"Un sol poble corean los partidarios de Junts pel Sí congregados
cuando Raül Romeva sale a celebrar la agridulce victoria en escaños de
las elecciones “plebiscitarias”. Un sol poble secunda con fervor el
candidato.
El cántico resuena fuerte. Históricamente, ha sido utilizado para
subrayar el carácter cívico e inclusivo del catalanismo, dispuesto a
hacer catalán a cualquiera, independientemente de sus orígenes.(...)
Hoy se utiliza como arma arrojadiza para intentar silenciar voces que
señalan la existencia de divisiones sociales que se expresan en
diferencias políticas. Ha convertido en “etnicista” a cualquiera que ose
poner de relieve que hay segmentos sociales, definidos por sus orígenes
y lengua no catalana, que tienden a votar de forma distinta que los
grupos con origen “autóctono”.
La cosa se agrava si esta voz díscola se
atreve a insinuar que estos grupos suman a su condición cultural un
estatus socioeconómico más bajo. (...)
Permítanme un breve excursus personal. Durante cuatro años residí en
Estados Unidos, formándome en una tradición sociológica en la que
estudiar las desigualdades que experimentan inmigrantes, grupos raciales
y étnicos minoritarios (hispanos, afroamericanos, asiáticos) es el pan y
la sal del trabajo académico.
Buena parte de la sociología
norteamericana gira en torno al análisis de las desventajas que todavía
encuentran esas minorías en la escuela, los barrios, el trabajo o cuando
acuden a un servicio público.
La sociología catalana también se planteó, en su momento, esos temas.
Pero de unos años a esta parte la cuestión se ha considerado zanjada.
Parece tabú señalar que hay catalanes con orígenes familiares en otras
zonas de España que tienden a experimentar mayor riesgo de
vulnerabilidad. No porque esto sea falso, sino porque no se puede decir.
Este hecho choca con la evidencia de que los ciudadanos de padres
nacidos fuera de Cataluña tienen una mayor probabilidad de sufrir
situaciones de adversidad económica y laboral. Los niños que hablan
castellano en casa como lengua preferente obtienen por término medio
puntuaciones más bajas en las pruebas estandarizadas de PISA y, en
algunos casos, persisten diferencias cuando controlamos estadísticamente
el efecto de factores socioeconómicos.
Los hijos de padres de clase obrera castellanoparlante tienen una
probabilidad más baja de desarrollar una profesión liberal o gerencial
que los hijos de clase obrera catalanohablante. En comparación con los
valores estadísticamente esperables, pocos ciudadanos catalanes con
apellidos comunes en el resto de España (García, López, Rodríguez,
etcétera) se sientan en el Parlament u ostentan un alto cargo de la
Generalitat.
Más curioso todavía resulta que se pasen por alto las fracturas
existentes en las orientaciones políticas de estos segmentos
poblacionales. Los catalanes catalanohablantes se han sumado
mayoritariamente al proyecto independentista, mientras que los
castellanoparlantes no.
Estas diferencias se corresponden, de manera
bastante ajustada, con diferencias parecidas en orientaciones políticas
de distintos grupos de renta debido a la correlación entre nivel
socioeconómico y origen cultural. A grandes rasgos, el apoyo a la
independencia es minoritario en los grupos más desfavorecidos, al tiempo
que está muy extendido en los acomodados.
Es decir, existe un solapamiento de lo que en terminología
politológica se denominan clivajes (del inglés cleavage: escisión)
culturales y socio-económicos. A ello hay que añadir la existencia de
grandes diferencias territoriales en esas orientaciones, que expresan
geográficamente y afianzan dichos clivajes.
Municipios y barrios que
conjuntamente agrupan a cientos de miles de personas, con población
eminentemente castellanoparlante y rentas medias bajas (L’Hospitalet,
Santa Coloma, Sant Boi, Nou Barris), presentan niveles de apoyo a
opciones independentistas inferiores al 30%. El voto independentista se
concentra en el ámbito rural y barrios acomodados de ciudades de tamaño
medio, donde suele superar el 60%.
Paradójicamente, mientras se conmina a “no tocar” estos temas,
intelectuales, académicos y políticos soberanistas dibujan diferencias
esenciales, de carácter étnico, entre catalanes y españoles. Se puede
leer a orgullosos escritores proclamar en la prensa som millors.
Politólogos teorizan sobre la cultura política del pacto que
supuestamente prevalece en Cataluña frente a la cultura española,
proclive al encastillamiento y a juegos de suma cero.
Historiadores nos
explican una supuesta hostilidad secular de España hacia Cataluña, que
se ha materializado en toda clase de discriminaciones, ultrajes y
atrocidades. Junqueras señala en el diario Avui la singularidad de los
genes catalanes, más parecidos a los de franceses y suizos que a los del
resto de españoles. Artur Mas se refiere en La Vanguardia a la
existencia de un ADN cultural carolingio en Cataluña, derivado de su
pertenencia a la Marca Hispánica en el siglo IX.
Som un sol poble. Un pueblo singular. Una nación milenaria, en la que
hace solo dos décadas distintas encuestas del CIS acreditaban que ni
siquiera uno de cada tres catalanes prefería el término “nación” para
referirse a Cataluña que “región” o “comunidad autónoma”. Todavía hoy,
menos del 50% prefiere “nación”.
Un sol poble vituperado, humillado, atacado por un Estado en el que
se siente atrapado. Que dice basta y quiere emanciparse, o divorciarse
(va por gustos), a pesar de que los votantes de opciones
independentistas representen el 36,9% del censo.
Resulta irónico que el
soberanismo se lleve las manos a la cabeza cuando alguien sugiere que el
sol poble está atravesado por profundas divisiones. Su objetivo en los
últimos años ha sido precisamente poner bajo el foco todas las fisuras
que existían entre España y Cataluña. Especialistas en el avistamiento
de fisuras, incapaces de percatarse de las grietas que se abren bajo sus
pies. (...)" (
Pau Marí-Klose
, El País, 6 OCT 2015)
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