"(...)La idea de nación nunca me ha gustado. Esa ideología que parcela el planeta y las personas en naciones es arbitraria…
Pero también somos nuestro origen.
Porque tememos quedarnos indefinidos, sin contenido. Y
es que ningún ser humano es capaz de definirse sólo con respecto a sí
mismo. Buscamos completarnos en lo colectivo.
¿Nos convierte eso en seres nacionales?
Incluso sabiendo que morimos, preferimos pensar que
lo que hemos sido seguirá vivo en la generación siguiente; que hablará
nuestra lengua y será nuestra misma nación…
¿No se puede tener una sin ofender?
No hablo de lo propio, sino de las pulsiones
nacionalistas que surgen del ansia de perpetuar sobre todos los demás
cuanto me define a mí.
¿Quien pierde el origen no pierde la identidad?
Eso es diferente del nacionalismo, que no es el
natural amor a lo propio, sino imponer tu nación hasta crear un espacio
geográfico donde sólo quepan los puros, los auténticos como tú: es esa
nación exclusiva y eterna que el nacionalista sueña para sí y los suyos.
¿Y si tu nación es integradora?
La del nacionalismo no lo es, porque se nutre de esa
ilusión de eternidad: si cumples una serie de normas, te proyectas en el
más allá. Y las cumplen, porque el ser humano no puede estar tranquilo
si no cree en que es eterno, que trascenderá su final.
Si es feliz así, sin molestar a nadie...
Es que necesita constatar que también hay otros con
su misma fe y que están juntos, fuertes, con una misión en la vida...Y
otros que no. (...)" (Entrevista a Fernando Aramburu, Lluís Amiguet, La Vanguardia, 26/04/19)
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