"(...) --Pregunta: Usted ha seguido de cerca el proceso soberanista
en Cataluña, que ha derivado hasta el juicio en el Tribunal Supremo.
Todos los dirigentes independentistas se refieren al mandato político, a
la necesidad de impulsar un proyecto “democrático” por encima de las
limitaciones de la ley. ¿Es un debate que debamos tener en cuenta, de
una forma seria y real en los próximos años?
--Respuesta: Considero que hay que diferenciar dos aspectos. En primer lugar, el principio de legalidad o imperio de la ley (rule of law).
Es un principio irrenunciable en todo sistema democrático; un principio
esencial, sin el que ningún sistema democrático puede sobrevivir. Es un
principio que garantiza la seguridad, tanto jurídica como política.
Y
ambas son esenciales, indispensables; lo contrario es abrir la puerta a
la destrucción del sistema. Y ese principio tiene una legitimidad
inatacable, precisamente, por la naturaleza democrática del sistema
político en el que se han hecho esas leyes.
Desde este punto de vista, la postura del independentismo tiene un
problema irresoluble: está poniendo en entredicho la legitimidad
democrática del sistema político --y, por tanto, la legitimidad de
desobedecer sus leyes-- porque no reconoce el derecho a la
autodeterminación --o su sucedáneo, el derecho a decidir--; o, en otras
versiones, por no dejar que el electorado de Cataluña pueda manifestar
en referéndum su voluntad sobre el estatus político de su comunidad.
Pero ni en el Derecho internacional ni en las democracias
constitucionales se reconoce el derecho de autodeterminación --o el derecho a decidir-- a pueblos de las características del catalán --lo que dejó claro el tan recurrente Dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec (1998), que se utiliza y se manipula a antojo--, ni el derecho a
referéndum para manifestar la voluntad sobre el estatus de una
comunidad es un elemento necesario del modelo europeo de sistema
democrático, como, por ejemplo, ha dejado muy claro en distintas
ocasiones la Comisión de Venecia, del Consejo de Europa.
--¿Por tanto?
--Esa
idea de democracia por encima y al margen del imperio de la ley que
sostienen los dirigentes independentistas es una falacia. Como afirmó el
Tribunal Supremo de Canadá en el mismo Dictamen, se trata de un
argumento que, a primera vista, es seductor, porque se vincula a la idea
democrática; pero cuando se analiza más en profundidad, resulta un
argumento endeble, “porque malinterpreta el significado de la soberanía
popular y la esencia de una democracia constitucional”.
Dicho esto,
ningún sistema democrático puede contemplar impasible, con tranquilidad,
que una parte muy cualificada --cercana a la mitad del electorado-- de
una comunidad tan importante como lo es Cataluña en España no se sientan
vinculados al mismo y consideren que carece de legitimidad política.
No
hay sistema democrático que pueda pervivir a la larga si no logra la
adhesión y la legitimidad de la inmensa mayoría de quienes integran la
sociedad. Quienes insisten en la importancia de respetar el principio de
legalidad no pueden ser indiferentes a la necesidad de que esa
legalidad sea sentida como plenamente legítima.
El sistema político español tiene un arduo reto, que hasta ahora se
ha empeñado en eludir: recuperar la legitimidad política en una mayoría
ampliamente cualificada de la sociedad catalana. Es decir, una cosa es
que Cataluña no pueda pretender un derecho a la secesión --salvo que, en
su caso, concurriesen las condiciones que lo legitimarían como remedial secession,
es decir como remedio--; otra es la necesidad del sistema político
español de saber gestionar el reto del independentismo de forma
irreprochablemente democrática; y, finalmente, la tercera, es la
imperiosa necesidad de que el sistema político recupere una legitimidad
política ampliamente mayoritaria en Cataluña. (...)
--¿Es defendible la autodeterminación de Cataluña?
--Ya he dicho que el derecho de autodeterminación no es aplicable a Cataluña. Pero es indispensable saber gestionar de forma profundamente democrática el reto que el independentismo plantea.
Y eso solo se puede hacer en estricto cumplimiento de los principios en
los que se basa la Constitución. Lo que quiere decir que si el sistema
político español no es capaz de ganarse la legitimidad política de esa
mayoría cualificadamente amplia de la sociedad catalana va a tener ante
sí un problema muy serio, porque no se puede mantener una crisis de este
tipo abierta durante largo tiempo; y no se puede resolver por la pura
vía de la imposición. La crisis del sistema democrático que una
situación semejante acarrearía sería muy difícilmente sostenible; en el
interior, en España, y en el contexto europeo.
Y nadie sabe qué
situaciones --especialmente de crisis-- va a encontrarse Europa en el
futuro. No solo hay que ser escrupulosamente democrático en la gestión
del reto independentista; además, hay que parecerlo. La imagen que se
reciba en el exterior es muy importante y, dependiendo de la coyuntura
europea, puede ser determinante.
--Porque, ¿puede Cataluña mirarse en el espejo de Escocia o Quebec, o es realmente un caso único?
--Ambas cosas. Los procesos de Quebec y Escocia
están ahí y son difícilmente eludibles; cuando menos, en algunos
aspectos. Por mucho que algunos se empeñen en ignorarlos o en sostener
que no se pueden equiparar, ahí están. Pero se trata, en ambos casos, de
sistemas constitucionales peculiares, modelo Westminster, en los que la idea de base es el concepto político --y no jurídico-- de Constitución, aunque, a partir de la patriación de
la Constitución en 1982, Canadá es un híbrido singular.
En Canadá, por
razones históricas, la Constitución no dice nada sobre referéndums, por
lo que no se planteaba el problema jurídico de la capacidad de un
parlamento territorial para convocarlo; problema que sí existe en el
Reino Unido y en España. Eso no es indiferente.
En Escocia, el referéndum se hizo con autorización expresa del
Parlamento británico --que impuso condiciones--. Una autorización que no
se puede entender sin los cálculos políticos –irresponsables-- de un
primer ministro tan singular como David Cameron; una singularidad que le llevó a convocar, dos años más tarde, el referéndum sobre el Brexit,
llevando al Reino Unido a la situación en que se encuentra en la
actualidad.
Más que si Cataluña puede mirarse en el espejo de Quebec y
Escocia hay que preguntarse si España quiere mirarse en el espejo de
Canadá y Reino Unido; y, aún más, si el sistema político español quiere
aprender de esos dos procesos históricos o se empeña, como hasta ahora,
en no hacerlo.
Por ejemplo, el hartazgo de la sociedad con el tema del referéndum y
la soberanía, la fractura de la sociedad, etc. En cualquier caso, desde
la perspectiva de los independentistas catalanes, esos espejos muestran
aspectos que se niegan a ver y a tener en cuenta. De la imagen que
ofrecen solo reparan en lo que conviene a sus pretensiones e ignoran
todo lo que las pone en entredicho. Pero también tenemos el espejo del Reino Unido con el Brexit, de cuyo proceso todos debemos aprender mucho. (...)
--El Gobierno del PP, con Mariano Rajoy, ¿debería haber
entrado en una negociación política en el momento en el que Artur Mas se
lo pide? ¿Qué pudo haber hecho para que el conflicto no llegara hasta
donde ha llegado?
--El sistema político español tiene dos alternativas viables y una muy arriesgada, casi suicida.
Esta última es el inmovilismo. Las otras dos son: negociar con los
nacionalistas las demandas que estos plantean, tal y como las plantean, o
tomar la iniciativa y construir un sistema autonómico con profundas y
amplias autonomías territoriales, pero con gran solidez y eficacia en el
gobierno del conjunto del sistema, de forma que garantice la
estabilidad del sistema político y la integración del conjunto.
La
primera de estas opciones lleva a unos resultados que ya conocemos: la
construcción de un sistema falto de coherencia, hecho de sucesivos
retales o trozos cogidos de aquí y de allá, a golpe de negociación
política, en una dinámica que nunca logrará la satisfacción de las
demandas nacionalistas, porque tienen una capacidad ilimitada de cambio
.
La segunda alternativa requiere que las fuerzas políticas se decidan a
tomar la iniciativa, para construir un sistema sólido y coherente,
reconociendo todas las singularidades o diferencias que sea necesario
reconocer. Pero eso solo se puede hacer con la vista puesta en un horizonte clara y netamente federal.
Rajoy pudo haber negociado el pacto fiscal con Artur Mas.
Hubiese sido una salida. Temporal, pero salida, al fin y al cabo. Lo
que ocurre es que los problemas irresueltos del sistema autonómico
seguirían ahí y volverían a aparecer y a crear problemas similares.
Sobre todo, si ese hipotético acuerdo sobre el pacto fiscal hubiera sido
un simple remiendo, sin integrarse en un sistema de financiación de
todas las comunidades autónomas coherente y equitativo. (...)
--¿Deberá España en algún momento impulsar algún tipo de ley similar a la Ley de Claridad canadiense?
--En España ocurre algo muy llamativo con la Ley de Claridad;
unos y otros, quienes propugnan la independencia y quienes se oponen
radicalmente a ella, están obnubilados con la Ley de Claridad. Y en
Canadá es denostada por los soberanistas y es casi irrelevante para
quienes se oponen a ellos. El problema es que la Ley de Claridad se
interpreta a conveniencia, sin tener en cuenta por qué, cómo y para qué
surge en Canadá.
Los nacionalistas la ven con buenos ojos porque
entienden que establece la competencia territorial para convocar un
referéndum sobre la soberanía de su territorio. Y los contrarios a la
independencia, porque consideran que pone unas condiciones tan
estrictas, cuya evaluación deja en manos del Parlamento federal, que
garantiza que no se les va a ir de las manos.
Pero ni unos ni otros han entendido la Ley de Claridad y
lo que significa en Canadá. Esa Ley no avala la competencia para
convocar referéndum de soberanía. Esa competencia, que, por las
peculiaridades de la Constitución canadiense, no se discutía es externa y
previa a la Ley de Claridad. Esta Ley nace, precisamente, para
enfrentarse a la situación creada por esa competencia para convocar un
referéndum sobre la soberanía por parte de una provincia; más
claramente, para tratar de evitar que un referéndum semejante tenga
efectos prácticos.
Pero, además, se trata de una ley que es una
interpretación de parte interesada --del Parlamento federal-- sobre lo
que hay que deducir de lo que el TS dijo en el dictamen sobre la
secesión de Quebec. Y es una interpretación discutida
--por la Asamblea nacional de Quebec, por ejemplo-- y muy discutible
como interpretación de la doctrina del TS.
--¿Por tanto?
--Creo que el momento de plantearse la necesidad de abordar
jurídicamente el problema en esa vía no debe ser previo a intentar
resolver políticamente el problema. Si el problema es democráticamente
irresoluble, y así lo demostrase el paso del tiempo, democráticamente
quizás no hay otro remedio que plantearse la regulación de cómo poder
independizarse y sus condiciones. Por eso me parece tan irresponsable el
inmovilismo en que se ha instalado el sistema político español.
Otra
cosa son los problemas de viabilidad que la pretensión independentista
puede plantear, a pesar de una ley semejante. El Brexit es un
ejemplo de ello en unas condiciones incomparablemente más sólidas para
la pretensión del RU respecto a la UE que la de los independentistas
catalanes respecto a España.
--¿Qué verdades hay en el independentismo catalán o vasco
cuando reivindica un autogobierno real, al entender que el Estado de las
autonomías no lo ha garantizado?
--Hay una parte de verdad y, junto a ello, mucha exageración
interesada. Por ejemplo, es inaceptable que tras casi 40 años de
estatutos de autonomía siga abierta la discusión sobre las
transferencias. En mi opinión, no todas las que se reclaman son
indiscutibles y hay mucho de apariencia cuando se mencionan cantidades
elevadas de competencias sin transferir, cuando en casi todos
los casos se trata de aspectos muy concretos en materias en las que los
servicios han sido transferidos.
Pero también, por otra parte, se suele
afirmar con arrogancia que España es el país con autonomías más amplias
del mundo; y eso no es verdad.
Hay una gran descentralización del gasto y una muy potente estructura
político-administrativa autonómica, pero la autonomía política de las
comunidades autónomas está lastrada, entre otras razones, por la reserva
al Estado de la competencia para establecer lo básico en la mayoría de las materias, como columna vertebral del sistema de distribución de competencias. Y, aunque no es el problema del País Vasco y de Navarra, el sistema de financiación sigue siendo el problema más importante, que más distorsiona, un tratamiento suficiente y equitativo de las comunidades. (...)
--¿Puede el nacionalismo catalán o vasco acomodarse en un
Estado netamente federal? Históricamente se ha rechazado, al considerar
que sería un Estado simétrico, que no recogería las diferencias como
naciones.
--Considero que más que obsesionarse con la forma en que los
nacionalismos territoriales plantean sus demandas, hay que mirar a qué
es lo que es capaz de lograr el respaldo de una mayoría cualificadamente
amplia de estas sociedades.
Los sondeos de opinión periódicos que se
realizan tanto en el País Vasco como en Cataluña ponen de relieve que es
posible lograr ese amplio respaldo mediante fórmulas que no coinciden
con las reclamaciones rupturistas de signo independentista o similar. La
cuestión es que mientras no se impulsen esas alternativas el terreno de
juego político se abandona a los nacionalistas y sus demandas.
Por
tanto, para mí la cuestión no es si la opción "netamente federal" que
usted señala satisface o no a los partidos nacionalistas en el momento
de plantearla y desarrollarla, sino si satisface suficientemente a una
mayoría ampliamente cualificada de esas sociedades, de forma que no
consideren una buena idea respaldar la opción independentista. Si la
opción independentista no logra un respaldo cualificado, los partidos
nacionalistas la abandonarán o se arriesgarán a la marginalidad
política.
--¿Es esa la dificultad de España en relación a otros países,
de carácter federal, como Alemania, la necesidad de acomodar dos
cuestiones, autogobierno y descentralización y reconocimiento nacional
de dos de sus partes, Euskadi y Cataluña?
--Nuestro país es como es. Quien no lo acepte como punto de partida,
se equivocará en la alternativa política que plantee. Es un país que
carece de la homogeneidad de sentimiento nacional que existe, por ejemplo, en Alemania.
Pero no somos el único país que debe afrontar una realidad compleja, de
estas características. Cada país debe articular el sistema federal que
sea adecuado a sus características.
Y tenemos ejemplos de los que
aprender. No estamos solos en el mundo de las democracias federales en
esa peculiaridad. Pero hay que asumir que hay pretensiones --como la
homogeneidad de sentimientos nacionales-- que nunca o, al menos, a corto
plazo, podremos alcanzar, por lo que es mejor que no nos obsesionemos
demasiado con ellas. Ciertamente, cuando esa homogeneidad de
sentimientos no existe las cosas son más difíciles. Pero no se trata de
resolver la cuestión de los sentimientos, sino de articular un sistema
político sólidamente integrado y estable teniendo en cuenta esa
realidad.
Lo que ocurre es que cuando los nacionalistas reclaman el reconocimiento
de sus comunidades como "nación" no concretan, en primer lugar, qué es
lo que, a su juicio, supone ese reconocimiento, qué efectos tiene; y,
por otra, acaban pretendiendo que su aceptación signifique lo que ellos
creen que debe significar. En los sistemas democráticos en los que se
habla con naturalidad de distintas naciones siempre se remarca que lo
son "dentro de un único país" o "dentro de un país unido".
Además, ese
reconocimiento se limita al discurso puramente político. El
reconocimiento de las minorías nacionales, en el seno del Consejo de
Europa --organismo en el que más se ha avanzado en este ámbito-- tiene
consecuencias --en el ámbito político, lingüístico, etc-- que el
sistema constitucional español cumple de forma indiscutible. De acuerdo
con este organismo, la condición nacional es un sentimiento personal de
pertenencia, que a nadie se puede negar. Pero, más allá de ese
reconocimiento, ¿qué se intenta con esa reclamación? Al final, en esos
debates siempre se acaba en lo mismo: el intento de justificación del
derecho de autodeterminación, se exprese como se exprese.
Como en su día (2006) dijo Stéphane Dion,
en el debate parlamentario sobre esta cuestión, los nacionalistas, con
la reclamación del reconocimiento como nación pretenden introducir la
confusión en las palabras para provocar la confusión en los espíritus. (...)"
(Entrevista a López Basaguren, experto en federalismo, Manel Manchón, Crónica Global, 17/03/19)
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