"(...) En 1991, casi medio siglo después de que se cerrara aquel gran
conflicto, los excesos del nacionalismo estallaron en los territorios
balcánicos, con la fragmentación de la antigua Yugoslavia.
Volvieron los
campos de concentración, volvió el genocidio, volvieron las ejecuciones
masivas –Sevrenica, 8.000 hombres ajusticiados de tiros en la nuca– , y
la calidad de la sangre, el color de las banderas y el apellido
heredado se convirtieron en motivos para morir y matar.
El nacionalismo es una fiera dormida que, cuando se activa, como los virus, puede generar pandemonios incontrolables. (...)
Pero esa fiera dormida que es el nacionalismo asoma sin disfraces en
periodos de crisis. Y es un monstruo insaciable que se nutre de
sentimientos difícilmente analizables. La crisis industrial y el paro
subsiguiente en la Alemania de los años treinta del pasado siglo
abrieron la puerta del nacional-socialismo, y el desmoronamiento del
sistema comunista desató las guerras étnicas de los Balcanes.
Y ahora
que la economía de Europa pasa por horas bajas, hay mucha tierra abonada
para los desmanes de la xenofobia. En ese sentido, resulta muy
sintomático el reverdecimiento de los nacionalismos en el interior de
los territorios del Viejo Continente. Nadie quiere hundirse en un barco
demasiado cargado y algunos prefieren salvarse nadando solos.
Pero, ojo, que no se interprete mal lo que digo. No hablo de desmanes
xenófobos refiriéndome a Cataluña o Escocia o Euskadi, tres territorios
históricos de probada solvencia solidaria y de enraizada inclinación
europea. No hablo tampoco del derecho de los pueblos a elegir su
destino.
Porque no debería preocuparnos el nacionalismo en la medida en
que suma, sino en la medida en que resta. Quiero decir que el
nacionalismo se transforma en perversión histórica cuando niega a «el
otro» su razón de ser y de existir, como hizo el nazismo; no cuando
afirma la singularidad de su entidad cultural y su vocación democrática.
El riesgo existirá solo en la media en que, en tiempo de crisis,
primemos las razones de la sangre sobre las razones de la inteligencia,
las del terruño sobre las leyes universales de la democracia.
Y el
problema se agravaría si se traspasaran las fronteras del diálogo y de
la convivencia en aras de la fe ciega. Mi padre era castellano y su gran
camarada en la guerra era catalán. Hablaban dos lenguas distintas, pero
lucharon hombro con hombro en la misma trinchera de libertad. Por
fortuna, en estos días no contamos con especímenes como aquel Sabino
Arana, que admiraba a Hitler, que llenó de despropósitos los oídos de
los vascos y que inventó una bandera similar a la Union Jack británica,
coloreándola de verde.
A este tipo de boceras, por muy ridículos que nos
parezcan, sí que hay que tenerles miedo. Porque convierten la
estulticia en razón histórica. Y llegan al corazón de los espíritus más
primarios. Hace bien el PNV en no abrir los archivos de su pensamiento
político.
Y hay que temer, sobre todo, a personajes como Radovan Karadzic, el
psiquiatra bosnio que encaminó la Historia de su pueblo hacia el abismo
de la limpieza étnica en nombre del orgullo serbio, humillado en 1389 en
la batalla del Campo de los Mirlos. Este tipo de siniestros personajes,
por fortuna, no florece en la España de hoy. Pero hay que estar atentos
porque surgen de la noche a la mañana, como Drácula.
Karadzic escribió poesía de joven. Y el filósofo esloveno Slavoj Zizek nos advierte: «Hay una poesía que actúa como fundamento de las patrias y sin la cual no podríamos entender el odio. Detrás de cada limpieza étnica hay un poeta». (JAVIER REVERTE, ABC 21/03/14, en Fundación de la Libertad)
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