31/10/12

Mi corazón todavía sangra cuando viajo a regiones que una vez consideré mi hogar donde han prohibido mi acento, donde me prohíben hablar. Todavía tengo familia allí

"En 2011, Roberto Benigni, el cómico italiano ganador del Oscar, subió a caballo al escenario del festival de San Remo. Luego pronunció un majestuoso discurso sobre la unidad de Italia con motivo de su 150 aniversario. Silvio Berlusconi estaba aún en el poder y muchos miembros de su partido y otros derechistas eran firmes partidarios de la secesión del norte de Italia.

El ideal de la Liga Norte italiana era, y es, liberar al norte de la pobreza y corrupción del sur. Esta noción tenía más sentido antes de que se supiera que también la Liga del Norte era corrupta y cuando el norte de Italia aún tenía algún dinero.

La voz de Benigni temblaba de emoción mientras cantaba el himno nacional “Hermanos de Italia” y luego reprendía a la audiencia de millones de personas que veían el programa con el argumento de que un joven poeta mártir había escrito esa canción y luego dado su vida por la unidad de Italia. ¿Cómo podían los compatriotas de ese poeta arruinar esa hazaña y echar por tierra su nación sólo por un capricho?

Esta frase hizo que asomaran lágrimas a mis ojos. Recordé entonces a mi madre moribunda diciéndome con pasión: “¡No puedes regalar Kosovo sólo porque seas una disidente de Milosevic. Kosovo es el corazón de Serbia. Tú no has luchado por él como hicimos nosotros y también tus abuelos!”. (...)
 
Trece años después del derrocamiento de Milosevic durante la guerra de Kosovo, su partido y sus aliados han sido reelegidos por los votantes serbios. Los campeones de las mismas ideas nacionalistas que ya costado miles de vida en la región todavía siguen ahí.

Yo no sé mucho de Cataluña. Sé que últimamente muchos catalanes han participado en grandes manifestaciones a favor de la independencia de su región. No he vivido allí; no he hablado con la gente de esa tierra ni he escuchado sus voces ni sus frustraciones.

Sin embargo, sé mucho acerca de la secesión y de la ruptura de naciones desestabilizadas. Hace años, tuve una experiencia desagradable en Barcelona, donde asistía a un acto cultural. Una intelectual local me dijo, con disgusto, que en otras partes de España la gente era menos culta que en Cataluña. Estaba convencida de que Cataluña podría prosperar cuando se liberara de la indeseable compañía de esas zonas atrasadas.

Pero no es así como funciona realmente una cultura. La cultura no surge mientras uno está sentado en restaurantes de lujo, hablando con ricos y famosos. Eso puede ser agradable, pero una cultura nacional surge de los campos y las calles y se vive en el anonimato. La cultura de una nación no es el producto de la riqueza relativa, sino que emerge de las interacciones, en las dificultades, en las emociones y en las diferencias.

Por otra parte, es aburrido e intolerante aferrarse, como hacen algunos, a la exclusividad de un solo idioma, una única religión, etnia y cocina. Ese podría ser el substrato de una aldea rural pero, desde luego, no se corresponde con la cultura atractiva y convincente de una gran ciudad como Barcelona.

Cuando mi antiguo país se desmoronó en los primeros años noventa, todo empezó con la secesión de Eslovenia, la zona más rica de la antigua Yugoslavia. Eslovenia es hoy uno de los países más pequeños del mundo y, según las normas arrogantes de la Unión Europa, está lejos de ser rico.

Croacia siguió a Eslovenia por la senda de la secesión, después Bosnia y ¿Kosovo? Cada uno de ellos encontró buenas razones para no seguir juntos en un estado más grande: políticas, económicas, religiosas, étnicas. Una vez que la casa está en llama es fácil hallar razones que justifiquen la huida. 

Pero mientras cada uno de esos países estaba ocupado encontrando sacrosantas razones para abogar por sus nuevas micronacionalidades, las habituales razones de la realpolitik, el poder y la búsqueda del mejor botín, eran lo que estaba detrás. Es más, el cruel autoritarismo de siempre, que había afligido Yugoslovia, se mantenía con más y mejores armas.

En Yugoslavia, muchos bienes y aspiraciones culturales y políticas se habían visto aplastados rápidamente por la guerra. Una parte importante de la población provenía de matrimonios mixtos que luego tuvieron que ver con horror cómo aspectos vitales de su propia personalidad eran cercenados por las nuevas ideologías nacionalistas.

 Estas personas tuvieron que cambiar de alfabeto, hablar de otra forma, echar abajo monumentos, negar a miembros de su propia familia y vender o abandonar sus hogares ahora que estaban en territorio ajeno.

Y a la hora de aplicar los derechos humanos y democráticos, esos nuevos estados eran tierra estéril. Sus dirigentes eran aficionados en el poder que hicieron todo lo posible para obtener la lealtad de la maltratada población local con una nueva iconografía de banderas, símbolos, uniformes, divisas.
 
La “liberación nacional” no trajo consigo la liberación personal. Nuevas élites de poder ejercieron en nuevos parlamentos nacionales, pero para los individuos lo que hubo fue represión. Porque sólo cuando las diferencias se confrontan en un espacio libre puede existir una auténtica democracia.

La homogeneización perpetrada sea en nombre de quien sea y la abolición de las diferencias se convierten así en un único objetivo. En esas asfixiantes sociedades, que se asemejan a espejos de sí mismas, no hace falta ni salir de la cama: todo es predecible y está ya dicho, hecho y visto.

Muchos ciudadanos de la antigua Yugoslavia piensan igual que yo. Todos nosotros imaginamos que ya en aquella época éramos mayoría, pero las minorías nacionalistas eran más fuertes, violentas y osadas. Yugoslavia pudo haber entrado en la UE en lugar de balcanizarse en pequeñas entidades.

Esos microestados son hoy independientes en teoría pero, en la práctica, son estados clientes de la Unión Europea, Rusia o la OTAN. Están al mando de pequeñas camarillas de gente extravagante y corrupta que tienden a enviar el botín al extranjero, de la misma manera que tradicionalmente se ha hecho en el Tercer Mundo.

Las ideas populistas y los individuos armados a menudo ganan porque son agresivos. También son apasionados, hacen promesas sencillas y tildan cualquier otra posibilidad de una vida mejor de utopía. Lo último que pueden garantizar es una cultura floreciente: sólo pueden ofrecer un plato cocinado en casa cuyos ingredientes han crecido en el patio de atrás.

No sé cuántos ex yugoslavos todavía están de duelo por nuestra fallida federación. Personalmente, no soy una “Yugonostálgica” porque no disfruto viviendo con alguien que ya no quiere vivir conmigo.

Sin embargo, mi corazón todavía sangra cuando viajo a regiones que una vez consideré mi hogar donde han prohibido mi acento, donde me prohíben hablar. Todavía tengo familia allí, por supuesto, pues nadie es étnicamente puro en un país donde todos vivimos juntos durante siglos. Todos los pueblos de la ex Yugoslavia comparten un acervo histórico y cultural.

La palabra cultura no quiere decir ser rico ni famoso, sino que es mucho más peligrosa. Está más allá de idiomas acogedores y de platos caseros. Es un estado de la mente; es como montar un caballo salvaje que podría quizás vivir en tu establo pero que te lleva por caminos inexplorados.

¿Cuál es el beneficio de atomizar el mundo? ¿Qué utilidad tiene levantar muros, construir diferencias, aplicar ideologías, enfrentar a las religiones, imponer el control a través del lenguaje? Ya hemos tenido muchas experiencias de todo ello.  (...)

Las grietas de la balcanización de Europa son las nuevas hendiduras que se extienden por el sur de Europa: Grecia, Italia, España, Portugal. En lugar de alabar la desintegración de los estados –esa balcanización de las naciones- yo presto mi voz a la europeización de los Balcanes. 

Espero que Europa –la parte que abarca el premio Nobel- no deje de existir antes de que Serbia y Kosovo se las apañen para unirse a ella. Eso sería marcar una diferencia. Y por fin mi madre y yo estaríamos de acuerdo."          ( Razones para seguir juntos, , Mápúblico, 28/10/2012

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