7/11/17

La crisis catalana es un episodio extraordinario, casi estrambótico, de autonomía de lo político. Autonomía llevada a niveles de delirio, pero con escasas consecuencias reales más allá de algunos golpes, unos pocos juicios y un achicharrante estrés emocional para unos y para otros

"(...) Sobre lo acontecido este octubre de 2017 ya conocen los hechos. Estos se abren con el referéndum del 1 de octubre, la coreografía represiva de las fuerzas del Estado, un poquito de processisme (DUI sí/no, elecciones sí/no), y finalmente la declaración de independencia del pasado viernes. 

Una declaración, dicho sea de paso, más propia de una película de Berlanga que de cualquier recuerdo de 1934: voto secreto “para que no nos pillen”, una urna que no aparece, unas papeletas pintadas con bolígrafos, una declaración de nuevo calculadamente ambigua y ninguna acción real de toma del poder sobre el territorio. 

A la DUI siguió la convocatoria electoral de Rajoy para casi el mismo día que antes proponía Puigdemont, el 21. Y para que no falte picante folk, el Conselh Genearu d'Aran, la única comarca de habla occitana del país, anunció que se reuniría para tratar su separación de la nueva Catalunya “independiente”. Según parece, en este caso al menos, se impuso el sentido común y el pleno no se realizará.

Aunque haya heridos, presos y toda la parafernalia represiva propia de cualquier desafío a un Estado; aun cuando este imponga penas de cárcel de 10 o 30 años y realice intervenciones directa y claramente atentatorias contra los derechos fundamentales, estamos ante una opereta política, no ante un nuevo octubre del 34. 

Asistimos a un enfrentamiento teatralizado, que puede llegar a cotas mayores de agonismo, pero que no puede salirse de determinados rieles, aquellos de una “política en la que no está admitida la muerte”. 

Quien quiera medir dramatismos debe contrastar siempre con Euskadi: el conflicto se saldó con casi mil muertos a manos de ETA, un par de centenares por obra y gracia de las Fuerzas de Orden público y el terrorismo de Estado y un constante carrusel de 200 o 300 personas en prisión condicional con cargos muchas veces indemostrables.

 La crisis catalana es un episodio extraordinario, casi estrambótico, de autonomía de lo político. Autonomía llevada a niveles de delirio, pero con escasas consecuencias reales más allá de algunos golpes, unos pocos juicios y un achicharrante estrés emocional para unos y para otros. 

Todo ocurre, es preciso recordarlo, dentro de la Unión Europea, único ámbito territorial decisivo para las provincias española y catalana. Y todo ello también dentro del marco de una sociedad pacificada y poco dispuesta a llegar al enfrentamiento armado por las cuestiones en liza. Así se explica que el desastre nunca lo sea del todo. Que cada cual pueda recuperar su vida cotidiana sin mayores traumas. 

Que la crisis no afecte a los empleos, a la economía (lo de las sedes se desarrolla en el nivel de lo simbólico). Y así se explica también que este conflicto, incluso cuando parece desbarrar, nunca lo hace del todo. La cuestión catalana se manifiesta en términos postmodernos, con grandes narrativas pero sin materialidad evidente, como una gigantesca guerra cultural. 

Aun, por tanto, con presos y con una increíble inflación verbal (independencia, sedición), este conflicto sigue siendo una bicoca para ambas élites institucionales que, debemos recordar, nunca han dejado de ser los actores principales del “choque”.

 En primer lugar, el PP y los exconvergentes del PDeCat, dos partidos atosigados por los escándalos de corrupción, que han sufrido el desgaste de la aplicación de las políticas de austeridad dictadas por Europa

Pero que ahora se nos presentan, no sin contradicciones, como los campeones de sus respectivos demos (catalán y español), haciendo gala de gran política, con una épica que les estaba vedada por su posición subalterna en el concierto europeo.(...)

 El conflicto catalán ha sido, en efecto, el colofón al 15M, pero en el sentido que le dan los liquidadores. Nunca en los años previos, los viejos actores institucionales han tenido tanto margen de maniobra, hasta el punto de dominar la calle y cabalgar el malestar como dueños y representantes legítimos de sus respectivas huestes, trapos y banderas. Catalunya parece ser la restauración de lo viejo, a través como siempre de la integración de lo nuevo. La reforma constitucional ya en marcha es simplemente eso. (...)"                        (Emmanuel Rodriguez, CTXT, 30/10/17)

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