"Unas preguntas para arrancar. ¿Cuál es la lengua suiza? ¿Y la italiana?
¿Cuál es la lengua canadiense? ¿Y la alemana? ¿Y la belga? ¿Cuál es la
lengua española?
Desde hace meses un grupo de personas opuestas al
secesionismo catalán, pero no necesariamente opuestas al nacionalismo,
que forman parte en su mayoría del colectivo Sociedad Civil Catalana,
tratan de que la respuesta a la pregunta de cuál es la lengua española
sea tan problemática como la respuesta a cuál es la lengua suiza.
El
grupo, en el que destaca la filóloga Mercè Vilarrubias, pretende que una
ley de lenguas sitúe en el mismo rango de oficialidad el castellano, el
catalán, el gallego y el vasco. (...)
Hay dos maneras de tomarse la propuesta lingüística que, según
Vilarrubias, impulsan «sectores reformistas» de Cataluña. Una, como un
mero enjuage tercerista que añada más bullshit al aciago discurso
público español sobre la cuestión.
Es sospechoso comprobar, en este
sentido, que ni nuestra filóloga ni sus acompañantes hayan hablado aún
del lugar en que quedaría la inmersión lingüística catalana después de
promulgada la ley de lenguas. España es el único lugar del planeta donde
algunos padres no pueden educar a sus hijos en la lengua oficial del
Estado.
¿No te parece, querido amigo, que sería de gran interés saber en
qué medida el paso de una a cuatro lenguas modificaría esa cuestión
trascendental? ¿Y por qué me recordará la filóloga and friends a esos
acérrimos federalistas que jamás responden a la pregunta inicial y
obligatoria de qué haría su federalismo con los privilegios
vasco-navarros?
La segunda manera es tomársela en serio. Dar por hecho
que la propuesta no responde a la palabrería general y que la nueva ley
supondría una reforma en profundidad del sistema lingüístico del Estado.
Para resumírtelo: esa ley permitiría que un hablante del vasco no
tuviera que renunciar a su idioma en ningún trato con la España oficial.
Desde la Guardia Civil hasta la megafonía de Renfe (¡santo cielo!),
pasando por juzgados, televisiones, Congreso y oficinas de Hacienda o
cuarteles. De las escuelas ya he hablado unas líneas más arriba. Todo lo
que no sea eso, insisto, es charanga y pandereta, completamente
impropia de personas respetables.
La reforma implicaría una murga inenarrable y fatídica. Pero yendo a
lo contable, implicaría una inversión espectacular. No me pregunto de
dónde van a sacar el dinero: ya se entiende que de mi bolsillo.
Lo que
me pregunto, sobre todo, es cómo justificarían una inversión de esa
naturaleza en la España del déficit, la desigualdad y la deuda. No dudo
que la ley supondría un plan E específico para traductores, pedagogos,
cartelistas y carteristas; pero me temo que no se trata del tipo de plan
de empleo que los millones de parados españoles necesitan. (...)
Alguien podrá lamentarse de que esa ética no sea catalana, vasca o
gallega. Y será un lamento tan legítimo como imposible de satisfacer.
Pero la alternativa a la koiné castellana no es la koiné vasca, gallega o
catalana: es la desaparición de la koiné. Una lengua suele ser un
desgraciado factor de diversidad. Nada que celebrar.
Es sorprendente que
presuntos antinacionalistas atenten contra el raro ejemplo de unidad
que ofrece la lengua española, que es la única lengua española, por
cierto. En su propuesta hay una radical incomprensión de lo público, por
otra razón. Lo público es neutral y ejemplar. Un modelo a seguir.
Así
pues, lo que en el fondo pretenden los promotores de la propuesta, hayan
pensado en ello o no, es que se reproduzca esa cooficialidad en el
conjunto social. La cooficialidad de fronteras. Lo que tan bien retrata
aquella patética imagen de un dirigente nacionalista vasco y otro
catalán (¡cuyos nombres no consigo recordar!) hablando durante la
república con la asistencia de un intérprete.
Last but. La concesión profunda al nacionalismo que supone la
propuesta. Su adhesión. Varios de sus promotores reconocen y ensalzan su
valor simbólico y eso implica compartir con el nacionalismo que una
lengua es algo más que un instrumento de comunicación. La letal
plusvalía. Frente al mito, la radical y serena indiferencia de Albert
Boadella en Gente que vive fuera: «Algo hay que hablar.»
En efecto, algo
hay que hablar. Y da lo mismo lo que concretamente se hable. De ahí que
la proliferación de lenguas atente contra la función del lenguaje, que
es posibilitar la comunicación humana. Y de ahí que sea obligación moral
de los hombres trabajar para que el número de lenguas disminuya y
abstenerse de someter ninguna de ellas a carísimos tratamientos en la
sala de reanimación artificial." (Arcadi Espada, El Mundo, 01/05/2015)
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