"Suponíamos que proclamar una república era un acto épico,
revolucionario, que respiraba efluvios del asalto a la Bastilla. Y
resulta que íbamos errados.
Ocurre
que uno la proclama por la tarde, se la suspenden a vuelta de correo y
celebra tan pancho el fiasco, de noche, con los amigotes, en la pizzería
de la esquina.
O, mejor, lo festeja al día siguiente, tras grabar una
proclama tan heroica como huera, entre cafelitos, en medio de las
fiestas de Sant Narcís, patrono de las dos veces inmortal Gerona —cuando
conviene españolear— o de la indomable Girona indepe, pero a la manera del filósofo más cutre de la historia, Francesc Pujols: que la quería así durante unos segunditos, nomás.
El mensaje del ex resultó ayer penoso: ni una idea, ni una
estrategia, ni una propuesta. Solo la apelación a que los ciudadanos
catalanes actúen como escudo humano de su fracasado proyecto. Resulta
irritante tanta reiteración en ese mismo empeño.
Primero fue el 1-O, cuando los puso como carne de cañón del tropel Zoido, ante las urnas. Y ni siquiera tuvo la decencia de ir a protegerles o sonreírles, como ejemplarmente hizo la botiflera alcaldesa sociata del charnego l’Hospitalet, Núria Marín.
Anteayer declinó su responsabilidad y la transfirió, mudo, a
los representantes de los escudos humanos en el Parlament. Para que
proclamaran la DUI (declaración unilateral de independencia), pero a
hemiciclo demediado, a legislación propia violada, a líderes de la
oposición silenciados y a votación secreta, con ese mayestático arrojo
fuenteovejunesco de quien tira la piedra y esconde la mano, no sea que
vengan los fiscales y nos busquen las cosquillas.
Podrían haber humillado aún más al soberano pueblo catalán,
pero no con mayor bochorno. Desde que el viernes se pusieron la urna
parlamentaria como antifaz de su voto insurgente, desde que se ocultaron
ante la mirada de todos, los secesionistas rindieron su último reducto
de legitimidad.
El último, sin remedio: la dignidad que nos enseñó Séneca,
la escueta austeridad de Marco Aurelio, el respeto por uno mismo hasta
ingerir la cicuta, de Sócrates.
Carles Puigdemont se repitió ayer apelando a una resistencia, más de castanyada de Todos los Santos, con sus panellets
y su malvasía, que de castaña pura y dura. Pero resistencia popular al
cabo: “Hemos de continuar defendiendo” no se sabe qué; hemos de
orquestar una etérea “oposición democrática a la aplicación del artículo
155”. Aparentaba, el solo, un cuarteto wagneriano.
Pero tan tangible como esa retórica vacía resultaba ser la
recua de hechos propios de una ópera bufa: los jefes de los Mossos
acatando a la nueva major, Soraya; los consellers
despidiéndose, solícitos, de sus amables escoltas; los directores
generales pidiendo ser destituidos para no acabar entre rejas. Solo el
locuaz valenciano hijo y nieto del corrupto (convicto y confeso) Lluís
Prenafeta (el edecán de Pujol) parecía resistir desde el imperio
mediático público. Merece una falla.
Así que la llamada a la resistencia venía a ser, por el
momento, el estrépito con que se dismula la escapada. Y es humanamente
comprensible:
“Es que no estoy seguro de que me interese pasar una larga
temporada en la cárcel”, confesaba Puigdemont a un íntimo al explicarle
por qué el jueves quiso convocar elecciones para normalizar el caos, de
lo que se arrepintió el mismo viernes.
Todos estos estertores de la triste verbena del Parlament
actualizan la pinza que la historia contemporánea de Cataluña aprieta
contra sus sufridores: entre el ridículo y lo épico, entre lo chusco y
lo glorioso.
A un lado desfila el consejero del Interior de Lluís
Companys, Josep Dencàs —fundador del parafascista Estat Català de las
camisas negras—, huyendo de noche tras el 6 de octubre de 1934 por las
cloacas de la ciudad. Mientras a su jefe —errado, pero digno— le
encaminaban al barco-prisión Uruguay, donde pasaría encerrado largo tiempo.
Al otro reverbera la seria trayectoria del secretario general de la CNT, Salvador Seguí, el Noi del Sucre, en la plaza de Las Arenas —marzo de 1919—, ante miles de obreros de La Canadiense: desconvocando a capela,
sin altavoces, su larguísima y dura huelga, reconociendo su derrota y
el agotamiento de la caja de resistencia. Se llamaba dignidad." (Xavier Vidal-Folch
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