"(...) El historiador Gabriel Jackson condensó su perplejidad en un artículo de
1999 referido a los Balcanes: «Vuelvo a hacerme la misma pregunta que
me he hecho a mí mismo en muchos contextos diferentes a lo largo de mi
vida: ¿cómo es posible que se pueda explotar tan fácilmente el
sentimiento popular de identidad colectiva?»(...)
Primero para una puntualización obligada. Yugoslavia no fue un objeto
político repelente hasta la última década del siglo; antes había sido el
país de la ‘unidad y la fraternidad’. Un oasis…, hasta que dejó de
serlo. ¿Y por qué dejó de serlo? Lo anticipa Jackson: la
instrumentalización de la identidad.
Las élites políticas serbias
procedieron a un cambio de agujas letal, para trasvasar el impacto de la
crisis desde el marco de lo social al de lo étnico, del pueblo
trabajador socialista al pueblo elegido y victimizado. Milosevic, como
Pujol, hizo su carrera en la banca hasta que se le reveló la patria
torturada.
La revelación no tuvo lugar en Tagamanent, donde la divisó el
adolescente Pujol, sino en Gazimestan, el lugar de la Batalla de los
Mirlos en Kosovo. En ambos casos la patria aparecía maltratada y
dormida; en ambos brindaba la bandera como prenda multiuso: para prestar
brillo al profeta, blindaje frente a los ataques y sustento a las arcas
familiares.
Ambos se propusieron despertarlas de su sueño. Y lo
hicieron con los ultrasonidos fragmentadores de la música identitaria.
Escribe Tony Judt en ‘El refugio de la memoria’ que «‘identidad’ es una
palabra peligrosa. Carece de usos contemporáneos respetables». No le
falta razón.
El discurso identitario inflama las relaciones sociales,
polariza y multiplica las oportunidades para los derrapes. A pesar de su
ejemplaridad, obsérvense las heridas que ha dejado en Escocia. Como
cuenta la ‘Odisea’, los cantos de sirena prometen una cosecha de
floridas praderas pero producen desérticas calamidades. (...)" (EL CORREO 15/10/14, MARTÍN ALONSO, en Fundación para la Libertad)
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