"(...) Varios padres de La Seu d’Urgell denunciaron ante un juez
que sus hijos sufrieron “humillaciones, insultos e incluso agresiones”
tras los comentarios de docentes sobre los desmanes policiales del 1-O y
ocho de ellos tuvieron que prestar ayer declaración por un posible
delito de “incitación al odio”. Algunos de estos padres disconformes son
guardias civiles.
Hablamos de niños. De niños.
La justicia esclarecerá los hechos y determinará si la
denuncia era infundada o no. Si hubo escarnio colectivo, si fueron
señalados y humillados por ser hijos de guardias civiles. Si se les
zurró o insultó para vengar los excesos policiales del 1 de octubre.
Por lógica y como padre, cuesta creer que denunciasen a la ligera, a
sabiendas de que serían estigmatizados en este ambiente colectivo que
reina en Catalunya, tan maniqueo y vengativo con las minorías
discrepantes.
Unos tienen la razón (el Bien) mientras que otros son la escoria (el Mal).
La reacción social, de los centros, del Ayuntamiento de
La Seu, de los restantes padres de alumnos, de la cobertura de TV3, ha
despreciado las acusaciones. A nadie parece importarle si son ciertas.
¿No les conmueve pensar que esos chavales pudieron ser humillados en un
clima emocional poco propicio para la ecuanimidad pedagógica?
Las reacciones al caso son inquietantes. De entrada,
la comunidad educativa –imagino que muchos profesores tienen temor a
nadar a contracorriente– considera incuestionable la conveniencia de
comentar la actualidad (el proceso). Eso no sucedería y no sucede en la
escuela laica más sólida: la de la República Francesa.
En segundo lugar, ¿no son los docentes los primeros
que deberían aceptar las críticas como ejemplo de su tolerancia? Aquí y
ahora todo ha sido rasgarse las vestiduras –¡menudo tuit el de Clara
Ponsatí!– y negar el principio de justicia de unos padres que creen –con
razón o sin ella– que sus hijos fueron humillados tras el magisterio
informativo –y discrecional– de unos profesores." (Joaquín Luna , La Vanguardia, 07/11/17)
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