El y, por contraste, el agobiante nacionalismo de Convergència Democràtica fueron los responsables de que en Barcelona, en la segunda mitad de los años ochenta, empezara a cuajar una suerte de patriotismo ciudadano. Un lugar común de los jóvenes ilustrados de entonces consistía en resolver las fatigosas exigencias de identidad española o catalana con un tiro raso: «Yo soy barcelonés.»
Era un fenómeno muy llamativo. Es muy difícil ser patriota de una ciudad. A diferencia de la Nación, la Ciudad tiene que probar su mérito cada día. Es probable que una nación se lleve en el cuore. Pero una ciudad se lleva a cada paso en la boca, y frecuentemente para maldecirla. Está la caca de perro, el ruido, el humo, la fealdad irremediable, los atascos. Encajar el patriotismo y la realidad es un trabajo titánico y finalmente estéril. Escribía aquel Maragall:
«La patria es un conjunto de fenómenos, de ingredientes, y por esto es menos dominable. La patria se define en buena medida por sus condiciones naturales, mientras que la ciudad ha sido construida en un 90% por el hombre y el marco natural juega una papel más relativo, representa mas claramente los aciertos y los fracasos de los que la han construido.» (Pasqual Maragall, Refent Barcelona, 1986. Traducido del catalán).
De ahí que el mérito de Maragall fuera muy grande. Es cierto que, en cuanto a la acción, se aprovechó de las circunstancias y más concretamente de la circunstancia olímpica. Pudo trabajar con balances generosos, siempre abiertos. Con el apoyo del Gobierno de Felipe González y con el apoyo del Comité Olímpico de Juan Antonio Samaranch.¡Pero había que saber aprovecharse! La consecuencia fundamental de su trabajo para aquella generación de barceloneses fue muy profunda y muy rara. De pronto tuvimos la impresión de que la política se materializaba. De que, efectivamente, la política podía cambiar la vida de los ciudadanos. (...)
La ciudad era la prueba de la libertad y Maragall la estaba superando de modo espectacular.
Y con gran belleza. La política no es sólo la acción. Está el relato. En el caso del alcalde se resume a la perfección en la noche de los alegres saltos, el 17 de octubre de 1986. Cuando, de vuelta de Lausanne y con la nominación olímpica en el bolsillo (a la ville de… Barsalona!), envuelto en un gabán y con desaliño amigable, el alcalde empezó a dar saltos muy altos y espontáneos, mientras al presidente Jordi Pujol, de pie a su lado, se le empequeñecía todo menos el ceño.
Aquella noche empezaron a escribirse las primeras líneas de un relato que acabaría teniendo una importancia extraordinaria en el futuro. El alcalde no sólo se movía y hacía mover a las piedras, sino que subrayaba cualquier gesto con un aliento casi épico. Para el que lo tenía delante día a día la cosa resultaba al final repetitiva y un punto grotesca. Es difícil vivir recitando la Oda.
Pero el relato de una Barcelona abierta, sonriente, voluntaria y marítima acabaría cuajando entre la ciudadanía de un modo insospechado. Y, desde luego, con consecuencias extrapoéticas, que es el máximo logro al que puede aspirar un poema.
En la general decadencia catalana a que han conducido los treinta años de nacionalismo hay una excepción fundamental que es la ciudad de Barcelona. Si Barcelona es hoy conocida y querida en el mundo, y un destino sorprendentemente atractivo para personas de todos los continentes, es gracias al relato que construyó el alcalde Maragall.Como digo, la importancia de ese relato sobrepasa la lírica. Y es fundamentalmente económica. Barcelona en el mundo no es sólo un eslogan sino un factor clave de desarrollo de una ciudad, presa de la deslocalización e inexorablemente volcada en los servicios. Estremece el pensar qué habría sido de Cataluña con la crisis textil, el abandono de empresas, la emergencia de Madrid como poderosa capital del Estado democrático y los Juegos Olímpicos… de París.
La marca Barcelona, de impacto internacional superior al de cualquier otra ciudad española, estaba registrándose aquella noche de octubre feliz.
Por aquel tiempo Maragall era este:
«Yo no me siento nacionalista en el sentido técnico y clásico de la palabra. (…) El nacionalismo podía tener un sentido mientras pesaba sobre Cataluña la amenaza evidente del franquismo (…) No creo que una ideología de estas características pueda vertebrar eficazmente un país con voluntad de futuro (…) Para mí, en la actualidad, el nacionalismo catalán confunde el sentimiento de adhesión a una identidad con un código político.» (op. cit)
Lo que vino después fue otra cosa. Inesperada y dolorosa. Maragall enfermó." (Diarios de Arcadi Espada, 'Aquel Maragall', 17/10/2010
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