"A Pilar, la novia del sargento y víctima de la brutal
agresión de Alsasua, no la apalearon una vez, sino dos. La primera
ocurrió aquella madrugada ignominiosa en el bar Koxka. La segunda fue
una paliza moral que se prolonga desde ese día hasta hoy.
En este
tiempo, como ella misma ha contado en el juicio, se ha enclaustrado de
puertas hacia dentro del cuartel, ha vivido su embarazo en un estado de
nerviosismo que primero le provocó contracciones anticipadas y después
le cortó la leche de su bebé, y ha recibido insultos en un supermercado,
donde la llamaron “putilla” al servicio de la Guardia Civil.
A María José, la novia del teniente, le ha ocurrido
algo parecido, con la única diferencia de que ella no vive en Alsasua,
sino que ella es de Alsasua. Por eso el mayor insulto que pueden
proferirle es el de “traidora”.
Traidora por elegir a un novio del
enemigo, por tener la osadía de salir con él a la calle, por protegerle
cuando la turba se ensañaba con él y por identificar a los agresores con
nombre y apellidos, con la seguridad propia de quien identifica a sus
compañeros de instituto.
María José, que según los parámetros de la
ideología imperante debía ser una de los suyos, se ha salido del tiesto,
de ahí que su particular paliza moral se haya traducido en persecución,
en soledad, en vacío y en pancartas insultantes.
Pilar y María José podrían no haber sido las únicas
víctimas de los justificadores del matonismo. El dueño del bar Koxka y
la camarera, testigos directos de la agresión, podrían haberlas
acompañado en el calvario si hubiesen mantenido las declaraciones
policiales que hicieron tras la agresión. Sin embargo, durante el
juicio, cuando declararon en calidad de testigos, decidieron dar un giro
a sus recuerdos y cambiaron de versión.
No fue, desde luego, una
sorpresa: hay que ser valiente para enfrentarse a las cohortes del
pensamiento único sabiendo que está en juego tu vida, tu negocio y tu
supervivencia social. Ni siquiera la verdad es una razón con el
suficiente peso para hacerlo.
Los patrones de comportamiento que estamos viendo en
torno a la agresión de Alsasua no son nuevos: se repiten desde hace
cuarenta años, el tiempo que ETA y su entorno social y político llevan
tratando de imponer un proyecto totalitario y excluyente en las
sociedades vasca y navarra.
Que los pistoleros hayan depuesto las armas
no significa que hayan renegado de sus ideas. De hecho, aunque quisieran
hacerlo, ya es tarde: han calado tan hondo que desvincularse ahora de
ellas sería hacerlo de una parte de su identidad y eso ellos, que
pretenden lograr la honra del héroe, no se lo pueden permitir.
Por eso la campaña Alde Hemendik (Fuera de aquí)
contra las fuerzas de seguridad sigue vigente. Por eso apalearon a los
guardias civiles y a sus novias. Por eso han activado el mecanismo que
convierte a los agresores en verdugos y a las víctimas, en culpables por
no estar en el único sitio donde se las admite: fuera de sus dominios.
Y
encima, en lo que probablemente perciban como una provocación, tres de
las víctimas continúan ligadas con Alsasua. De ahí que hayan decidido
hacerles la vida imposible y conseguir que, como decía la novia del
sargento, sientan que tienen que pedir perdón por ser víctimas. A eso se
le llama paliza moral.
Cada uno de los episodios de esa segunda agresión
habían permanecido silenciados durante dieciséis meses, mientras el
ruido mediático lo capitalizaban los “chavales” de Alsasua. Ahora por
fin los testimonios de las víctimas han salido a luz, pese a los
intentos de los abogados de los acusados para que los medios de
comunicación no tuvieran acceso a ellos. Su entramado propagandístico
puede seguir clamando por una versión edulcorada de los hechos, pero el
relato de las víctimas es esclarecedor.
Los jueces decidirán si los
hechos son o no un delito de terrorismo, pero el sentido común nos dice
que lo ocurrió aquella madrugada de octubre, y los meses que la
siguieron, fue mucho más que una simple y aislada pelea de bar." (Consuelo Ordóñez, El Español, 20/04/18)
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