Sigue siendo pertinente, pues, indagar si en un sistema democrático encuentra acomodo la aprobación pública de quienes dan muestras inequívocas de su desprecio por las más elementales normas de convivencia.
El posible encaje del culto a los caídos en un sistema democrático no es una cuestión novedosa. Kurt Tucholsky, escritor alemán de origen judío, pacifista y de izquierdas, fue durante el periodo de entreguerras un crítico acerado del nacionalismo alemán.
A él debemos una frase que, aún hoy, sigue manteniendo plena vigencia en todos aquellos escenarios en los que la violencia terrorista es una práctica que goza de cierto apoyo social: "Toda glorificación de un caído en el curso de una guerra se traduce en tres muertos en la guerra siguiente". (...)
Si de lo que se trata es de poner coto a la violencia y de avanzar hacia una sociedad en la que se imponga la resolución pacífica de los conflictos, urge que los actores implicados dejen de encumbrar a sus mártires particulares. (...)Sin embargo, desde el momento en que se practica un homenaje en la esfera pública, el acto adquiere una dimensión política. Ahí es lícita la intervención de las autoridades.
Más aún, poner freno a las prácticas glorificadoras constituye un imperativo moral de toda sociedad decente, esto es, de aquella sociedad en la que sus instituciones no humillen (en este caso por su inacción y omisión) a las víctimas y sus allegados ni, por extensión, al resto de la ciudadanía que asiste al asesinato de conciudadanos por quiénes son, pero más a menudo por lo que representan (miembros de las fuerzas de seguridad y de la judicatura, concejales y responsables de partidos políticos en general, periodistas, etcétera).
Los actos aprobatorios de los victimarios, y con ellos de sus delitos, son los canales a través de los cuales opera de forma concreta la humillación.
Toda expresión pública de simpatía con los gudaris equivale a confesar una identificación incondicional con los caídos en acto de combate o purgando pena por sus actividades asesinas, a transmitir a la audiencia el mensaje de que eran nosotros (o son, en la medida que están presos). (...)
Asistir a un ritual glorificador de un etarra actualiza el compromiso con la causa de la feligresía asistente y, de forma vicaria, de todos los miembros y simpatizantes del nacionalismo radical.Elevar al gudari muerto al panteón del culto nacional implica, en segundo término, ofrecer a las generaciones presentes y a las venideras, a esa juventud alegre y combativa, un ejemplo en obra del camino a seguir. El héroe se erige en una figura pedagógica y socializadora, referencial y digna de mimesis, que cumple la misión de estimular el valor y resolución en sus correligionarios mediante el ejemplo.
En tercer lugar, la exaltación del héroe caído en nombre de la patria como muestra de la más sublime y desinteresada abnegación sirve como ocasión para expresar en público la legitimidad de la acción violenta, no ya solo de forma retrospectiva, sino también en el presente.
En suma: servir de argamasa grupal, socializar en el heroísmo y legitimar la lucha armada son tres razones suficientes para que los miembros de la comunidad nacionalista radical se sientan interpelados por la "obligación moral" de homenajear a los gudaris, según expresó un destacado dirigente ultraabertzale.
Las consecuencias a corto y medio plazo de dicha glorificación son inmediatas: alimentar la cronificación de la violencia.
Las consideraciones aquí esbozadas apuntan a un horizonte moral bien diferente del señalado por ese dirigente.Un escenario en el que ni las víctimas ni el resto de la sociedad se vean humillados al asistir a la apoteosis de quienes han asesinado, o lo han intentado, en nombre de un proyecto político.
Un escenario en el que a la violencia física padecida por las víctimas no siga la violencia simbólica de contemplar la exaltación de los victimarios. Ya va siendo hora." (JESÚS CASQUETE: Glorificaciones que matan... y humillan. El País, 24/09/2011, p. 27)
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