"(...) Como sostiene el periodista Esteban Hernández, “buena parte de las
clases medias altas y de las altas han salido perdiendo en la
reorganización mundial ocurrida tras la caída del muro. No lograron
insertarse en el nuevo orden financiarizado y globalizado, lo que les ha
llevado a perder pie, y ahora se acogen al discurso cultural como forma
de autoconservación”[2]. Frente a una nueva revolución industrial, cabe añadir, como hace dos siglos.
Pazo, casona, caserío, masía, alquería…
La aproximación al carlismo suele hacerse desde el folklore. Como
sucede ahora, todas las contradicciones se simplifican en una lucha
entre el viejo tradicionalismo y el progreso modernizador, y suele
insistirse en los aspectos más llamativos: la disputa dinástica o la
defensa de elementos religiosos, como la Inquisición.
Es interesante
que, como sucede en la actualidad, se reduzca todo a la ira de los que
no pueden adaptarse a los cambios, como si estos fueran unívocos. Es
decir, como si modernización y desigualdad fueran conceptos vinculados
y, si se está en contra de la segunda, también se cuestiona el primero,
facilitando la caricatura: antiguo, perezoso, ludita, etc.
Como sucede en tantas ocasiones, un hecho concreto, la sucesión, fue
la chispa de un descontento más transversal al que una institución
ideológica, la iglesia católica, ofreció un paraguas emocional y
simbólico. Tras la chispa y el paraguas, lo que hay es la disputa por el
sistema político y económico, y la oposición a un modelo concreto de
capitalismo, basado en la propiedad privada, la industrialización y el
comercio. Es decir, el carlismo es cómo ciertos grupos sociales se
resistieron a la gran transformación de la que hablaba Karl Polanyi.
Vayamos al siglo XIX. Además de defender un estado moderno basado en
derechos y libertades, el proyecto liberal español también propone un
modelo que encaje en la estructura económica de la revolución industrial
a través de aspectos como la uniformidad jurídica, la prevalencia de la
propiedad privada individual, la liberalización de la actividad
económica o la desaparición de las trabas al movimiento de capitales o
mercancías. El criterio es unidad y uniformidad frente a la sociedad
del Antiguo Régimen, caracterizada por la multiplicidad de condiciones
jurídicas posibles.
La regulación del derecho de propiedad quiere decir la desaparición
de los vínculos, una figura jurídica del Antiguo Régimen por la que
había bienes, normalmente tierras, que quedaban inmovilizados en
determinadas familias o instituciones. Se impedía su reparto en la
herencia y su venta o enajenación por cualquier motivo. Es decir,
quedaban fuera del mercado, algo impensable desde el punto de vista
liberal.
Suele pensarse en los bienes de manos muertas, es decir,
pertenecientes a parroquias, conventos, cofradías, patronatos u órdenes
militares, pero también hablamos de bienes comunales, donde los vecinos
de un municipio podían acudir en busca de pastos, frutos o miel, y
bienes de propios, los arrendados por estos municipios a particulares.
Por ejemplo, explotaciones mineras. Esta desamortización ya había
comenzado bajo el reinado de Carlos IV. La guerra de la Independencia de
Estados Unidos y la de los Pirineos con la Francia revolucionaria
habían provocado un fuerte endeudamiento y el apetito por las tierras de
la Iglesia o la Corona creció cuando el rey añadió la posibilidad de
reformar el acuerdo de vínculo entre propietario y agricultor, dejando a
los segundos desprotegidos.
Dentro de ese criterio mercantil, también se cuestiona el mayorazgo,
una institución que permite mantener la propiedad de determinados
derechos o bienes en el seno de una familia, clave en una economía
agraria que, a lo largo del territorio, recibe diversos nombres: pazo,
casona, caserío, masía, alquería, cigarral, carmen, cortijo o casa.
Podemos hacer una analogía con las empresas familiares y, a través de
las estadísticas, que muestran que no suelen llegar a la tercera
generación, pensar en la amenaza que supuso para ese modo de vida la
desaparición de la figura jurídica que lo protegía.
La liberalización de la economía también implica la extinción de los
gremios, que fijaban unas normas, fueros, para el desempeño de un
oficio, desde la adquisición de materias primas a la regulación laboral.
También, las calidades o los precios de venta al público. Con la
liberalización desaparece cualquier filtro para el ejercicio de una
actividad y, casi, se deja la regulación a la mano invisible del
mercado, salvo los aranceles. Frente a cualquier otro criterio, la
posesión de capital se convierte así en la condición indispensable para
invertir en talleres, materias primas y salarios. Más posibilidad de
acumulación.
El proyecto liberal también promueve la extinción del régimen
señorial. La diversidad jurídica e impositiva, donde cada territorio
tenía sus propias normas y tributaciones, debe dejar paso a la
unificación y armonización. Las alcabalas, diezmos, portazgos, montazgos
o tercias, recaudados por los nobles, deben dejar paso a una
tributación directa y proporcional, un modelo que sólo llegó a finales
del siglo XX.
Pero también, los diversos modelos de explotación de la
tierra, colonato, aparcería, pechería, etc. tenían que ser sustituidos
por un modelo único de contrato de arrendamiento, más ágil y de menor
duración. El deseo de acabar con el peso de la servidumbre y convertir a
todas las personas en ciudadanos de pleno derecho también provocaba, a
corto plazo, más incertidumbre.
Verlo como una lucha entre el progreso y el inmovilismo o el
retroceso es simplificador y es una estrategia hegemónica del nuevo
modelo para hacerse pasar por inevitable porque también puede
presentarse como un enfrentamiento entre la acumulación individual y las
estructuras comunitarias. El proceso de industrialización se podía
haber producido extendiendo esa visión de la propiedad comunal a las
nuevas formas de producción, algo que no suele tenerse en cuenta.
Ya en esa época, el economista Flórez Estrada advertía de los
peligros de la privatización de la tierra: “El sistema de vender las
fincas hará la suerte de esta numerosa clase [los arrendatarios] más
desgraciada de lo que es ya en la actualidad y, por consiguiente, les
hará odiosa toda reforma […] Las subidas de las rentas, que
inevitablemente tendrán lugar, harán que estos pueblos detesten las
nuevas reformas por las que se traspasan los bienes a otras manos”[3].
Es fácil pensar en el problema de la vivienda. Incluso, como recoge Jordi Nadal en El fracaso de la revolución industrial en España,
Flórez proponía un modelo de propiedad estatal “para que todas las
familias fueran dueñas del dominio útil y, por consiguiente, estuvieran
interesadas en las reformas y el trono de Isabel, pues en ellas verían
cifrado su bienestar”. Desde su tumba, Flórez Estrada manda un fuerte
saludo a la Comisión Europea, que este año volverá a pensar por qué sube
la ultraderecha.
En general, las buenas intenciones liberales no se cumplieron. El
proyecto no fue capaz de construir un estado abierto, laico y
democrático que sustituyera a la estructura imperial. No hubo reforma
agraria. No hubo reforma impositiva. No hubo reforma democrática. No
apareció una clase burguesa abierta y emprendedora, ni una “copiosa
familia de propietarios, ciudadanos honrados y laboriosos y labradores
aplicados”, como decía el decreto de desamortización de Mendizábal, sino
una oligarquía, centralizada en ciertos núcleos, que logró acumular
propiedades y privilegios dentro de esas débiles estructuras estatales.
La revolución francesa fue hecha al revés, sostenía Josep Fontana:
“Quienes han abolido el régimen señorial e implantado el capitalismo en
el campo han sido los propios señores, naturalmente, en su provecho”[4].
Años después, no muchos, esa oligarquía se reconcilió con la Iglesia e
incluso acabó usando el paraguas de la religión para impedir cualquier
intento de estado abierto, laico y democrático. Sobre todo, cuando
apareció una nueva ideología: el socialismo.
Verdes valles, colinas rojas
A este modelo concreto de capitalismo, industrialización y comercio
se oponen varios sectores sociales que, a principios del siglo XIX,
encuentran en la Iglesia católica su paraguas emocional y simbólico y
una infraestructura clara: la guerrilla que había luchado contra las
tropas napoleónicas, a su vez basada en los miquelets y sometents
de la guerra de los Pirineos. “Dios, patria, fueros, rey” es sólo un
lema que amalgama. Es importante entender que los procesos de
modernización y la implantación de nuevas formas de producción implican
el reemplazo gradual de la estructura existente, que se ve amenazada.
El
nuevo modelo incorpora en las nuevas estructuras a los grupos e
individuos que son necesarios para que el nuevo modelo prevalezca y
rechaza a los que no tienen lugar en la nueva estructura productiva o
que carecen de la capacidad de adaptarse a ella. Algunos miembros de la
clase alta/media acceden al nuevo modelo, el sistema-mundo
transnacional, pero otros quedan marginados. Su acumulación previa les
permite vender para mantenerse o ser rentistas durante un tiempo, pero
terminan bajando de clase o emigrando.
Se produce un proceso de desintegración social y cultural. Como
explica Karl Polanyi: “El mercado amenazaba los intereses sociales de
diferentes secciones de la población y las personas pertenecientes a
diferentes estratos unieron inconscientemente sus fuerzas para afrontar
el peligro”[5].
En los momentos iniciales de expansión (penetración financiera y
tecnológica del centro capitalista) se produce un movimiento de reacción
que puede apoyarse en cuestiones identitarias o en el apego a lo
tradicional frente al laicismo y el desencantamiento del mundo. Sobre
todo porque el sistema-mundo es unificador a través del concepto moda.
El romanticismo le dará contenido a esa mirada hacia atrás con la
recuperación y sistematización de todo el pasado frente a la
enciclopedia, la sistematización hacia el futuro. También, con el völkich,
el pueblo, la nación identitaria, un concepto que hace innecesaria la
apelación a dios o al rey y que incluso puede sustituir a todo el lema
inicial, salvo, quizá, a los fueros.
Volvamos a Polanyi: “Las cuestiones puramente económicas que afectan a
la satisfacción de las necesidades son incomparablemente menos
relevantes que las cuestiones del reconocimiento social para el
comportamiento clasista. […] Los intereses de una clase se refieren muy
directamente a la posición y el rango, a la calidad y la seguridad; es
decir, son primordialmente sociales, no económicos”[6].
El mayorazgo, el gremio o la aparcería, además de las tradiciones, son
las instituciones donde está incorporada la existencia social de los
grupos que se alzan, incluso antes de la cuestión dinástica. Es un
conflicto cultural frente a la conversión de todo, incluida la mano de
obra, en mercancía que debe ser flexible.
El baseritarra, cabeza del caserío vasco, la figura socio-económica
relevante del Antiguo Régimen, pierde importancia frente a la nueva
clase industrial urbana que no solo importa paños de Inglaterra en lugar
de comprárselos a él en los mercados locales, sino que, gracias a la
nueva legislación y el dinero de la estructura financiera, quiere
hacerse con el control de las minas para instalar fábricas que
destruirán los bosques y, además de llevarse la mano de obra del campo,
traerán otra diferente.
Esa clase urbana después querrá comprar sus
caseríos para descansar y tomar el aire, además de imitar sus
vestimentas y costumbres en las fiestas, ya despojadas de trascendencia.
El baseritarra se revela frente al nuevo estado que solo impone leyes
que dividen sus tierras y facilitan la salida de hierro, pero que no ha
sido capaz de retener las colonias americanas que garantizaban ingresos y
mercados, además de un lugar al que los hijos no primogénitos podían
emigrar. Un nuevo estado que tampoco reconoce la hidalguía vasca y su
limpieza de sangre, claves en el acceso a puestos en la administración,
el ejército o las órdenes religiosas.
Es un proceso que, en parte, está narrado en Verdes valles, colinas rojas, de Ramiro Pinilla[7].
El Fuero representa la voluntad de retomar el control por parte de los
que quedan fuera frente a un poder político central que no representa
sus intereses y es la parte que se defiende en el convenio de Oñati,
previo al abrazo de Bergara, donde el pretendiente tuvo poca voz. El
fuero es el huevo, la voz propia sobre las inversiones, los aranceles o
los tributos.
Madrid se va
Doscientos años después, tenemos una nueva revolución industrial. El
sistema-mundo lanza una nueva oleada de modernización que busca
reemplazar la estructura existente. El nuevo modelo incorpora a los
grupos e individuos que son necesarios, pero otros quedan fuera porque
no tienen espacio o no pueden adaptarse, como el ABC. En cada
país, recuerda Hernández, “los empresarios nacionales o se han vuelto
globales o están siendo absorbidos por actores internacionales con mucho
más músculo financiero, la cercanía a los poderes nacionales tiene
menos importancia que antes, porque el poder es mucho más global que
nunca, y las profesiones que antes otorgaban renombre social se han
bifurcado, y cuentan con muchos más perdedores que ganadores”[8].
No es difícil establecer una analogía entre el impacto del modelo
Manchester en el siglo XIX y el modelo Silicon Valley en el XXI. Seguro
que un taller de indianas barcelonés o una ferrería vizcaína miraban a
Inglaterra con los mismos ojos con los que el sector editorial o del
transporte mira a California. Estamos en ese momento de cambio en el que
este modelo de modernización amenaza los intereses sociales de
diferentes secciones de la población y las personas de diferentes
estratos unen sus fuerzas para afrontar el peligro. El völkich,
el pueblo, la nación identitaria, es un concepto que es capaz de reunir
a esos grupos diversos que carecen del apoyo de las estructuras
administrativas estatales y supraestatales. Incluso, facilitan la
implementación del nuevo modelo.
En el caso de España, la pluralidad de partidos no estatales
representa también la voluntad de retomar el control por parte de los
que quedan fuera frente a un poder político central, que no representa
los intereses de esos sectores. Que tiene incluso un proyecto
antagónico, el gran Madrid, vinculado al nuevo modelo, que prefiere la
megaurbe en red al estado-nación. No es sorprendente que esos partidos
no estatales surjan en las zonas donde el movimiento de reacción ya tuvo
lugar hace doscientos años.
En Catalunya, el lugar donde se produjeron los primeros conflictos,
la regencia de Urgell y la guerra dels Malcontents, esa voluntad de
tener el control para encarar mejor la nueva modernización se ha
concretado en el proyecto de un estado independiente. Muchos aspectos,
desde la implantación territorial hasta el recurso del corte de las
comunicaciones, permanecen de ese primer movimiento, del que también
persiste el hilo de las estructuras comunitarias: el asociacionismo.
No
habría cuajado de otra manera. La República, como el Fuero, es el
intento de plantar cara a esa nueva estructura socioeconómica que
amenaza con un proceso de desintegración social y cultural. Es un
repliegue. Las posiciones profesionales y las formas de vida están
cuestionadas por la llegada de empresas-mundo o la financiarización de
elementos como la vivienda o la salud. Los grupos sociales que
reproducían su posición porque podían colocar a sus hijos en la
administración o porque encontraban empleos aventajados en las empresas
locales se ven amenazados. Los lazos familiares o el conocimiento del
catalán, por ejemplo, dejan de ser elementos de ascenso social.
Quizá por la postergación de los escritores realistas, como Galdós o
Baroja, en beneficio de los espirituales o dolientes, cuesta entender el
carlismo como un surco profundo que viene desde el siglo XIX y llega
hasta nuestros días. El carlismo es la intrahistoria de España, afirmó
el historiador José Luis Villacañas. Nadie lleva ya una boina roja ni
luce un detente bala con el Sagrado Corazón en el cuello, pero la
identidad propia como instrumento de repliegue y la desconfianza ante el
estado central como forma de defensa de los intereses generales se
mantiene.
Permanece la idea de que la corte va a traicionar al resto del
país, un pensamiento nada absurdo si se comprueba la venta de las
empresas nacionales a los fondos globales o la alfombra roja a las
empresas-mundo. Madrid se va[9],
escribió Pasqual Maragall hace dieciocho años y, en ese tiempo, se ha
convertido en un agujero negro que está engullendo el país. Conviene no
confundir los síntomas con la enfermedad. El surco carlista no es el
problema, sino la alarma que convendría escuchar." (Jorge Dioni, LAU, 16/01/20)
No hay comentarios:
Publicar un comentario