"Una de las consecuencias del procés
ha sido la perversión del lenguaje y la manipulación de ideas,
conceptos o categorías analíticas propias de la política y de las
ciencias sociales y jurídicas, tales como democracia, derechos humanos,
soberanía, voluntad popular, derecho a la libre determinación…
Destaca
por encima de todas la de fascismo y fascista, términos que suelen ser
utilizados constantemente por los independentistas para denigrar a
muchos de sus oponentes políticos. Sin embargo, paradójicamente,
constatamos que es -en parte- del movimiento político
nacionalista-independentista catalán, en el que podemos identificar
tics, comportamientos, posicionamientos, ideas y actitudes colectivas
que pueden relacionarse precisamente con el fascismo. (...)
Señalar que el independentismo en su conjunto es fascismo sería tan pueril y poco fundamentado como defender tal y como hacen los CDR o Tsunami Democràtic y difunden por todo el mundo los líderes independentistas que España y lo que esta representa, es un Estado fascista. Que nadie quiera ver por lo tanto en este artículo una simplificación de ese tipo.
Tras esta aclaración de
partida lo cierto es que sí podemos reiterar que en ocasiones desde el
movimiento independentista surgen propuestas y sobre todo se generan
actitudes y comportamientos colectivos que podemos identificar como
fascistas. Eso sí, un fascismo no como el de la ultraderecha clásica
española, cuartelero, abierto, directo, explícito, reconocido y
reconocible (ese ya muy minoritario que todavía canta el “cara al sol” o
que acompaña a Franco en su exhumación) tampoco como el neofascismo
reaccionario y la vez ultraliberal (en lo económico) de VOX, sino un
fascismo más sutil, encubierto y en gran medida, inconsciente.
Muy pocos son, aunque
también los hay (como ejemplo tenemos al Moviment Identitari Catalá) los
sectores del independentismo que se reconocerían en esa categoría
política. Muy al contrario, la mayoría de las personas que integran el
movimiento nacionalista-independentista, muchas de ellas gentes de buena
voluntad, se definen, orgullosamente, como antifascistas y defensores
de los derechos humanos.
¿Cómo es posible entonces que
los que se dicen y se identifican como antifascistas, promotores del
bien común y amantes de la justicia, puedan llegar a comportarse o
actuar como fascistas? La respuesta la encontramos en gran medida en la
creación de imaginarios colectivos unidimensionales y en la psicología
social.
Y tiene que ver con ese conjunto de códigos, símbolos, marcos
ideológicos, eslóganes, informaciones deformadas, lemas, contenidos
formativos sesgados, prejuicios y estereotipos aprehendidos en la
escuela y en las universidades (el papel del sistema educativo que
conozco bien ha sido determinante) difundidos por los medios de
comunicación y reforzados por la propaganda durante tanto tiempo. (...)
Todo ello tiene su origen no
tanto en la sentencia sobre el Estatut (como se empeñan en señalar
desde el independentismo mediático) que influyó por supuesto pero que no
tuvo una gran trascendencia social y política real. Más bien, el punto
de inflexión (nada es casualidad) debemos situarlo en aquel día en el
que Artur Mas y Núria de Gispert en junio de 2011 tuvieron que llegar al
Parlament en helicóptero cuando los activistas sociales protestaban por
las medidas y políticas de austeridad anunciadas por el gobierno de la
Generalitat en alineamiento con las que ya por entonces empezaban a
implantarse desde el gobierno central.
Es a partir de ese momento cuando
los nacionalistas moderados se transmutan en apenas unos meses, en
independentistas declarados y animan la primera Diada realmente masiva
en septiembre de 2012, desviando el foco de atención desde lo social
hacia lo identitario. El rechazo por parte de Rajoy a la propuesta de
pacto fiscal, ciertamente insolidaria (más si tenemos en cuenta el
contexto de crisis económica) que trasladó Artur Mas unos días después
de aquella Diada en su visita a la Moncloa, sirvió definitivamente de
justificación para la huida hacia adelante del movimiento
independentista. Conviene, al igual que cuando se tratan otros
fenómenos, no perder nunca la memoria histórica de los acontecimientos.
Y, de esta manera, en estos siete u ocho años de procés,
finalmente se ha configurado un conjunto arquetípico de procesos
mentales, imágenes simbólicas y expectativas no realistas (y, por lo
tanto, frustradas) compartidas colectivamente, en el seno del
nacionalismo que no son percibidos conscientemente por los individuos
que lo integran y que es lo que precisamente les lleva, en ocasiones, a
actuar en el sentido contrario de lo que dicen ser.
Por supuesto, el fenómeno
independentista en Cataluña no puede entenderse fuera de un contexto más
general que en Europa ha conducido al Brexit y al auge del populismo de
derechas y que en otros contextos se ha materializado en el triunfo de
Trump en Estados Unidos o en el de Bolsonaro en Brasil.
Reacciones todas
ellas frente a los desafíos de la globalización que apuestan por
sociedades cerradas con identidades que excluyen, que ponen en cuestión
los sentidos pre-dados y que han encontrado un caldo de cultivo ideal en
la frustración de amplios sectores poblacionales tras la penosa y
dolorosa gestión al interior de los países y desde las organizaciones
internacionales de la crisis económica y financiera.
Esos elementos ad extra
también deben ser tenidos en cuenta y pueden explicar algunas de las
reacciones colectivas enmarcadas en esos repliegues identitarios que en
ocasiones pueden conformar intolerancia, distanciamiento emocional y
posicionamientos extremos frente al diferente, en aquellos que siempre
se decían tolerantes y solidarios.
Y sacar a la luz los
componentes de ese fascismo que está encriptado de manera inconsciente
en un sector importante del independentismo, lo que explica (desde luego
en parte) la imposibilidad del diálogo y la reconciliación que por otro
lado siguen siendo tan necesarias para la solución no solo política
sino también, social y cultural del conflicto.
Analicemos a continuación
algunas de estas manifestaciones de ese fascismo inconsciente aludido.
1. Uno de los elementos
constitutivos que fundamentan el fascismo, de viejo cuño o el
neofascismo de nuestro tiempo es la negación de la diversidad y de los
derechos culturales de los grupos diferenciados. Algo que está muy
presente en el discurso de un sector del independentismo y del
nacionalismo que rechaza en gran medida, la realidad multicultural y
plural de la sociedad catalana, asociando catalanidad con una concepción
homogénea y petrificada de la identidad cultural colectiva, con una
única cultura verdadera y legítima y una visión limitada, esencialista y
unidimensional del hecho cultural catalán. Todo ello tiene mucho que
ver con esa idea de volksgeist
o espíritu del pueblo, propia del romanticismo y el nacionalismo alemán
del siglo XIX (cuya proyección política extrema tanto daño hizo en el
XX) en el sentido de que las identidades nacionales son puras y
cerradas.
Y que, a cada pueblo, por supuesto al catalán, le corresponde
un patrimonio cultural inmaterial homogéneo que se proyecta en una
lengua verdadera, unas costumbres auténticas
y una esencia inmutable que los nacionalistas tienen la misión de
preservar para que pase a las generaciones futuras. En definitiva, un
fundamentalismo cultural que ha venido a sustituir al racismo de otros
tiempos.
2. A su vez, otro de los
grandes elementos caracterizadores del fascismo que se reproduce en
parte del movimiento nacionalista e independentista catalán y que es
consecuencia del anterior, es la falta de empatía (hasta Forcadell así
lo afirmaba recientemente) y en última instancia la falta de
reconocimiento, el odio y el rechazo social hacia el diferente, así como
su señalamiento estigmatizador.
Aquel que no está de acuerdo con la
independencia, aquellos que no defienden a los consejeros encarcelados o
huidos junto a Puigdemont, los que no llevan el lazo amarillo, los
estudiantes que no quieren hacer huelga en protesta por la sentencia del
Tribunal Supremo, aquellos que están de acuerdo con el actual marco
constitucional o los que apuestan por un modelo federal son señalados.
En definitiva aquellos políticos, intelectuales, artistas, deportistas,
directores de cine o teatro, periodistas, músicos, literatos,
sindicalistas, líderes sociales, estudiantes o profesores universitarios
que tienen una posición crítica, que se identifican con otros símbolos o
defienden una cultura híbrida, en definitiva aquellos que piensan y
actúan de manera diferente, o incluso prefieren no posicionarse o se
mantienen tibios y equidistantes, son sospechosos y tildados de
traidores (botiflers), de “españoles”, de malos o falsos catalanes.
El tránsito de la falta de
reconocimiento al odio hacia el diferente puede darse fácilmente más aún
en contextos de contraposición, frustración y tensión política como en
los que vivimos. Por eso no es de extrañar la actitud de odio que se
proyecta en los gestos, las consignas, los lemas y el comportamiento no
verbal en el marco de muchas de las movilizaciones, escraches,
sabotajes, huelgas… que se dan en estos días. Pensemos por un momento en
el tratamiento del que han sido objeto los comunicadores y periodistas
de las cadenas de radio y televisión de ámbito estatal durante las
últimas semanas de movilizaciones.
O las referencias permanentemente
insultantes y despreciativas a todo lo relacionado con la idea de
España, lo que indudablemente afecta emocionalmente a los que se sienten
españoles y refuerza a su vez, posiciones extremistas de muchos de
estos frente a los que defienden la independencia, dentro y fuera de
Cataluña. El surgimiento y la preocupante consolidación de VOX -quizás
como tercera fuerza política en las próximas elecciones generales- es
indudablemente un efecto reactivo, pero a la vez retroalimentador de
esas dinámicas de odio y falta de reconocimiento.
Además, cuando los
sentimientos se radicalizan los movimientos nacionalistas más extremos
pueden incluso proyectar ese rechazo y odio no solo hacia los no
independentistas, sino también hacia aquellos que son identificados como
“los blandos” dentro del propio movimiento. Probablemente el caso de
Gabriel Rufíán expulsado entre gritos de botifler y gestos airados y
amenazantes, de una concentración convocada por Arran y los CDR en Arc
de Triomf, nos sirva de paradigma para explicar este fenómeno.
3. Otro de los grandes
componentes de los movimientos fascistas siempre ha sido la manipulación
victimizadora de la historia, la idealización infantilista de la
cultura propia, el etnocentrismo extremo (es decir la consideración
supremacista de su identidad diferenciada como mejor y más valiosa que
las demás) y la mitologización de los orígenes culturales.
Algo también
muy presente como sabemos en gran parte del movimiento independentista
catalán que no duda en distorsionar la historia o interpretarla en favor
de sus tesis y proclamas. Resulta penoso comprobar como algunos colegas
universitarios de prestigio se pliegan a esos intereses deformadores y
ponen su actividad docente e investigadora en el campo de la historia,
la sociología o la antropología, al servicio de la propaganda de un
proyecto excluyente.
4. Los nacionalismos
radicales, que son la base del fascismo, siempre refuerzan su identidad a
partir de dinámicas de contraposición relacionadas con un eje
diferenciador Nosotros frente a los Otros,
de los que se distancian simbólicamente proyectando rasgos negativos e
infravalorándolos.
Es otro de los caracteres de la actitud etnocéntrica
que no solo valora la cultura propia como superior, sino que,
consecuentemente, desprecia a otras culturas y de manera especial a la
cultura que considera “rival” y por ende a los que se identifican con
ella plenamente o incluso solo en parte. La estereotipación insultante y
ridiculizadora del otro suele servir de elemento contrastador y fundamenta ese distanciamiento.
Los nazis ridiculizaban a
los judíos caracterizándoles con rasgos físicos desagradables y
elementos morales despreciables. En el caso de Cataluña, se produce una
degradación moral y estética de los otros.
Los otros son los españoles, por supuesto (y por asociación también los
catalanes que se identifican con una identidad mixta) a los que se
relaciona en muchas ocasiones en los programas “humorísticos” de TV3, en
las tertulias de Catalunya Radio o RAC 1, en los artículos de El Punt
Avui y, en general, en las consignas de la cultura popular que rodea al
independentismo, con lo facha, con lo hortera, con lo retrógrado, con lo
casposo, con lo rancio, con lo carca, con lo mediocre, incluso con lo
perezoso… Todo ello frente a rasgos moral y estéticamente apreciables y
superiores que estarían representados por un verdadero nosotros catalán.
5. Los fascistas y
nacionalistas extremos se apropian del concepto de pueblo y suelen
hablar en nombre de este.
Lo hace el ultra Bolsonaro, cuando se refiere
al pueblo de Brasil, dejando fuera de esa categoría o ignorando a
indígenas, negros, gais, lesbianas o los “petistas” (es decir a más de
la mitad del país).
Lo hace Trump cuando habla de “hacer grande de nuevo
a América” y se refiere al pueblo estadounidense sin incluir a
liberales, los votantes del partido demócrata, minorías, nativos,
inmigrantes o periodistas críticos. Y lo hacen en Europa los líderes
ultras de Ley y Justicia en Polonia, erigiéndose como los representantes
del pueblo polaco, que solo incluye a los “verdaderos patriotas”.
Esa apropiación del demos,
negadora de la pluralidad, también acontece en Cataluña donde los
líderes independentistas hablan constantemente de que son los verdaderos
representantes del pueblo catalán y que están llamados a cumplir con el
mandato democrático (ya
“sin excusas”, como señaló Torra hace unas semanas) que se les ha dado
para avanzar hacia la república catalana. Desconociendo -cínicamente-
que, en el mejor de los casos, solo cuentan con el apoyo de -ni
siquiera- la mitad de los votantes catalanes.
6. La ocupación física y
simbólica (masiva, abarcadora, institucional y extensiva) de los
espacios públicos y ese afán por acaparar la vida política, económica,
social y cultural es también otro comportamiento típico de los
movimientos fascistas.
Lo hacían los nazis en Alemania, lo hizo Franco
en España. Vemos constantemente ese empeño entre los independentistas
catalanes (estelada y lazos amarillos) utilizando sin pudor las
administraciones bajo su control. Con ello lo que pretenden es, desde
una parte, inundar y acaparar los espacios que deberían ser de todos.
Negando de nuevo la diversidad y despreciando al diferente, al que no
opina como ellos, que simbólicamente queda excluido del ámbito de lo
público.
Esa exclusión simbólica
conlleva, finalmente, un apartheid también en la práctica, en la vida
cotidiana, que podemos relacionar por ejemplo con el hecho de que
algunos políticos o asociaciones no independentistas tienen
habitualmente que suspender sus actos públicos en universidades o
centros públicos por el acoso que sufren o que los artistas, creadores y
músicos declaradamente antinacionalistas no son contratados por las
administraciones catalanas de ámbito autonómico o municipal en una
suerte de censura ideológica y/o etnicista.
Junto a ello la presencia
cuasi orgánica del independentismo hace que ocupe, desde ese afán
abarcador, la gran mayoría de los espacios de poder y esté al frente de
los principales marcos de influencia económica, social, empresarial,
sindical, universitaria, periodística o deportiva y de gestión académica
y cultural, pese a que los independentistas no lleguen a representar al
50% de la población. Esto provoca una estratificación desigual en el
reparto de poder y la capacidad de influencia social y cultural, pues
los no independentistas, siendo mayoría, quedan subsumidos frente a los
que sí lo son.
7. El unilateralismo, la
intransigencia, la insolidaridad y la búsqueda de la confrontación
permanente frente a un enemigo real o imaginario, son algunos otros de
los grandes componentes del fascismo, del viejo y del nuevo. Todo ello
frente a la solidaridad, la cooperación, el bien común, la fraternidad y
el diálogo intercultural propios del antifascismo.
Y lamentablemente lo
vemos en los lemas de la mayoría del independentismo: “Primero Cataluña
y los intereses de los catalanes” (independentistas se entiende). Sin
importarles, por ejemplo, el seguro colapso del Estado del bienestar en
España (actualmente ya disminuido por los efectos de la crisis y las
políticas de austeridad) y las consecuencias que para los sectores
populares y para los territorios en situación de mayor vulnerabilidad
tendría una hipotética independencia de Cataluña.
Nada parece importarles a
los independentistas catalanes (también, lamentablemente, a los que se
dicen de izquierdas) la suerte que correrían los servicios de salud, los
sistemas educativos, las becas, las pensiones, las ayudas sociales… en
el resto de los territorios si su proyecto acabara por consumarse,
desgajando a la segunda región más rica por niveles de renta e
implicación impositiva, del resto del Estado.
También constatamos día a
día cómo el independentismo en efecto, busca el choque, la tensión
permanente, para así nutrir, reforzar o mantener su base social, desde
dinámicas cotidianas de confrontación. Todo ello tiene repercusiones
directas en la fractura social y en la convivencia entre catalanes, en
las familias, en los centros de trabajo, en las universidades, en los
círculos de amigos, en los movimientos sociales, en las AMPAs, en las
comunidades de vecinos, en las asociaciones culturales, en los clubs
deportivos…
Ámbitos de relacionamiento comunitario en los que se genera
una especie de violencia simbólica e implícita, pues los no
independentistas, si no están seguros de que están junto a otros no
independentistas, prefieren no hablar, permanecen en silencio, deciden
no significarse frente a lo que perciben en gran medida como una especie
de dictadura del pensamiento único o de las ideas y posiciones
únicamente aceptables. Los
riesgos de hacerse visible son todavía mayores en eso que llamamos la
Cataluña interior, donde el que no participa del credo imperante es
inmediatamente apartado de la vida pública y social.
Esa espiral de ocultamiento
social del disidente no independentista constituye una manifestación más
y una consecuencia brutal de la falta de reconocimiento y de esa
enfermedad social instalada que es la negación de la alteridad. Como
manifestación más extrema de esa degradación social mencionada, hasta
límites insoportables, encontramos los escraches, los insultos, los
desprecios, las pintadas en los comercios o frente a las casas, el
señalamiento social o los boicots a los que son sometidos los no
independentistas cuando deciden significarse.
Eso ya no es violencia
simbólica. No debemos desligar en última instancia todo ello de la
reciente aparición de grupos abiertamente negadores de la pluralidad que
están dispuestos a dar un tenebroso paso adelante a través de acciones
violentas que tienen muy poco de liberadoras y se asemejan más a la
violencia parda tan propia de los movimientos fascistas.
Que la presidenta de ANC
haya llegado a valorar algunas modalidades de violencia como algo
positivo para visibilizar internacionalmente el “conflicto” nos permite
confirmar, tristemente y una vez más, al frente de quienes está el
movimiento independentista.
8. Por último, hemos de
destacar que el fascismo y el neofascismo, a pesar de que se han
encubierto a lo largo de la historia con eslóganes socializantes con el
objetivo claro de confundir a la población y asegurarse el apoyo de la
clase trabajadora y los sectores populares, acaban siempre por dar
primacía a lo nacional-identitario frente a lo social.
Y,
lamentablemente, constatamos que la corta pero intensiva historia del procés,
es precisamente la historia de cómo las reivindicaciones sociales, las
luchas de los colectivos más activos que actuaban desde una perspectiva
de clase o transversal, las proclamas y los posicionamientos de la
ecología integral y las reivindicaciones populares en materia de
sanidad, vivienda, educación, género, diversidad funcional o trabajo
digno han quedado muy debilitadas frente al repliegue de la identidad.
Esa debacle de lo social frente a lo identitario ha supuesto en gran
medida la eliminación del “espíritu” del 15-M.
Efectivamente, si tomamos
como referencia el año 2011, constatamos cómo, espoleados por el inicio
de la crisis y la decepción ante la clase política, centenares de miles
de jóvenes (y no tan jóvenes) conformaron un movimiento inclusivo que
crecía y se reconocía en la diversidad, un movimiento verdaderamente
transversal, espontáneo, autónomo, no inducido desde instituciones o
partidos políticos.
Con una “teoría” y praxis fresca, transformadora,
alegre y alternativa, abierto y positivo desde la crítica radical, que
superó las dinámicas de resentimiento que tanto daño habían hecho a la
izquierda transformadora a lo largo de los tiempos. Centrado siempre en
el interés de lo común y que impulsó, desde la indignación consciente, una interesante “ética” del reconocimiento y de los cuidados.
Apenas 8 años después, hoy en día, como consecuencia del procés
impulsado y desarrollado por el independentismo ya no queda nada de
aquello. Y no es casualidad que, a medida que el 15-M se fue
desdibujando y evaporando, se fueron reforzando, con el apoyo
institucional, entidades como la ANC y el Òmnium Cultural. Parece
bastante sospechoso que haya coincidido esa desactivación de un
movimiento social alternativo cuestionador de las estructuras de poder
en Cataluña con el reforzamiento de plataformas de la sociedad civil,
apoyadas precisamente por el poder y centradas en temas nacionales e
identitarios.
No hay en la actualidad
movilización social en Cataluña, con cierta significación práctica, que
no esté ya vinculada con aquellos que defienden la independencia y se
adhieren al nacionalismo catalán o, en todo caso, con aquellos que la
rechazan. Estos últimos siempre en condiciones de mayor dificultad por
el clima que hemos descrito, aunque también despertando, especialmente
desde el otoño de 2017.
Las manifestaciones de signo
contrario de estos días 26 y 27 de octubre de 2019 así reflejan como la
sociedad catalana se moviliza en dos sentidos contrarios siempre
tomando como referentes símbolos y proyectos nacionales contrapuestos.
Lo que lamentablemente ha conllevado que la agenda social haya quedado
relegada y que muchos movimientos sociales y colectivos comprometidos
hayan perdido su potencial emancipador al quedar subsumidos en esas
dinámicas identitarias de contraposición.
Algo que también se proyecta
en el resto del Estado. Pensemos, por ejemplo, en las marchas de
pensionistas que tras semanas de caminata llegaron hasta el Congreso de
los diputados en Madrid, el pasado miércoles 16 de octubre, o en la
publicación ese mismo día del Informe sobre pobreza y exclusión social
de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza.
Un documento que ponía de
manifiesto que casi la mitad de las familias no llegan a fin de mes,
que ha aumentado la pobreza severa en el conjunto del país y que todo
ello en gran medida es resultado de la crisis económica y las políticas
que se aplicaron para “combatirla”. Ni los unos (los jubilados) ni lo
otro (la publicación del informe) tuvieron apenas incidencia política o
mediática aquel día ni en los posteriores.
La atención y el interés
estaban puestos en la reacción del movimiento independentista a la
sentencia del Tribunal Supremo y especialmente en otras marchas, no las
de los pensionistas sino las que encabezaba Quim Torra cortando
carreteras y en las movilizaciones violentas que habían tenido lugar las
noches anteriores y que se habrían de reproducir todavía con más
intensidad en las noches siguientes."
(J. Daniel Oliva Martínez, Profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Carlos III, Crónica Popular, 02/11/19)
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