"VOLVÍAMOS DE VISITAR la tumba de Antonio Machado, un lugar sagrado para
mí por más de una razón. La primera vez que fui a Colliure no éramos más
de una docena de personas, pero una de ellas era Ángel González. Con él
llegué hasta allí y desde entonces, ese cementerio pequeño y triste,
que representa lo mejor de lo que jamás ha sido este país, me recuerda
también a Ángel en una mañana fría, aquella más fea, nublada. (...)
Esta vez también visité el cementerio de Colliure
en compañía. Formaba parte de un grupo mayor, en el que se encontraba
Manuel Álvarez Machado, sobrino nieto de Antonio, y de Manuel. También
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España. Su presencia, la del
primer gobernante español en ejercicio que acudía a los santuarios del
exilio republicano después de 40 años de democracia, aportaba una
emoción distinta, pública y profunda, a nuestra visita.
Sobre todo, para
los descendientes de los españoles y españolas que llegaron hace ahora
80 años, hijos y nietos del exilio que llevaban cuatro décadas esperando
que un Gobierno democrático español se acordara de ellos.
Estaba previsto que guardáramos un minuto de silencio ante la tumba
del poeta, pero no lo logramos. Nos lo robaron. En los dos extremos de
la calle adyacente, otros tantos grupos de partidarios de la
independencia de Cataluña gritaban, coreaban eslóganes y se acompañaban
con silbatos.
No eran muchos, tal vez ni siquiera un centenar, pero
hacían mucho ruido, sobre todo en el frustrado silencio que pretendía
conmemorar la muerte en el destierro del gran poeta español que murió
solo, lejos de casa, con un verso suelto en el bolsillo, estos días azules y este sol de la infancia.
Fue triste, fue injusto, fue una ofensa certera, porque nos hirió en el
centro del corazón, pero aún nos esperaban cosas peores.
Cuando salíamos del cementerio de Colliure andando deprisa, como si
huyéramos otra vez, después de 80 años, esta vez de gritos e insultos
inesperados, Nicolás Sánchez Albornoz se colgó de mi brazo, o tal vez yo
del suyo. Estaba nerviosa y muy enfadada, supongo que ni más ni menos
que los demás. Entonces, desde una loma cercana donde había un grupo muy
pequeño, seis personas y otras tantas esteladas, un hombre nos llamó
fascistas.
Llamó fascista tres veces a Nicolás Sánchez Albornoz, un
antifascista de 93 años, militante antifranquista en la universidad,
detenido en 1947 por hacer una pintada en un muro de la Complutense,
condenado a trabajos forzados en el destacamento penal de Cuelgamuros,
del que consiguió escapar al año siguiente en una fuga legendaria, para
marchar al exilio, del que no volvió hasta después de la muerte del
dictador.
Nicolás salía del cementerio de Colliure tras visitar la tumba de Antonio Machado y le gritaron “fascista, fascista, fascista”.
Después, en Argelès-sur-Mer,
junto al monolito que recuerda la existencia de un campo de
concentración en la misma playa que hoy ofrece la apacible estampa de un
lugar de vacaciones, Sánchez intentó tomar la palabra varias veces,
pero no le dejaron hablar hasta que la policía francesa retiró a los
manifestantes, tampoco muchos, 30 quizás, hasta un lugar donde sus
gritos, sus insultos, se escuchaban menos.
Antes, algunos ancianos ya franceses, hijos de exiliados, gritaron
“¡viva España!”, para intentar acallar a quienes seguían llamándonos
fascistas. Sánchez pidió perdón en nombre de la democracia española, por
haber tardado 40 años en llegar, empezó con una cita de Camus –“en
España aprendimos que se puede tener razón y perder una guerra”– y
terminó con otra de Machado –“para los estrategas, para los políticos,
para los historiadores, todo está claro, hemos perdido la guerra. Pero
humanamente no estoy tan seguro… Quizás la hemos ganado”–.
Los independentistas no pararon de insultarle. Después, en el
Congreso, Tardà le dijo a Sánchez que no sabía quién había ordenado
aquella acción. Yo tampoco lo sé, pero vi banderas con el nombre de su
partido.
Y como las vi, lo cuento." (Almudena Grandes, El País Semanal, 17/03/19)
No hay comentarios:
Publicar un comentario