"Una sensación de alivio inunda Barcelona. Como si de
repente hubiera empezado a correr el aire, como si la presión asfixiante
a la que durante décadas el nacionalismo sometió a la sociedad catalana
hubiera cedido de forma súbita, hubiera explotado haciendo posible
respirar el aire de un otoño luminoso, la luz de un domingo que, por
segunda vez en menos de un mes, cubrió la ciudad con miles de banderas
rojigualdas convertidas de repente en símbolo de libertad.
A las 10:30
de la mañana del domingo nada hacía presagiar lo que estaba a punto de
ocurrir. El silencio de un día festivo seguía reinando en Ganduxer, en
Mandri, en Paseo de la Bonanova. Y de repente una familia al completo,
cada uno con su correspondiente bandera, sale de un portal de Escuelas
Pías, e inmediatamente otra sale de Vía Augusta y una más de General
Mitre…
A las 11 de la mañana, el Turó Parc era una procesión de grupos y
familias camino de la Avenida de Pau Cassals, dispuestos todos a
desembocar en la plaza de Francesc Macià para unirse allí a la marea
humana que, banderas al viento, avanzaba ya copando la calzada central
de la Diagonal, hacia el lejano obelisco que preside su encuentro con el
Paseo de Gracia.
Mucho antes de la hora fijada para el arranque
oficial de la manifestación, cientos de miles de catalanes procedentes
de Hospitalet, de Cornellá, de Santa Coloma o Badalona, gentes en su
mayoría de condición modesta, ocupaban ya la plaza de Cataluña y sus
alrededores, en lo que fue una gigantesca manifestación, la segunda en
menos de un mes, que ha roto con estrépito la columna vertebral de ese
nacionalismo reaccionario que se creía dueño de la calle y que durante
años se atribuyó, en su infinita soberbia, la representación de todo el
pueblo catalán.
Nunca más podrán decir que la calle es suya. Jamás pude
imaginar, ni siquiera en mis años mozos de estudiante de Náutica en
Plaza de Palacio, finales de los sesenta, que un día llegaría a ver
cientos de miles de banderas españolas, convertidas en símbolo de la
rebelión de un pueblo contra la opresión de ese nacionalismo de raíz
etnicista y totalitaria, ondeando por las calles de Barcelona.
“Ha sido
como la liberación de París en agosto del 44”, me decía Ramón, una
lágrima furtiva surcando su rostro curtido, un andaluz que emigró a
Cataluña hace 57 años, cuando sólo tenía 18, en busca de una vida mejor,
cansado de recoger aceituna en su Andújar natal. “Nunca pensé que un
día tendría que venir a defender la Cataluña que me dio trabajo y la
España en la que nací de quienes quieren destruirlas”.
El levantamiento de los catalanes, de esa mayoría
silenciosa que se creía muerta, frente al nacionalismo rampante ha sido
el fenómeno político más importante ocurrido en Cataluña y en España en
mucho tiempo, un acontecimiento de primera magnitud que entierra el
prusés y reclama pleno protagonismo en el diseño del futuro español.
Ningún Gobierno de la nación podrá ya ignorar este movimiento, tan
espontáneo como revolucionario, producto del hartazgo contra la opresión
independentista. Revulsivo también del orgullo democrático español, de
reconciliación con la bandera constitucional, que cual mancha de aceite
se ha extendido por toda España para configurar el renacimiento de la
nación dispuesta a regenerar la vida política y prestigiar las
instituciones, decidida a barrer con ese nacionalismo que, como
escribiera Borges, “es el canalla principal de todos los males.
Divide a
la gente, destruye el lado bueno de la naturaleza humana y conduce a la
desigualdad en la distribución de la riqueza”, pero también con la
corrupción de un periodo, el de la Transición, que hay que dar
definitivamente por muerto. (...)
Son 100.000 las personas que, tirando por lo bajo, han estado viviendo
desde hace décadas del prusés, ello sin contar las que, indirectamente,
lo han hecho como parásitos de esa intrincada red clientelar que copa
todos los ámbitos de la vida, no solo la económica, de Cataluña. Y es
obvio que en esa defensa numantina no cabe descartar que haya gente
dispuesta incluso a llegar a la violencia.
Desmontar ese entramado de
intereses totalitarios, esa red clientelar tejida por el régimen
golpista del 3% en las últimas décadas, era una obligación del Estado a
la que Mariano Rajoy ha renunciado, sacrificando ese objetivo
irrenunciable al impacto de ese adelanto electoral que, desconcierto
nacionalista aparte, supone jugárselo todo a una carta el 21 de
diciembre.
Oído por quien esto suscribe en la tarde de este domingo, 29 de octubre,
en un pequeño parque infantil aledaño a la plaza San Gregorio
Taumaturgo. Una madre trata de anudar una pequeña pulsera con los
colores de la bandera española en la muñeca de su hija.
La niña
protesta, “pero mamá, que la profe nos ha dicho que no podemos llevar
banderas españolas a clase”. La madre, que se ha venido arriba tras la
gran manifa de la mañana, le espeta: “Pues tú la vas a llevar mañana, y
si te dice algo me lo cuentas, que ya iré yo a hablar con ella”.
Eso es
lo que hay, lo que habría que arreglar en Cataluña, Mariano, eso es lo
que es imprescindible desmontar: la estructura de ese Estado de corte
totalitario montado por el nacionalismo durante los últimos 40 años. Es a
eso a lo que has renunciado. Esperemos que no tengas, que no tengamos,
que lamentarlo." (
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