3/6/22

Entrevista a Josep Maria Fradera, historiador: el mundo empresarial catalán prosperó gracias a dos condiciones... un mercado español en el que tenía el casi monopolio de la industria ligera y los bajos salarios de los trabajadores... aquellos que les explicaron qué significaba de verdad una sociedad industrial eran auténticos outsiders, Monlau, Figuerola, Cerdà y Jaime Balmes... todos acabaron alejados de Cataluña... La patronal catalana se cierra en sí misma, atemorizada por el conflicto social. En consecuencia, aquel grupo social no se propuso nunca ni la reforma social de la sociedad catalana ni la de la española. Reclamó en todo caso soluciones de orden. Las pocas reformas que se introducen en Cataluña (educación o sanidad) proceden tardíamente, y poco o mucho, de los gobiernos de Madrid

 "Josep Maria Fradera es catedrático de Historia Moderna y Contemporánea en la Universitat Pompeu Fabra. Tiene una experiencia dilatada y muy variada en universidades internacionales. Ha escrito de historia catalana, española latinoamericana y de los Estados Unidos. El año 2009 recopiló algunas intervenciones puntuales y ensayos más extensos en un volumen que lleva por título La pàtria dels catalans. Història, política i cultura. (La patria de los catalanes. Historia, política y cultura). (...)

Se habla ahora de una pérdida de peso de la economía, de una pérdida de dinamismo de la sociedad catalana. Se suele situar en estos últimos años. ¿Está de acuerdo con ello? Si la respuesta es sí, ¿comienza ahora o antes?

 (...) El mercado interior continuó siendo vital para los intereses de la industria catalana hasta la década de 1960. La situación comenzó a variar en esta década, cuando el Plan de Estabilización y la liberalización económica relativa permitida por el franquismo impulsaron los intereses económicos catalanes a relacionarse de otra manera con los diversos núcleos de actividad económica del resto de España. Por otra parte, es entonces cuando la industria catalana recibe un estímulo poderoso gracias a la mano de obra abundante que llega del resto de España, un mundo laboral que, además, carecía de capacidad contractual en condiciones de dictadura.

No es una casualidad que una parte muy relevante de los arquitectos del Plan de Estabilización fueran catalanes, un hecho que reforzó los vínculos entre las élites económicas catalanas y la política económica de la Dictadura. Estos vínculos no se aflojarán en la etapa posterior, basta con recordar que fue Carles Ferrer Salat quien fundó la CEOE. Bien al contrario, seguía siendo importantísimo tener una relación privilegiada con el poder central. La paradoja de todo esto es que en los últimos años se nos ha intentado vender una historia de desacoplamiento o de conflicto permanente con el poder central. Una visión como mínimo parcial si no directamente falsa.

Vistas así las cosas, el declive no es tal. Lo que pasa es que, a la debilidad financiera tradicional, agravada por razones bien conocidas, se le añade que hay que competir con otros y no siempre de forma ventajosa, ni siempre con armas políticas adecuadas. Es una cuestión de dimensión, pero también de pérdida de oportunidades en un mundo competitivo, comenzando por el marco estrictamente español donde hay otros jugadores y un árbitro no del todo imparcial. Cuando los catalanes dicen «Madrid», tendríamos que proceder inmediatamente a múltiples distinciones. Desgraciadamente, esto exige un matiz y detalle que no se puede permitir una política fracasada.

 Sin embargo, es un tipo de vínculo que no implica una responsabilización catalana en la gobernación del Estado. Entonces, ¿a través de qué vectores se produce la relación?

Efectivamente, hay una responsabilización débil de las élites catalanas en la definición de las políticas económicas. La respuesta del porqué es necesariamente compleja. Para influir, para inclinar el Estado hacia una dirección determinada, se necesitan dos condiciones: mantener la continuidad y la autonomía real en la dirección de las políticas económicas y, dos, construir un cuerpo de civil servants que estén dispuestos a invertir una parte del capital social que la región puede generar en la cosa pública. Esta segunda condición implica formar escuelas de pensamiento, ensanchar los márgenes del debate público, enviar a los hijos al extranjero con una idea de retorno ordenado. No consta que la burguesía catalana haya hecho esto ni durante el siglo XIX ni en la primera mitad del XX.

 Dicho de manera simplificada, los industriales traspasaron la fábrica a los hijos pero no formaron una casta de enarcas, es una forma de hablar, dedicados al servicio público de forma colectiva, meditada, a medio y largo plazo. La única burguesía industrial que hizo esto fue la vasca, en buena parte porque el negocio bancario lo exige. Lo había hecho desde mucho antes en realidad. No en vano Bilbao era una de las salidas al mar de la lana castellana, vinculándose después muy activamente a las reformas borbónicas del siglo XVIII. Es una tradición que no se rompe (Deusto). Por esto Madrid es en buena medida la ciudad vasca que Josep Pla observó en el año 1921.

Mientras tanto, el mundo empresarial catalán prosperó gracias a dos condiciones: un mercado español en el que tenía el casi monopolio de la industria ligera y los bajos salarios de los trabajadores a los que empleaba (las «bullangas», para simplificar, no dejan de ser un reflejo de ello). Llama la atención que aquellos que les explicaron qué significaba de verdad una sociedad industrial eran auténticos outsiders, Monlau, Figuerola, Cerdà y Jaime Balmes, éste último un cura protegido por los jesuitas que miró hacia Bélgica e Inglaterra. Todos acabaron alejados de Cataluña.

La patronal catalana, mientras tanto, se cierra en sí misma, atemorizada por el conflicto social. En consecuencia, aquel grupo social no se propuso nunca ni la reforma social de la sociedad catalana ni la de la española. Reclamó en todo caso soluciones de orden. Las pocas reformas que se introducen en Cataluña (en términos de educación o de sanidad) proceden tardíamente y poco o mucho de los gobiernos de Madrid, cosa que no quiere decir que en su diseño y organización no participaran catalanes.

Y en este esquema, ¿cómo queda la Mancomunitat?

Fue un gran salto en el tiempo y duró poco. Hay dos elementos que efectivamente intentan romper esta dinámica de desinterés por la cosa pública: una es la Mancomunitat, indiscutiblemente, por hipercatólica y escasamente liberal que fuera, es decir, que ofrecía una obertura de compás limitada; la otra, es un grupo de intelectuales y profesionales catalanes que no tienen ningún prejuicio en salir a formarse o a hacerlo en instituciones no controladas por los poderes locales, y volver luego si pueden o los dejan. Personajes algunos que ya hemos citado como Cerdà o Figuerola en el siglo XIX, los hermanos Pi Sunyer, Bosch Gimpera o Manuel Reventós en el XX.

Las caídas en desgracia de d’Ors o de Torres García ejemplifican muy bien tanto la condición formativa de la Mancomunitat como la piel tan fina del catolicismo rural. En cualquier caso, las dos son experiencias débiles, breves y siempre sujetas a los avatares tempestuosos de la política real, que implican siempre recelos tanto en Barcelona como en Madrid. No se puede caer en la trampa de la inculpación exclusiva. Tampoco se puede caer en el tópico rancio de la modernidad catalana en contraste con el reaccionarismo castizo al otro lado del Ebro.

¿Cree que este desinterés catalán juega un papel en el hecho de que finalmente el poder real en España no se haya ido repartiendo geográficamente, saliendo de Madrid?

Una parte de la responsabilidad depende de la debilidad de las finanzas públicas españolas, un hecho que explica la correlativa del sistema educativo o de las políticas de salud pública hasta muy entrado el siglo XX. No consta que los catalanes hubieran pedido nunca pagar más, ser más vigilantes sobre cómo se gastaba lo que se recaudaba. En este sentido, la redistribución del poder y del presupuesto tendría que haber sido el resultado de una competencia positiva entre diferentes polos a lo largo del siglo XIX más que el resultado de un simple acuerdo político de mínimos entre diversos grupos regionales.

 La reflexión es de mayor actualidad de lo que parece: la sociedad española en su conjunto tampoco se reconcilia fácilmente de la guerra civil entre carlistas y liberales del XIX que se prolonga hasta el siglo pasado. Los catalanes o los vascos no fueron en absoluto ajenos a este pleito. Es más fácil lanzar una cerilla que apagar después el incendio. Los historiadores nos tendríamos que preocupar por estudiar el pleito y las consecuencias: ¿por qué no hubo una competencia virtuosa que acabara redistribuyendo poder? Barcelona no es toda Cataluña ni Madrid es toda España; ni Madrid es sólo la máquina de gobierno-ministerios, magistratura y ejército.

Hay más jugadores en la partida. Hoy es del todo evidente: están Valencia y Zaragoza, Sevilla y Málaga, Vigo y La Coruña. Los podremos ver jugar si los nacionalismos historiográficos, insisto en el plural, no nos impiden observarlo. Todos hubiéramos querido que España tuviera un DF por capital –un Escorial puesto al día– o que Barcelona y Madrid hubiesen competido lealmente como las grandes ciudades que son. Nuestra generación no verá esta rectificación. Ni tampoco un juego federal consistente, algo incompatible con cualquier forma de nacionalismo, central o periférico. (...)"                                

(Entrevista al historiador Josep Maria Fradera, 

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