"(...) Y no hay que ser un gran imperio para abarcar a distintas
comunidades. Toda nación –si es que merece el nombre– nace de naciones.
Por pequeña que sea, Noruega tiene dos idiomas, sin contar el sami, que
es la lengua de los lapones del norte extremo.
Finlandia también tiene a
sus lapones y luego a una minoría importante de suecoparlantes.
El
reino neerlandés incluye a los frisos, cuyo idioma es bastante distinto
al holandés. Mónaco, que es el Estado soberano más pequeño de Europa, si
dejamos aparte a la Santa Sede y a la Santa Orden Soberana de Malta,
alberga a más residentes extranjeros que a nativos.
En ninguno de estos
casos vemos problemas secesionistas, ni serios rencores
intercomunitarios. Y en casi todos nuestros países europeos hay fuertes
minorías con raíces históricas profundas o de inmigración relativamente
reciente que conservan su propia identidad sin negar ni un ápice de
lealtad al Estado ni substraer nada de la unidad estatal.
Y ahora, si
alguna vez tuviera algún sentido el concepto de un Estado nacional, la
libre migración dentro de la Unión Europea lo deja literalmente
insostenible para el futuro. Nuestros estados son –porque tienen que
serlo– entidades plurales y colaborativas.
CASI TODO intento de constituir estados nacionales mediante
secesiones o ajustes de fronteras fracasa. El único ejemplo positivo es
el de Checoslovaquia, que se disolvió amigablemente en dos estados que
mantienen buenas relaciones. Bélgica se separó de los Países Bajos en
1830, y seguía con problemas secesionistas, sin quitar a Holanda y sus
tensiones entre católicos y protestantes.
En 1922, Irlanda se dividió
para respetar las diferencias entre dos naciones históricas que
habitaban la isla, iniciándose los conflictos que ni siquiera hoy se han
acabado. Más o menos al mismo tiempo, se intentó racionalizar las
fronteras entre Grecia y Turquía, con la consecuencia de que se
masacraron o expulsaron a miles de personas.
Ni hablamos de los casos de
Bosnia, ni de Kosovo, ni de Ucrania, ni de Chipre, ni de Georgia, ni de
Armenia, ni de Sudán del sur ni de las demás tragedias poscoloniales,
ni de ningún otro de los muchos casos de fracasados proyectos
nacionalistas en el mundo de hoy.
Y, a pesar de todo, sigue esa manía de insistir en intentar
establecer un Estado por cada comunidad supuestamente nacional. Ya hay
venecianos que quieren abandonar a Italia, bávaros que rechazan a
Alemania, y movimientos independentistas irracionalmente fuertes en
Escocia, Euskadi y Cataluña.
Lo más probable es que ninguno de ellos
realice sus aspiraciones, porque los políticos nacionalistas se han dado
cuenta de que la independencia les perjudicaría. La situación actual
les mantiene en el poder, mientras que si se alcanzara la independencia,
la razón de ser de sus propios partidos se echaría a perder y sus
perspectivas electorales desaparecerían.
Es por eso que la mejor
solución sería concederles los referendos que pretenden desear, y
desafiarles a que los ganaran. Pero el debate en España queda estancado
en cuestiones teóricas de relevancia marginal y de poco sentido práctico
–lo sagrado de la Constitución, por ejemplo, o el problema áridamente
esencialista de la naturaleza de una nación.
Desgraciadamente, la
conclusión que indica la historia es casi inadmisible en España:
reconocer el derecho a separarse es justo, pero intentar ejercerlo es
una locura." (EL MUNDO 20/05/14, FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO, Historiador y titular de
la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad Notre
Dame (Indiana), en Fundación para la Libertad)
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