"(...) Las repetidas promesas que los dirigentes catalanes que pilotan este
tránsito a la ruptura con España les hacen a sus embelesados ciudadanos,
acerca de que la independencia les supondrá beneficios sin cuento
(puesto que no tendrán que pagar el canon al odiado Estado español por
los gastos comunes: Ejército, Jefatura del Estado, Seguridad Social,
aeropuertos, puertos, carreteras, ferrocarriles, etc., y además
obtendrán beneficios por quedarse con todos los impuestos recaudados en
el territorio de Catalunya), les están engañando –cuestión esta de la
que creo que son absolutamente conscientes–, y alguien debería
demostrarles lo imposible de que se cumplan semejantes vaticinios, si
han de cumplir las normas jurídicas más elementales que rigen en los
supuestos de separación de los estados.
En el momento del divorcio, Catalunya deberá hacerse cargo de la
parte de la deuda pública española que le corresponde y que, dado su
PIB, el cuarto en riqueza de España –después del País Vasco, Navarra y
Madrid–, alcanzaría en este momento la friolera de 50.000 millones de
euros.
El pago de esta deuda, ni aún a plazos, sumiría al pueblo catalán
en la más terrorífica miseria. Pero con ello no habría hecho más que
comenzar su andadura, y a la enorme mochila de la deuda hay que añadir
que debe hacerse cargo de los gastos de su territorio correspondientes a
todos los servicios e infraestructuras que compartían con el Estado
español:
Ejército, Jefatura del Estado, Seguridad Social, carreteras,
aeropuertos, trenes, etc., si no quiere hundirse en el medievo.
Es
decir, las consecuencias económicas del divorcio han de conocerse,
mesurarse y responsabilizarse de ellas, como en cualquier otra ruptura, a
menos que se pretenda seguir el ejemplo del marido que abandona a la
familia.
Pero es evidente que este ejemplo no sirve para todo un país, que no
puede huir al extranjero dejando de pagar las deudas y los alimentos de
la familia. Hasta ahora, Catalunya ha compartido, como las demás
comunidades españolas, las aportaciones europeas desde 1986 en que
entramos a formar parte del Mercado Común primero, y de la Unión Europea
más tarde, y que no han sido precisamente modestas, y ha podido
solicitar que le entregara el Estado español parte de los préstamos
internacionales que, sobre todo en el momento actual, nos son
fundamentales para sobrevivir.
Ninguno de los voceros de la
independencia explica a sus seguidores que estas ventajas se acabarán
súbitamente si logran su propósito de instalar las fronteras en el Ebro.
Que ni las ayudas europeas ni la posibilidad de obtener créditos
internacionales se mantendrán en un Estado catalán que ha decidido, por
su sola voluntad, sin contar con el Gobierno de España y aún menos con
el resto de los ciudadanos españoles, abandonar las responsabilidades
económicas que asumía desde hacía medio milenio.
Los dirigentes de CDC y los de ERC se muestran indignados si se
plantea que en esta trascendental cuestión no solamente tienen que
opinar los catalanes sino todos los españoles, porque, como el humorista
que he citado, consideran que esto de abandonar el hogar familiar como
pretende el muchacho que se quiere emancipar, es una cuestión que
únicamente les afecta a ellos.
Pero ni siquiera en esta desafortunada
comparación podemos asegurar que la salida del chico no afecte a los
padres y a los hermanos si han de seguir manteniéndole cuando esté fuera
de casa. Y aunque ya oigo las protestas enfurecidas de mis opositores
–que no hacen gala, por cierto, de elegancia ni ecuanimidad cuando
discuten conmigo– asegurando que no son los españoles los que los
mantienen sino al revés, creo que sería de justicia que tuvieran en
cuenta lo que significaría para los demás contribuyentes asumir la deuda
catalana porque ellos no podrían pagarla.
No son menos importantes las consecuencias que devendrían de la
separación de Catalunya en cuanto a comercio, industria, agricultura,
puertos, intercambios culturales, etc, con el resto de España, no sólo
para los catalanes, principales víctimas, sino también para el resto de
los ciudadanos del país.
Y si tales consecuencias han de ser sufridas
por todos los españoles, justo es simplemente que los demás afectados
tengan la misma posibilidad de decidir que los catalanes. Resulta
extremadamente cínico que los que exigen con cada vez mayor chulería su
derecho a decidir se lo nieguen a los demás, con el mismo énfasis.
Como es igualmente descarado que los dirigentes políticos catalanes
que se han dedicado durante dos años –en la práctica cotidiana bastantes
más– a minusvalorar las cualidades de los demás españoles, su capacidad
para el trabajo, su formalidad, esfuerzo y honradez, y aún más los han
acusado de delincuentes diciendo que les roban, estén haciendo ahora
discursos de amistad y colaboración para cuando ellos hayan dado un
portazo a la convivencia, con malos modos. (...)
Recuerda vívidamente la peripecia de Cambó, cuando después de años de
manifestar su desagrado y molestia con España por la contribución que
debía aportar Catalunya al mantenimiento del Estado, se encontró con que
sus quejas y demandas eran acogidas con gran disgusto por el resto de
los españoles, que comenzaron a rechazar los productos catalanes.
Su
libro Per la Concordia es enormemente iluminador de cómo la
burguesía abandona pronto los ideales cuando se resienten sus negocios.
Mientras tanto, con la codicia que la caracteriza, ésta intenta que de
la obsesiva campaña se siga algún beneficio del que apropiarse, en tanto
no se dicte sentencia de divorcio." (Lidia Falcón, Público, 06/01/2013)
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