"VIAJÉ A CATALUÑA el día después de la sentencia del procés,
y allí permanecí las siguientes tres semanas. Me acerqué a Barcelona
sólo una vez, en medio de los fragores pero a horas de tregua, así que
nada más vi sus efectos. Los incendios, las barricadas, las batallas
campales, por televisión, como la mayoría de ustedes. Donde me
encontraba había calma, aunque una especie de contaminación de enfado y
enemistades se notaba en el aire.
Una mañana bajé a echar basura a los
contenedores, y una señora de normalísimo aspecto me reconoció y me
dijo: “¿Por qué no escribe un artículo diciendo que en Cataluña no nos
estamos matando los unos a los otros, ni nos comemos a los niños?” Le
contesté que lo haría con gusto de darse el caso, pero que no había
leído ni oído que nadie afirmara semejantes cosas.
Sin apenas
transición, me preguntó: “¿Ha visto los vídeos de la policía saqueando
las tiendas durante los disturbios?” Le dije que no y que me parecía
improbable: “Los policías y los mossos están muy controlados”.
Se empeñó
en mostrarme las imágenes. Sacó su móvil y me enseñó a unos policías
(creo, hacía sol y estábamos en la calle) en el interior de un comercio,
trajinando. “Yo no veo que estén saqueando”, apunté; “pueden estar
recogiendo, o verificando desperfectos, quién sabe”. Su respuesta fue
tan tajante que el diálogo resultaba imposible, como si me hubiera
espetado: “¿Va a dar más crédito a sus ojos que a los míos?” “Pues yo
los veo saqueando”, concluyó.
Me limité a añadir: “Qué quiere que le
diga. Pero insisto en que me parece improbable; están muy controlados y
ellos mismos graban con cámaras sus intervenciones”.
Me quedé muy pensativo. Si esa señora (educada y tratable) había
recibido el vídeo en su móvil con la falsedad de que los agentes estaban
robando, no sólo la daba por buena y cierta, sino que veía lo que le
habían indicado que viera, por más que no se viera y que las imágenes
fueran neutras y nada elocuentes. (...)
Lo que me dejó meditabundo fue que la señora se creyera la consigna a
pie juntillas y viera lo que le habían sugerido que viera. Estamos en un
punto, pensé, en el que demasiados catalanes han perdido de vista por
qué sucede lo que allí sucede.
Hace pocos años era un sitio en el que se
vivía comparativamente de maravilla (aún es así, pese a los denodados
esfuerzos de los independentistas para arruinarlo): una de las regiones
más prósperas de Europa, es decir, del mundo; dinámica y llena de
atractivos, con el único peligro de morir de excesivo éxito a manos de
los turistas; con un autogobierno que ni siquiera disfrutan los Länder
de un país federal como Alemania; con sus propios Parlament y Govern y
docenas de competencias transferidas; con su lengua y su cultura
cuidadas y mimadas; un lugar plenamente libre, en el que se vota sin
cortapisas desde hace cuarenta años y cuyos principales partidos han
participado en la gobernación del Estado.
La idea demente de que en
realidad los catalanes viven oprimidos y expoliados ha sido inoculada
por una cuadrilla de políticos sin escrúpulos y por sus medios serviles,
que —eso dicen muchos catalanes— no tenían otra intención que crear una
gigantesca cortina de humo que tapara la famosa corrupción conocida
como “comisiones del 3%” (la cual, según esos catalanes, sería más bien
del 4% o el 5%).
Lo asombroso es que, si esa era la cuestión, lo hayan
conseguido con creces: hace años que ya no se habla del 3%. Ni siquiera
se habla de la monstruosa fortuna amasada y confesada por Jordi Pujol y su progenie. Ante la maniobra de diversión del procés, es como si nada de eso hubiera ocurrido, o como si no importara.
A veces pienso que, si hoy se preguntara a algunos de dónde viene el
odio que expresaban los rostros de quienes insultaron, escupieron y
golpearon a los invitados a los Premios Princesa de Girona; de dónde
viene la furia de los que queman Barcelona y cortan el ferrocarril y las
carreteras; de dónde la imperiosa necesidad de crear un Estado propio
abocado a ser un Estado-paria, yéndoles las cosas tan objetivamente bien
como les iban, esas personas no sabrían contestar, o no con coherencia y
verosimilitud.
Nadie en el mundo se siente afrentado por lo que pasó en
1714, sería tan ridículo como si los madrileños aún odiáramos a los
franceses por la carga de los mamelucos y los fusilamientos de 1808,
casi un siglo más cercanos.
Cuando uno ya no sabe el porqué de sus
odios, pasiones y acciones, cuando uno es incapaz de pararse a pensar si
hay para tanto y si en verdad está esclavizado, o si solamente lo han
persuadido de que lo está unos políticos egoístas, codiciosos y
culpables de un fraude masivo… Si uno no es capaz de desenmascararlos y
de salir del engaño y del ensalmo, sólo cabe que otros insistamos cuando
haga falta y les digamos, al menos, que la mayoría de sus compatriotas
no vemos lo que se los ha inducido a ver, desde hace ya siete largos
años." (Javier Marías, 24/11/19)
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