"El Partido de los Socialistas de Catalunya no
le ha durado un asalto (a Mas). La escalada independentista ha puesto en
evidencia las fracturas del socialismo catalán, ha propiciado la salida
de Ernest Maragall y ha terminado por llevar al PSC a asumir
explícitamente la reclamación independentista del derecho de
autodeterminación mediante un referéndum sobre la independencia con una
reforma previa de la Constitución que apoyarían.
Que la afección es
contagiosa, lo hemos visto en el País Vasco con un PSE que en plena
campaña electoral se ha subido al tren escocés para sumarse a sus primos
catalanes. El apoyo de los socialistas a la reclamación nacionalista
del referéndum abre tentadoras posibilidades de coincidencia en el
futuro para una izquierda que, en este momento, se ve muy lejos de
recuperar el poder solo con propias fuerzas. Pero esa es otra cuestión.
Lo que se necesita para alimentar esta descontrolada escalada que
protagoniza el nacionalismo catalán es un fenómeno ya bien conocido.
Sólo se puede justificar la ruptura mediante la denigración de un
enemigo, España, que roba y oprime.
La construcción del enemigo por el
nacionalismo no sólo es una necesidad para ocultar que con la
Constitución y el pacto democrático y nacional en que ésta se basa, los
catalanes, como el resto de los españoles, son más libres que nunca y
disponen de instituciones con mayor autogobierno que nunca.
Esa
denigración masiva mediante una imagen demonizada de España pone de
manifiesto la negación de la civilidad y todo lo que de premoderno anida
en el nacionalismo étnico.
No por casualidad, esa negación de la
civilidad alcanza su expresión más brutal en la doctrina sabiniana a la
que el integrismo antiliberal de Arana no sólo alimentó sino que le
prestó su coartada moral en forma de sublimación religiosa con aquel
«nosotros para Euskadi y Euskadi para Dios».
De esa materia está hecha la invocación de Artur Mas a la «misión
histórica» de la que declara sentirse investido. Porque es esencial para
la construcción nacionalista sustituir la racionalidad democrática –que
legitima el poder pero también lo limita y permite que cambie de manos–
por la personalidad carismática y un relato de pérdida y victimización
que permite la apelación al «pueblo» para contraponer, como ha hecho el
consejero de Interior de la Generalidad, la legalidad constitucional con
la «legalidad democrática» es decir la pretensión unilateral del
nacionalismo.
En este panorama no puede faltar una guerra y para eso está la de
Sucesión. Como hacen los nacionalistas vascos con las guerras carlistas,
también los catalanes han convertido un conflicto dinástico en una
guerra de liberación nacional. Es falso, sí, pero sirve para poner los
retratos borbónicos boca abajo, organizar la disciplinada
exhibicióncuatribarrada del Camp Nou y, sobre todo, presentar la
historia de Cataluña como un continuo de opresión y privación desde
aquella derrota que, en realidad, lo fue de un pretendiente al trono de
España.
Las pretensiones últimas del nacionalismo del tipo de las expresadas
con el agresivo radicalismo de Mas sólo pueden conseguirse a costa de la
quiebra de la cultura cívica y democrática, desde la exaltación
identitaria y el repudio de la modernidad política.
Por eso el
nacionalismo cuando cree llegado su momento de gloria tropieza con el
pluralismo y es entonces cuando se comprueba que su proyecto no tiene
otra respuesta para la diferencia que la invitación al exilio interior
–«ancha es Castilla» como proclamó aquel el prominente jelkide– o
imponer la renuncia a la ciudadanía aunque sea con la promesa –falsa– de
que quienes se plieguen a ello vivirían como los alemanes en Mallorca. O
en Reus." (Javier Zarzalejos, EL CORREO, 20/10/12, en Fundación para la Libertad, 20/12/2012)
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