11/11/19

Desde el independentismo surgen propuestas y sobre todo se generan actitudes y comportamientos colectivos que podemos identificar como fascistas... ese fascismo encriptado de manera inconsciente en un sector importante del independentismo es lo que explica la imposibilidad del diálogo y de la reconciliación...

"Una de las consecuencias del procés ha sido la perversión del lenguaje y la manipulación de ideas, conceptos o categorías analíticas propias de la política y de las ciencias sociales y jurídicas, tales como democracia, derechos humanos, soberanía, voluntad popular, derecho a la libre determinación…

 Destaca por encima de todas la de fascismo y fascista, términos que suelen ser utilizados constantemente por los independentistas para denigrar a muchos de sus oponentes políticos. Sin embargo, paradójicamente, constatamos que es -en parte- del movimiento político nacionalista-independentista catalán, en el que podemos identificar tics, comportamientos, posicionamientos, ideas y actitudes colectivas que pueden relacionarse precisamente con el fascismo. (...)

Señalar que el independentismo en su conjunto es fascismo sería tan pueril y poco fundamentado como defender tal y como hacen los CDR o Tsunami Democràtic y difunden por todo el mundo los líderes independentistas que España y lo que esta representa, es un Estado fascista. Que nadie quiera ver por lo tanto en este artículo una simplificación de ese tipo. 
 
Tras esta aclaración de partida lo cierto es que sí podemos reiterar que en ocasiones desde el movimiento independentista surgen propuestas y sobre todo se generan actitudes y comportamientos colectivos que podemos identificar como fascistas. Eso sí, un fascismo no como el de la ultraderecha clásica española, cuartelero, abierto, directo, explícito, reconocido y reconocible (ese ya muy minoritario que todavía canta el “cara al sol” o que acompaña a Franco en su exhumación) tampoco como el neofascismo reaccionario y la vez ultraliberal (en lo económico) de VOX, sino un fascismo más sutil, encubierto y en gran medida, inconsciente.


Muy pocos son, aunque también los hay (como ejemplo tenemos al Moviment Identitari Catalá) los sectores del independentismo que se reconocerían en esa categoría política. Muy al contrario, la mayoría de las personas que integran el movimiento nacionalista-independentista, muchas de ellas gentes de buena voluntad, se definen, orgullosamente, como antifascistas y defensores de los derechos humanos.

¿Cómo es posible entonces que los que se dicen y se identifican como antifascistas, promotores del bien común y amantes de la justicia, puedan llegar a comportarse o actuar como fascistas? La respuesta la encontramos en gran medida en la creación de imaginarios colectivos unidimensionales y en la psicología social. 

Y tiene que ver con ese conjunto de códigos, símbolos, marcos ideológicos, eslóganes, informaciones deformadas, lemas, contenidos formativos sesgados, prejuicios y estereotipos aprehendidos en la escuela y en las universidades (el papel del sistema educativo que conozco bien ha sido determinante) difundidos por los medios de comunicación y reforzados por la propaganda durante tanto tiempo.  (...)

Todo ello tiene su origen no tanto en la sentencia sobre el Estatut (como se empeñan en señalar desde el independentismo mediático) que influyó por supuesto pero que no tuvo una gran trascendencia social y política real. Más bien, el punto de inflexión (nada es casualidad) debemos situarlo en aquel día en el que Artur Mas y Núria de Gispert en junio de 2011 tuvieron que llegar al Parlament en helicóptero cuando los activistas sociales protestaban por las medidas y políticas de austeridad anunciadas por el gobierno de la Generalitat en alineamiento con las que ya por entonces empezaban a implantarse desde el gobierno central. 

Es a partir de ese momento cuando los nacionalistas moderados se transmutan en apenas unos meses, en independentistas declarados y animan la primera Diada realmente masiva en septiembre de 2012, desviando el foco de atención desde lo social hacia lo identitario. El rechazo por parte de Rajoy a la propuesta de pacto fiscal, ciertamente insolidaria (más si tenemos en cuenta el contexto de crisis económica) que trasladó Artur Mas unos días después de aquella Diada en su visita a la Moncloa, sirvió definitivamente de justificación para la huida hacia adelante del movimiento independentista. Conviene, al igual que cuando se tratan otros fenómenos, no perder nunca la memoria histórica de los acontecimientos.


Y, de esta manera, en estos siete u ocho años de procés, finalmente se ha configurado un conjunto arquetípico de procesos mentales, imágenes simbólicas y expectativas no realistas (y, por lo tanto, frustradas) compartidas colectivamente, en el seno del nacionalismo que no son percibidos conscientemente por los individuos que lo integran y que es lo que precisamente les lleva, en ocasiones, a actuar en el sentido contrario de lo que dicen ser.

Por supuesto, el fenómeno independentista en Cataluña no puede entenderse fuera de un contexto más general que en Europa ha conducido al Brexit y al auge del populismo de derechas y que en otros contextos se ha materializado en el triunfo de Trump en Estados Unidos o en el de Bolsonaro en Brasil. 

Reacciones todas ellas frente a los desafíos de la globalización que apuestan por sociedades cerradas con identidades que excluyen, que ponen en cuestión los sentidos pre-dados y que han encontrado un caldo de cultivo ideal en la frustración de amplios sectores poblacionales tras la penosa y dolorosa gestión al interior de los países y desde las organizaciones internacionales de la crisis económica y financiera. 

Esos elementos ad extra también deben ser tenidos en cuenta y pueden explicar algunas de las reacciones colectivas enmarcadas en esos repliegues identitarios que en ocasiones pueden conformar intolerancia, distanciamiento emocional y posicionamientos extremos frente al diferente, en aquellos que siempre se decían tolerantes y solidarios.

 Y sacar a la luz los componentes de ese fascismo que está encriptado de manera inconsciente en un sector importante del independentismo, lo que explica (desde luego en parte) la imposibilidad del diálogo y la reconciliación que por otro lado siguen siendo tan necesarias para la solución no solo política sino también, social y cultural del conflicto. 

Analicemos a continuación algunas de estas manifestaciones de ese fascismo inconsciente aludido.

1. Uno de los elementos constitutivos que fundamentan el fascismo, de viejo cuño o el neofascismo de nuestro tiempo es la negación de la diversidad y de los derechos culturales de los grupos diferenciados. Algo que está muy presente en el discurso de un sector del independentismo y del nacionalismo que rechaza en gran medida, la realidad multicultural y plural de la sociedad catalana, asociando catalanidad con una concepción homogénea y petrificada de la identidad cultural colectiva, con una única cultura verdadera y legítima y una visión limitada, esencialista y unidimensional del hecho cultural catalán. Todo ello tiene mucho que ver con esa idea de volksgeist o espíritu del pueblo, propia del romanticismo y el nacionalismo alemán del siglo XIX (cuya proyección política extrema tanto daño hizo en el XX) en el sentido de que las identidades nacionales son puras y cerradas. 

Y que, a cada pueblo, por supuesto al catalán, le corresponde un patrimonio cultural inmaterial homogéneo que se proyecta en una lengua verdadera, unas costumbres auténticas y una esencia inmutable que los nacionalistas tienen la misión de preservar para que pase a las generaciones futuras. En definitiva, un fundamentalismo cultural que ha venido a sustituir al racismo de otros tiempos.


2. A su vez, otro de los grandes elementos caracterizadores del fascismo que se reproduce en parte del movimiento nacionalista e independentista catalán y que es consecuencia del anterior, es la falta de empatía (hasta Forcadell así lo afirmaba recientemente) y en última instancia la falta de reconocimiento, el odio y el rechazo social hacia el diferente, así como su señalamiento estigmatizador. 

Aquel que no está de acuerdo con la independencia, aquellos que no defienden a los consejeros encarcelados o huidos junto a Puigdemont, los que no llevan el lazo amarillo, los estudiantes que no quieren hacer huelga en protesta por la sentencia del Tribunal Supremo, aquellos que están de acuerdo con el actual marco constitucional o los que apuestan por un modelo federal son señalados. 

En definitiva aquellos políticos, intelectuales, artistas, deportistas, directores de cine o teatro, periodistas, músicos, literatos, sindicalistas, líderes sociales, estudiantes o profesores universitarios que tienen una posición crítica, que se identifican con otros símbolos o defienden una cultura híbrida, en definitiva aquellos que piensan y actúan de manera diferente, o incluso prefieren no posicionarse o se mantienen tibios y equidistantes, son sospechosos y tildados de traidores (botiflers), de “españoles”, de malos o falsos catalanes.

El tránsito de la falta de reconocimiento al odio hacia el diferente puede darse fácilmente más aún en contextos de contraposición, frustración y tensión política como en los que vivimos. Por eso no es de extrañar la actitud de odio que se proyecta en los gestos, las consignas, los lemas y el comportamiento no verbal en el marco de muchas de las movilizaciones, escraches, sabotajes, huelgas… que se dan en estos días. Pensemos por un momento en el tratamiento del que han sido objeto los comunicadores y periodistas de las cadenas de radio y televisión de ámbito estatal durante las últimas semanas de movilizaciones. 

O las referencias permanentemente insultantes y despreciativas a todo lo relacionado con la idea de España, lo que indudablemente afecta emocionalmente a los que se sienten españoles y refuerza a su vez, posiciones extremistas de muchos de estos frente a los que defienden la independencia, dentro y fuera de Cataluña. El surgimiento y la preocupante consolidación de VOX -quizás como tercera fuerza política en las próximas elecciones generales- es indudablemente un efecto reactivo, pero a la vez retroalimentador de esas dinámicas de odio y falta de reconocimiento. 


Además, cuando los sentimientos se radicalizan los movimientos nacionalistas más extremos pueden incluso proyectar ese rechazo y odio no solo hacia los no independentistas, sino también hacia aquellos que son identificados como “los blandos” dentro del propio movimiento. Probablemente el caso de Gabriel Rufíán expulsado entre gritos de botifler y gestos airados y amenazantes, de una concentración convocada por Arran y los CDR en Arc de Triomf, nos sirva de paradigma para explicar este fenómeno.


3. Otro de los grandes componentes de los movimientos fascistas siempre ha sido la manipulación victimizadora de la historia, la idealización infantilista de la cultura propia, el etnocentrismo extremo (es decir la consideración supremacista de su identidad diferenciada como mejor y más valiosa que las demás) y la mitologización de los orígenes culturales. 

Algo también muy presente como sabemos en gran parte del movimiento independentista catalán que no duda en distorsionar la historia o interpretarla en favor de sus tesis y proclamas. Resulta penoso comprobar como algunos colegas universitarios de prestigio se pliegan a esos intereses deformadores y ponen su actividad docente e investigadora en el campo de la historia, la sociología o la antropología, al servicio de la propaganda de un proyecto excluyente.


4. Los nacionalismos radicales, que son la base del fascismo, siempre refuerzan su identidad a partir de dinámicas de contraposición relacionadas con un eje diferenciador Nosotros frente a los Otros, de los que se distancian simbólicamente proyectando rasgos negativos e infravalorándolos. 

Es otro de los caracteres de la actitud etnocéntrica que no solo valora la cultura propia como superior, sino que, consecuentemente, desprecia a otras culturas y de manera especial a la cultura que considera “rival” y por ende a los que se identifican con ella plenamente o incluso solo en parte. La estereotipación insultante y ridiculizadora del otro suele servir de elemento contrastador y fundamenta ese distanciamiento. 


Los nazis ridiculizaban a los judíos caracterizándoles con rasgos físicos desagradables y elementos morales despreciables. En el caso de Cataluña, se produce una degradación moral y estética de los otros

Los otros son los españoles, por supuesto (y por asociación también los catalanes que se identifican con una identidad mixta) a los que se relaciona en muchas ocasiones en los programas “humorísticos” de TV3, en las tertulias de Catalunya Radio o RAC 1, en los artículos de El Punt Avui y, en general, en las consignas de la cultura popular que rodea al independentismo, con lo facha, con lo hortera, con lo retrógrado, con lo casposo, con lo rancio, con lo carca, con lo mediocre, incluso con lo perezoso… Todo ello frente a rasgos moral y estéticamente apreciables y superiores que estarían representados por un verdadero nosotros catalán. 


5. Los fascistas y nacionalistas extremos se apropian del concepto de pueblo y suelen hablar en nombre de este. 

Lo hace el ultra Bolsonaro, cuando se refiere al pueblo de Brasil, dejando fuera de esa categoría o ignorando a indígenas, negros, gais, lesbianas o los “petistas” (es decir a más de la mitad del país). 

Lo hace Trump cuando habla de “hacer grande de nuevo a América” y se refiere al pueblo estadounidense sin incluir a liberales, los votantes del partido demócrata, minorías, nativos, inmigrantes o periodistas críticos. Y lo hacen en Europa los líderes ultras de Ley y Justicia en Polonia, erigiéndose como los representantes del pueblo polaco, que solo incluye a los “verdaderos patriotas”. 


Esa apropiación del demos, negadora de la pluralidad, también acontece en Cataluña donde los líderes independentistas hablan constantemente de que son los verdaderos representantes del pueblo catalán y que están llamados a cumplir con el mandato democrático (ya “sin excusas”, como señaló Torra hace unas semanas) que se les ha dado para avanzar hacia la república catalana. Desconociendo -cínicamente- que, en el mejor de los casos, solo cuentan con el apoyo de -ni siquiera- la mitad de los votantes catalanes.


6. La ocupación física y simbólica (masiva, abarcadora, institucional y extensiva) de los espacios públicos y ese afán por acaparar la vida política, económica, social y cultural es también otro comportamiento típico de los movimientos fascistas. 

Lo hacían los nazis en Alemania, lo hizo Franco en España. Vemos constantemente ese empeño entre los independentistas catalanes (estelada y lazos amarillos) utilizando sin pudor las administraciones bajo su control. Con ello lo que pretenden es, desde una parte, inundar y acaparar los espacios que deberían ser de todos. Negando de nuevo la diversidad y despreciando al diferente, al que no opina como ellos, que simbólicamente queda excluido del ámbito de lo público. 


Esa exclusión simbólica conlleva, finalmente, un apartheid también en la práctica, en la vida cotidiana, que podemos relacionar por ejemplo con el hecho de que algunos políticos o asociaciones no independentistas tienen habitualmente que suspender sus actos públicos en universidades o centros públicos por el acoso que sufren o que los artistas, creadores y músicos declaradamente antinacionalistas no son contratados por las administraciones catalanas de ámbito autonómico o municipal en una suerte de censura ideológica y/o etnicista. 


Junto a ello la presencia cuasi orgánica del independentismo hace que ocupe, desde ese afán abarcador, la gran mayoría de los espacios de poder y esté al frente de los principales marcos de influencia económica, social, empresarial, sindical, universitaria, periodística o deportiva y de gestión académica y cultural, pese a que los independentistas no lleguen a representar al 50% de la población. Esto provoca una estratificación desigual en el reparto de poder y la capacidad de influencia social y cultural, pues los no independentistas, siendo mayoría, quedan subsumidos frente a los que sí lo son.

7. El unilateralismo, la intransigencia, la insolidaridad y la búsqueda de la confrontación permanente frente a un enemigo real o imaginario, son algunos otros de los grandes componentes del fascismo, del viejo y del nuevo. Todo ello frente a la solidaridad, la cooperación, el bien común, la fraternidad y el diálogo intercultural propios del antifascismo. 

Y lamentablemente lo vemos en los lemas de la mayoría del independentismo: “Primero Cataluña y los intereses de los catalanes” (independentistas se entiende). Sin importarles, por ejemplo, el seguro colapso del Estado del bienestar en España (actualmente ya disminuido por los efectos de la crisis y las políticas de austeridad) y las consecuencias que para los sectores populares y para los territorios en situación de mayor vulnerabilidad tendría una hipotética independencia de Cataluña. 


Nada parece importarles a los independentistas catalanes (también, lamentablemente, a los que se dicen de izquierdas) la suerte que correrían los servicios de salud, los sistemas educativos, las becas, las pensiones, las ayudas sociales… en el resto de los territorios si su proyecto acabara por consumarse, desgajando a la segunda región más rica por niveles de renta e implicación impositiva, del resto del Estado.


También constatamos día a día cómo el independentismo en efecto, busca el choque, la tensión permanente, para así nutrir, reforzar o mantener su base social, desde dinámicas cotidianas de confrontación. Todo ello tiene repercusiones directas en la fractura social y en la convivencia entre catalanes, en las familias, en los centros de trabajo, en las universidades, en los círculos de amigos, en los movimientos sociales, en las AMPAs, en las comunidades de vecinos, en las asociaciones culturales, en los clubs deportivos…

Ámbitos de relacionamiento comunitario en los que se genera una especie de violencia simbólica e implícita, pues los no independentistas, si no están seguros de que están junto a otros no independentistas, prefieren no hablar, permanecen en silencio, deciden no significarse frente a lo que perciben en gran medida como una especie de dictadura del pensamiento único o de las ideas y posiciones únicamente aceptables. Los riesgos de hacerse visible son todavía mayores en eso que llamamos la Cataluña interior, donde el que no participa del credo imperante es inmediatamente apartado de la vida pública y social.


Esa espiral de ocultamiento social del disidente no independentista constituye una manifestación más y una consecuencia brutal de la falta de reconocimiento y de esa enfermedad social instalada que es la negación de la alteridad. Como manifestación más extrema de esa degradación social mencionada, hasta límites insoportables, encontramos los escraches, los insultos, los desprecios, las pintadas en los comercios o frente a las casas, el señalamiento social o los boicots a los que son sometidos los no independentistas cuando deciden significarse. 

Eso ya no es violencia simbólica. No debemos desligar en última instancia todo ello de la reciente aparición de grupos abiertamente negadores de la pluralidad que están dispuestos a dar un tenebroso paso adelante a través de acciones violentas que tienen muy poco de liberadoras y se asemejan más a la violencia parda tan propia de los movimientos fascistas. 


Que la presidenta de ANC haya llegado a valorar algunas modalidades de violencia como algo positivo para visibilizar internacionalmente el “conflicto” nos permite confirmar, tristemente y una vez más, al frente de quienes está el movimiento independentista.


8. Por último, hemos de destacar que el fascismo y el neofascismo, a pesar de que se han encubierto a lo largo de la historia con eslóganes socializantes con el objetivo claro de confundir a la población y asegurarse el apoyo de la clase trabajadora y los sectores populares, acaban siempre por dar primacía a lo nacional-identitario frente a lo social.

  Y, lamentablemente, constatamos que la corta pero intensiva historia del procés, es precisamente la historia de cómo las reivindicaciones sociales, las luchas de los colectivos más activos que actuaban desde una perspectiva de clase o transversal, las proclamas y los posicionamientos de la ecología integral y las reivindicaciones populares en materia de sanidad, vivienda, educación, género, diversidad funcional o trabajo digno han quedado muy debilitadas frente al repliegue de la identidad. Esa debacle de lo social frente a lo identitario ha supuesto en gran medida la eliminación del “espíritu” del 15-M. 


Efectivamente, si tomamos como referencia el año 2011, constatamos cómo, espoleados por el inicio de la crisis y la decepción ante la clase política, centenares de miles de jóvenes (y no tan jóvenes) conformaron un movimiento inclusivo que crecía y se reconocía en la diversidad, un movimiento verdaderamente transversal, espontáneo, autónomo, no inducido desde instituciones o partidos políticos. 

Con una “teoría” y praxis fresca, transformadora, alegre y alternativa, abierto y positivo desde la crítica radical, que superó las dinámicas de resentimiento que tanto daño habían hecho a la izquierda transformadora a lo largo de los tiempos. Centrado siempre en el interés de lo común y que impulsó, desde la indignación consciente, una interesante “ética” del reconocimiento y de los cuidados. 


Apenas 8 años después, hoy en día, como consecuencia del procés impulsado y desarrollado por el independentismo ya no queda nada de aquello. Y no es casualidad que, a medida que el 15-M se fue desdibujando y evaporando, se fueron reforzando, con el apoyo institucional, entidades como la ANC y el Òmnium Cultural. Parece bastante sospechoso que haya coincidido esa desactivación de un movimiento social alternativo cuestionador de las estructuras de poder en Cataluña con el reforzamiento de plataformas de la sociedad civil, apoyadas precisamente por el poder y centradas en temas nacionales e identitarios.


No hay en la actualidad movilización social en Cataluña, con cierta significación práctica, que no esté ya vinculada con aquellos que defienden la independencia y se adhieren al nacionalismo catalán o, en todo caso, con aquellos que la rechazan. Estos últimos siempre en condiciones de mayor dificultad por el clima que hemos descrito, aunque también despertando, especialmente desde el otoño de 2017. 


Las manifestaciones de signo contrario de estos días 26 y 27 de octubre de 2019 así reflejan como la sociedad catalana se moviliza en dos sentidos contrarios siempre tomando como referentes símbolos y proyectos nacionales contrapuestos. Lo que lamentablemente ha conllevado que la agenda social haya quedado relegada y que muchos movimientos sociales y colectivos comprometidos hayan perdido su potencial emancipador al quedar subsumidos en esas dinámicas identitarias de contraposición. 

Algo que también se proyecta en el resto del Estado. Pensemos, por ejemplo, en las marchas de pensionistas que tras semanas de caminata llegaron hasta el Congreso de los diputados en Madrid, el pasado miércoles 16 de octubre, o en la publicación ese mismo día del Informe sobre pobreza y exclusión social de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza. 

Un documento que ponía de manifiesto que casi la mitad de las familias no llegan a fin de mes, que ha aumentado la pobreza severa en el conjunto del país y que todo ello en gran medida es resultado de la crisis económica y las políticas que se aplicaron para “combatirla”. Ni los unos (los jubilados) ni lo otro (la publicación del informe) tuvieron apenas incidencia política o mediática aquel día ni en los posteriores. 

La atención y el interés estaban puestos en la reacción del movimiento independentista a la sentencia del Tribunal Supremo y especialmente en otras marchas, no las de los pensionistas sino las que encabezaba Quim Torra cortando carreteras y en las movilizaciones violentas que habían tenido lugar las noches anteriores y que se habrían de reproducir todavía con más intensidad en las noches siguientes."                 

 (J. Daniel Oliva Martínez, Profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Carlos III, Crónica Popular, 02/11/19)

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