"(...) La crisis catalana es un episodio extraordinario, casi estrambótico, de
autonomía de lo político. Autonomía llevada a niveles de delirio, pero
con escasas consecuencias reales más allá de algunos golpes, unos pocos
juicios y un achicharrante estrés emocional para unos y para otros.
Todo
ocurre, es preciso recordarlo, dentro de la Unión Europea, único ámbito
territorial decisivo para las provincias española y catalana. Y todo
ello también dentro del marco de una sociedad pacificada y poco
dispuesta a llegar al enfrentamiento armado por las cuestiones en liza.
Así se explica que el desastre nunca lo sea del todo. Que cada cual
pueda recuperar su vida cotidiana sin mayores traumas. (...)
Aun, por tanto, con presos y con una increíble inflación verbal
(independencia, sedición), este conflicto sigue siendo una bicoca para
ambas élites institucionales que, debemos recordar, nunca han dejado de
ser los actores principales del “choque”.
En primer lugar, el PP y los
exconvergentes del PDeCat, dos partidos atosigados por los escándalos de
corrupción, que han sufrido el desgaste de la aplicación de las
políticas de austeridad dictadas por Europa. Pero que ahora se nos
presentan, no sin contradicciones, como los campeones de sus respectivos
demos (catalán y español), haciendo gala de gran política, con una
épica que les estaba vedada por su posición subalterna en el concierto
europeo.
Esa triste realidad, que intentan conjurar, la constituye ese
muñeco de paja llamado régimen del 78. En segundo lugar, están los
partidos-relevo, Ciudadanos-Ciutadans y ERC, que heredarán la tierra que
han dejado sus hermanos mayores, y que azuzan el conflicto como quien
sabe que lo tiene todo por ganar. (...)
Nuestros socialistas de época, que también basculan
entre la revolución y el régimen legítimo, sin saber que ambos juegos
son incompatibles, se desperdigan por todo el arco de la nueva y la
vieja política.
Por empezar por los más coherentes, la CUP y la
izquierda llamémosla “confederal”, que ha visto en Catalunya la gran
oportunidad, el colofón al ciclo 15M. Su relato no está exento de
atractivo. Si Catalunya rompe, nos dicen, caerá el régimen, los pueblos
de España al fin liberados tendrán su oportunidad de encontrarse sin
cadenas, felices, en una nueva Iberia sin derecha (o con una “derecha
civilizada”).
Contra ellos habrá que mostrar, no obstante, que el
curso de los acontecimientos parece desmentir su hipótesis. El conflicto
catalán ha sido, en efecto, el colofón al 15M, pero en el sentido que
le dan los liquidadores.
Nunca en los años previos, los viejos actores
institucionales han tenido tanto margen de maniobra, hasta el punto de
dominar la calle y cabalgar el malestar como dueños y representantes
legítimos de sus respectivas huestes, trapos y banderas. Catalunya
parece ser la restauración de lo viejo, a través como siempre de la
integración de lo nuevo. La reforma constitucional ya en marcha es
simplemente eso.
Más grave aún. Al processisme, esta izquierda
le ha ofrecido un lenguaje, que ya en el 15M era solo una muletilla de
una intuición más profunda. Le ha dado palabras como proceso
constituyente, régimen del 78 y, sobre todo, democracia. Con este regalo
lingüístico, ha transformado a las izquierdas, nuevas y viejas, que sin
movilización son sólo institución, en un contenedor vacío, sin
capacidad de análisis ni respuesta.
El agujero es mayor en aquellos que
han quedado más atrapados en esta gigantesca guerra cultural, aquellos
que han asumido completamente la literalidad de los términos del
conflicto. Así por ejemplo, la bandera del “un sol poble”, que el PSUC
agitó para apaciguar la agresiva conflictividad obrera de los años
setenta y asegurar una transición pacífica, hoy se emplea para unificar
por abajo a una sociedad quebrada frente al ataque a las instituciones
catalanas practicado por el Estado.
Fuera de Catalunya es la
misma bandera que identifica el pueblo de Catalunya con el soberanismo, y
que comparte la épica de los procesos de liberación nacional, en una
época, un país y una posición geopolítica que nada tienen que ver con la
Guinea Bissau de Amílcar Cabral o la Argelia de Ben Bella. (...)
Entender los rasgos neocon de estas movilizaciones, en las que
efectivamente hay falangistas, pero sobre todo segmentos importantes de
población modesta y hasta hace poco despolitizada, queda como una tarea
pendiente para otra generación. Réquiem, otra vez, para la extrema
izquierda. (...)
En el colmo de la impotencia asumida e integrada, topamos con la
iniciativa Parlem-Hablemos. Ningún acontecimiento de este octubre de
2017 ha sido más notorio de la angustia de la nueva política como actor
de transformación.
La petición tiene guasa: se rogaba a las dos élites
institucionales, que hasta hace nada debíamos enfrentar, ahogar y
destruir, que se pusiesen en una mesa a dialogar... ¡una solución! En
lugar de tomar su conflicto como lo que es, una huida hacia delante que
deja al descubierto toda su debilidad, se les consideraba como dos
monstruos poderosos, y por ende legítimos. (...)
En definitiva, la izquierda de 2017 no entiende el teatro de lo
político: se lo toma demasiado en serio, porque quiere ser parte del
mismo. Pero tampoco entiende los niveles materiales del conflicto: por
ausencia de luchas materiales en las que apoyarse. Su orfandad es total. (...)
El enfrentamiento Cat-Esp nos ha ofrecido una ilusión, repleta de épica,
de personajes, de acontecimientos, de historia. Lo ha hecho después de
la primera gran crisis de representación de la democracia española. Pero
esta crisis es, sobre todo, un síntoma de senilidad, no de juventud.
La
solución Rajoy (que sería la misma de Sánchez, y con variaciones de
Iglesias y las élites catalanas) pasa por reconstruir una esfera
legítima al teatro de la representación. En sus términos requiere no
tanto el estado de excepción (no hay enemigos articulados de la
democracia), como la recuperación de un interlocutor catalán con el que
negociar un arreglo, un equilibrio dinámico y conflictivo, pero fiable.
Esto ocurrirá tarde o temprano, cuando las élites institucionales
catalanas, derrotadas, logren dominar los espíritus animales del “poble”
y se sientan suficientemente seguras. Eso es lo que quiere decir
“restaurar la constitución”, que es una constitución material: un
reparto del poder entre distintos segmentos de las élites de Estado. (...)" (Emmanuel Rodríguez, CTXT, 30/10/17)
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