta arruinar
esa hazaña y echar por tierra su nación sólo por un capricho?
Esta frase hizo que asomaran lágrimas a mis ojos. Recordé entonces a
mi madre moribunda diciéndome con pasión: “¡No puedes regalar Kosovo
sólo porque seas una disidente de Milosevic. Kosovo es el corazón de
Serbia. Tú no has luchado por él como hicimos nosotros y también tus
abuelos!”. (...)
Trece años después del derrocamiento de Milosevic durante la guerra
de Kosovo, su partido y sus aliados han sido reelegidos por los votantes
serbios. Los campeones de las mismas ideas nacionalistas que ya costado
miles de vida en la región todavía siguen ahí.
Yo no sé mucho de Cataluña. Sé que últimamente muchos catalanes han
participado en grandes manifestaciones a favor de la independencia de su
región. No he vivido allí; no he hablado con la gente de esa tierra ni
he escuchado sus voces ni sus frustraciones.
Sin embargo, sé mucho acerca de la secesión y de la ruptura de
naciones desestabilizadas. Hace años, tuve una experiencia desagradable
en Barcelona, donde asistía a un acto cultural. Una intelectual local me
dijo, con disgusto, que en otras partes de España la gente era menos
culta que en Cataluña. Estaba convencida de que Cataluña podría
prosperar cuando se liberara de la indeseable compañía de esas zonas
atrasadas.
Pero no es así como funciona realmente una cultura. La cultura no
surge mientras uno está sentado en restaurantes de lujo, hablando con
ricos y famosos. Eso puede ser agradable, pero una cultura nacional
surge de los campos y las calles y se vive en el anonimato. La cultura
de una nación no es el producto de la riqueza relativa, sino que emerge
de las interacciones, en las dificultades, en las emociones y en las
diferencias.
Por otra parte, es aburrido e intolerante aferrarse, como hacen
algunos, a la exclusividad de un solo idioma, una única religión, etnia y
cocina. Ese podría ser el substrato de una aldea rural pero, desde
luego, no se corresponde con la cultura atractiva y convincente de una
gran ciudad como Barcelona.
Cuando mi antiguo país se desmoronó en los primeros años noventa,
todo empezó con la secesión de Eslovenia, la zona más rica de la antigua
Yugoslavia. Eslovenia es hoy uno de los países más pequeños del mundo
y, según las normas arrogantes de la Unión Europa, está lejos de ser
rico.
Croacia siguió a Eslovenia por la senda de la secesión, después
Bosnia y ¿Kosovo? Cada uno de ellos encontró buenas razones para no
seguir juntos en un estado más grande: políticas, económicas,
religiosas, étnicas. Una vez que la casa está en llama es fácil hallar
razones que justifiquen la huida.
Pero mientras cada uno de esos países
estaba ocupado encontrando sacrosantas razones para abogar por sus
nuevas micronacionalidades, las habituales razones de la realpolitik, el
poder y la búsqueda del mejor botín, eran lo que estaba detrás. Es más,
el cruel autoritarismo de siempre, que había afligido Yugoslovia, se
mantenía con más y mejores armas.
En Yugoslavia, muchos bienes y aspiraciones culturales y políticas se
habían visto aplastados rápidamente por la guerra. Una parte importante
de la población provenía de matrimonios mixtos que luego tuvieron que
ver con horror cómo aspectos vitales de su propia personalidad eran
cercenados por las nuevas ideologías nacionalistas.
Estas personas
tuvieron que cambiar de alfabeto, hablar de otra forma, echar abajo
monumentos, negar a miembros de su propia familia y vender o abandonar
sus hogares ahora que estaban en territorio ajeno.
Y a la hora de aplicar los derechos humanos y democráticos, esos
nuevos estados eran tierra estéril. Sus dirigentes eran aficionados en
el poder que hicieron todo lo posible para obtener la lealtad de la
maltratada población local con una nueva iconografía de banderas,
símbolos, uniformes, divisas.
La “liberación nacional” no trajo consigo la liberación personal.
Nuevas élites de poder ejercieron en nuevos parlamentos nacionales, pero
para los individuos lo que hubo fue represión. Porque sólo cuando las
diferencias se confrontan en un espacio libre puede existir una
auténtica democracia.
La homogeneización perpetrada sea en nombre de quien sea y la
abolición de las diferencias se convierten así en un único objetivo. En
esas asfixiantes sociedades, que se asemejan a espejos de sí mismas, no
hace falta ni salir de la cama: todo es predecible y está ya dicho,
hecho y visto.
Muchos ciudadanos de la antigua Yugoslavia piensan igual que yo.
Todos nosotros imaginamos que ya en aquella época éramos mayoría, pero
las minorías nacionalistas eran más fuertes, violentas y osadas.
Yugoslavia pudo haber entrado en la UE en lugar de balcanizarse en
pequeñas entidades.
Esos microestados son hoy independientes en teoría pero, en la
práctica, son estados clientes de la Unión Europea, Rusia o la OTAN.
Están al mando de pequeñas camarillas de gente extravagante y corrupta
que tienden a enviar el botín al extranjero, de la misma manera que
tradicionalmente se ha hecho en el Tercer Mundo.
Las ideas populistas y los individuos armados a menudo ganan porque
son agresivos. También son apasionados, hacen promesas sencillas y
tildan cualquier otra posibilidad de una vida mejor de utopía. Lo último
que pueden garantizar es una cultura floreciente: sólo pueden ofrecer
un plato cocinado en casa cuyos ingredientes han crecido en el patio de
atrás.
No sé cuántos ex yugoslavos todavía están de duelo por nuestra
fallida federación. Personalmente, no soy una “Yugonostálgica” porque no
disfruto viviendo con alguien que ya no quiere vivir conmigo.
Sin embargo, mi corazón todavía sangra cuando viajo a regiones que
una vez consideré mi hogar donde han prohibido mi acento, donde me
prohíben hablar. Todavía tengo familia allí, por supuesto, pues nadie es
étnicamente puro en un país donde todos vivimos juntos durante siglos.
Todos los pueblos de la ex Yugoslavia comparten un acervo histórico y
cultural.
La palabra cultura no quiere decir ser rico ni famoso, sino que es
mucho más peligrosa. Está más allá de idiomas acogedores y de platos
caseros. Es un estado de la mente; es como montar un caballo salvaje que
podría quizás vivir en tu establo pero que te lleva por caminos
inexplorados.
¿Cuál es el beneficio de atomizar el mundo? ¿Qué utilidad tiene
levantar muros, construir diferencias, aplicar ideologías, enfrentar a
las religiones, imponer el control a través del lenguaje? Ya hemos
tenido muchas experiencias de todo ello. (...)
Las grietas de la balcanización de Europa son las nuevas hendiduras
que se extienden por el sur de Europa: Grecia, Italia, España, Portugal.
En lugar de alabar la desintegración de los estados –esa balcanización
de las naciones- yo presto mi voz a la europeización de los Balcanes.
Espero que Europa –la parte que abarca el premio Nobel- no deje de
existir antes de que Serbia y Kosovo se las apañen para unirse a ella. Eso sería marcar una diferencia. Y por fin mi madre y yo estaríamos de acuerdo." ( Razones para seguir juntos,Mápúblico, 28/10/2012)
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