"Es uno de los sociólogos más destacados de España. Y comparte su visión sobre la situación catalana con Crónica Global. El doctor en Sociología por la Universidad de Harvard y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (...)
—¿Se puede hablar de identidad fuera de la política, por tanto?
—Tenemos identidades muy complejas e incluso retorcidas. No somos
solamente catalanes o españoles, somos hombres, mujeres, de edad X, de
pelo claro u oscuro, con sentimientos religiosos o poéticos diferentes,
con experiencia de vida que nos hace formar parte de tribus morales
distintas.
Todas esas diferencias no es algo que nos obligue a
rechazarnos, sino que nos debe llevar a desarrollar una curiosidad por
los demás. Por lo que es distinto. No estamos intentando encontrar a
nuestro yo en cada persona con la que nos relacionamos, eso es un
aburrimiento, una repetición.
Lo que tendemos es a una búsqueda de
diferencias comprensibles para seguir adelante. De todas formas, el sentimiento de identidad es muy lógico y normal,
entendido con prudencia y sensatez. Ser nosotros también es cuidar de
nosotros mismos, ser corresponsables de algo. En eso no hay problema.
—¿Entonces el nacionalismo debe ser para usted muy aburrido?
—No necesariamente, depende de cómo se vivan las cosas. En el
nacionalismo hay un componente de “hemos nacido en un mismo territorio,
somos fieles a un paisaje común, somos hijos de nuestros padres y, por
tanto, tenemos patria”. Ese
es el sentimiento de apego, de confianza espontánea que puede ser
positivo. Otra cosa es si eso lo utilizas para buscar un chivo
expiatorio en la nación opuesta y condenarla a la destrucción o la
subordinación.
—La identidad no tiene por qué ser excluyente, pues.
—No tiene por qué ser opresora. Hay identidades en las que tiene un
cierto orgullo de las cosas buenas que se hayan hecho y te sientes
responsable de que se sigan haciendo. Y cuando llega alguien de fuera, se enamora de eso que tu eres, quiere formar parte de esa patria y lo aceptas y lo acoges,
comprendiendo que conservará lo que quiera conservar de su anterior
vida y la mezclará. Se casará, se hermanará con personas de otra
identidad.
La simplificación y la demonización no son inherentes ni al
sentido del nacionalismo ni al sentido del patriotismo. No es un mal. Ha
habido un nacionalismo sensato y decente. No es lo mismo el patriotismo
de los antiguos romanos, que el de los guerrilleros españoles y
catalanes de la independencia.
Aceptar eso es aceptar la riqueza de la conversación interesante y
equívoca. Siempre que haya unas reglas del juego, puede haber distancia.
Y nos respetaremos por ello.
—¿En Cataluña quien ha roto las reglas del juego? ¿Los gobiernos? ¿La sociedad? ¿Hay fractura?
—Lo que hay que plantearse es cómo han llegado las cosas al punto que
han llegado, pero no hay que verlas como si se hubiera llegado a un
punto irreversible. Los procesos históricos son dramáticos, pero después
de un acto viene otro. Esa idea de que estamos en el último acto de la
gran tragedia y que Macbeth debe morir, no es así. No debe morir
todavía. Cambiemos el esquema. Esto es una secuencia larga. Esto ha
funcionado de forma complicada y con errores de todos ¿durante cinco
siglos? ¿O son once? Durante esos años, las cosas han ido a peor, otras veces a mejor porque es una historia abierta.
Esto no está abocado a una decisión definitiva del día D y la hora H.
Eso es para desembarcar en Normandía. Si se quiere reconvertir en eso,
se tiene que falsear la situación. ¿Por qué me tengo que plantear yo las
cosas de aquí a mañana? Las cosas se tienen que reconstruir a muchos
niveles. No se trata de llegar un día al Parlamento y votar. Luego
resulta que sales a la calle y el señor que me coge de la mano para
evitar que me atropellen no tiene nada que ver con lo que ha ocurrido,
sino que es una buena persona que me ha ayudado. (...)
—En este sentido, ¿los catalanes son diferentes al resto de España?
—Hay diferencias, pero no son sustanciales. El nivel de competencia o
incompetencia de la clase política catalana es parecida a la de la
clase política española. La historia, lo que ha probado es que modus operandi de
este país durante 40 años no ha variado tanto de región a región. En
Andalucía han ido más lentos en la transformación, pero veremos. Hay un
proceso de aprendizaje.
Y hay cosas esperanzadoras. Con todo, no nos
podemos quejar. Tenemos 40 años de democracia liberal y una economía de
mercado que funciona correctamente. Y con un nivel de violencia que,
aunque se magnifique, no es tan grande. Vivimos más tiempo, comemos
mejor… Hemos traído inmigrantes
y no les hemos maltratado, millones. Ha habido inmigrantes en el País
Vasco y Cataluña que, a pesar de todo, allí se han quedado y han querido
al país al que iban.
Y han recordado con cariño al país del que venían.
Esos son buenos sentimientos. Cataluña no habría existido sin los millones de charnegos que llegaron.
Y el País Vasco tampoco. Y lo digo en el buen sentido de las dos
partes. Hemos digerido, aunque sea de forma regular, una guerra civil
del copón, que además venía con un siglo detrás de más guerras civiles. Y
con cuánta mala intención y con cuánto asesinato.
—¿Cómo se gobiernan los sentimientos?
—Existe la posibilidad de hacer pactos cívicos. Evitemos gestos de
desdén, de desprecio, insultos en esta reunión de amigos, de familia, de
la comunidad de propietarios, en tu negocio. Por principio y motivo de
interés, evitemos esas descalificaciones. Y cuando las haya, agitemos la
bandera. “Has cometido falta”. Y si no se hace caso, que quede
constancia y seguir insistiendo. Porque seguimos viviendo. Hay
recursos en una sociedad a la que le gusta la negociación. Y eso forma
parte del carácter de los catalanes nacidos aquí o hijos de catalanes.
Hay un sentido del trato. (...)
—En esa lógica de poner distancia a las cosas, cuando alguien
habla de la raza catalana o que la lengua castellana es colonizadora
¿debemos tomarlo como una anécdota o perjudica la convivencia?
—A los catalanes que vivís en Cataluña y también os sentís españoles,
¿qué os sale de dentro? Pues lo que salga del sentimiento y del
interés, hay que contarlo. Renunciar al español es pegarse un tiro en el
pie por interés. Es un argumento prosaico, pero importante. Desde el
punto de vista del sentimiento. Si mi padre, mi madre o mi abuelo, son,
por ejemplo de Linares (Jaén) como sería tu caso, y me gusta ir a
visitar esa ciudad ¿cómo voy a renunciar a una parte de mi propia
experiencia de vida que se expresa en lengua?
—Hay quien dice que el bilingüismo mata...
—¿Y qué problema hay con ser bilingüe si eso es un plus para
muchísima gente en la vida, porque tienes capacidad para desarrollar dos
universos de emociones? No es lo mismo leer El Quijote en castellano que en catalán. Hay sentimientos y enriquecimientos culturales. Hombre ¿colonial? Esa palabra aplicada a Castilla sobre Cataluña suena rarita. Porque la historia no encaja exactamente con eso.
“Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando”. El Gran Capitán
conquista el sur de Italia ¿y luego eres tú quien se aprovecha de ello?
Después llega el momento del XVII, no quieres ser español, pero tampoco
francés, y al final eres español.
Y llega el XVIII y te explican otra
historia complicada. Y luego eres tú el que mandas y te proteges del
mercado español, explotas en Filipinas y eres esclavista… No somos
tontos. No puedes ir por el mundo diciendo que te ha colonizado el
personaje que viene de Linares, que ha venido a trabajar como ha podido,
eres tú el que lo has explotado posiblemente durante un tiempo.
—¿Es más difícil convivir en comunidades donde hay dos lenguas?
—No necesariamente. Hay experiencias frecuentes. En Francia, aunque
una lengua ha prevalecido sobre la otra; en Italia se ha sobrevivido con
dialectos, en Canadá han encontrado un equilibrio razonable. En Estados
Unidos, los emigrantes han conservado su lenguaje. Depende de cada
país. En Italia, con dos capitales como Roma y Milán, no es lo mismo que
España, con Barcelona y Madrid. Si no sabes encajarlo, pues háblalo.
Tampoco es lo mismo San Petersburgo y Moscú, pero ahí siguen.
Son
dualidades complejas, donde no hay una solución matemática. No pasa
nada. La convivencia del catalán, que lo hablan diez millones de
personas, y el castellano, es un problema, pero no lo veo insoluble. Y
aquí veo que os habéis manejado en los dos idiomas bastante bien.
—Lo que pasa es que, desde el punto de vista político, no se
puede tocar ese tema y, por tanto, pedagógicamente tampoco. Si planteas
más asignaturas en castellano te dicen que quieres matar el catalán.
—Pues que elijan los padres, o que haya flexibilidad, interpretada
con prudencia. Ver si es flexible 20 horas a la semana de castellano o
tres. (...)"
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