28/10/14

Desde la iglesia el sacerdote oye con aprobación los disparos... la información que le dieron él la transmitió de inmediato a los etarras

"En las fiestas del pueblo, en el verano de 1980, iba a celebrarse una carrera ciclista. El tiempo tiene el color de las fotos y las películas familiares en super-8 de entonces, un color saturado y erróneo, rojos excesivos, azules eléctricos, amarillos que viran al marrón. 

Por la mañana el párroco se acercó al cuartelillo de la Guardia Civil para preguntar cuál iba a ser el itinerario de la carrera y a qué hora empezaría. Me acuerdo bien de la luz de aquel agosto porque yo estaba de soldado en San Sebastián y porque un domingo de mediados de mes asistí a una boda en el corazón de Gipuzkoa.

En la línea de salida, mientras los ciclistas aficionados acaban de tomar posiciones, los tres guardias civiles encargados de dirigir el tráfico charlan con los organizadores. La conversación es tan entretenida, el ambiente tan festivo, que el comienzo de la carrera se retrasa, sin que eso parezca preocupar a nadie. 

En el barullo, alguno de los que charlan con los guardias mira de vez en cuando su reloj y vuelve la vista hacia un recodo de la carretera. En él aparece uno de los coches malos y angulosos de entonces, un Simca 1000, de esos que son tan útiles ahora para ambientar películas de época. El coche frena y de él salen tres hombres jóvenes.

Cuando las cosas muy inusuales suceden muy rápido se crea una niebla confusa en las mentes de quienes se ven envueltos en ellas. En la claridad de la mañana, en la bulla de la fiesta, entre las ropas de colores muy ceñidas de los ciclistas, en ese paraje familiar del pueblo en el que todos se conocen, que esos tres hombres jóvenes lleven metralletas es un hecho más irreal que alarmante. 

Hay quien no las ve y no cae en la cuenta de lo que son hasta que no empieza a oírse la granizada seca de los disparos. La gente solo ha visto armas de fuego en las películas y no puede identificar su sonido cuando las oye de verdad. Por otro lado, como son las fiestas, es fácil confundir los disparos con petardos. Los disparos de las armas de fuego en la realidad son mucho más secos y breves que en las películas.

Misteriosamente se ha abierto un espacio vacío en torno a los tres guardias civiles y a su coche patrulla. Los que hablaban con ellos mostrando tanta animación ahora se han apartado. Los guardias civiles son muy jóvenes y muy poco experimentados. Por ser novatos los han mandado a este primer destino. Probablemente cuando caen en la cuenta de lo que va a sucederles ya es demasiado tarde. 

Y en cualquier caso están peor entrenados y mucho peor armados que los héroes que van a ejecutarlos. Desde la iglesia el sacerdote oye con aprobación los disparos. Puede que murmure una oración en euskera por los ejecutores, que se sienta orgulloso de su pequeña contribución a la causa: la información que le dieron los propios guardias civiles él la transmitió de inmediato a quien correspondía.

Los tres jóvenes solo aflojan los gatillos de las metralletas cuando los guardias yacen inmóviles en un gran charco de sangre. En ese año 1980 yo había aprendido a manejar una metralleta: a diferencia de un fusil, no pesa nada y apenas hace rozar el gatillo, y no hay que hacer puntería, porque es un arma diseñada para disparar de cerca, para matar sin dificultad ni peligro a personas inermes. 

Los muertos a tiros se quedan siempre en esas posturas grotescas que luego revelan sin miramiento ni piedad las fotos de los periódicos: bocas abiertas, miembros descoyuntados. Los tres gudaris vuelven sin prisa hacia el Simca 1000 cuando uno de los vecinos que hasta hace un rato solo preveían la diversión de la carrera les avisa: un guardia está vivo aún, se ha movido. Alguien lo remata rápido mientras los otros suben al coche que ya ha arrancado.

El tiempo pasa para algunas personas, y para otras no. Treinta y tantos años después, en ese mismo paraje, en el que no hay ningún recordatorio del crimen, las viudas de dos de los jóvenes guardias asesinados cuentan como si hubiera sucedido ayer lo que vivieron entonces. 

Los acompaña la cámara inquisitiva y respetuosa de Iñaki Arteta, que lleva ya muchos años dedicado a una tarea triste, pero muy necesaria, en la que viene teniendo poca ayuda y menos compañía: la de recoger y preservar la memoria de todas las víctimas del terrorismo vasco, sus caras, sus nombres, sus biografías, los testimonios de los familiares que sufrieron el crimen como una amputación irreparable que nunca llega a cicatrizar; y también, más sombríamente, a explorar las complicidades, las justificaciones, las variedades de vileza que se confabularon para arropar a los asesinos y agravar la atmósfera de miedo y silencio que es el requisito fundamental de toda dominación totalitaria o mafiosa.

1980 es la crónica del año más sanguinario del terrorismo. Doscientos atentados. Un muerto cada tres días. Yo me acuerdo. Yo estaba allí. Yo abría el periódico y veía en él esos titulares y esas fotos en blanco y negro que Iñaki Arteta ha filmado en las hemerotecas. Y, para mi vergüenza, como casi todo el mundo, salvo las víctimas, yo prestaba una atención distraída a todo aquel horror. 

Lo dice Aurelio Arteta en el documental con un remordimiento lleno de nobleza: “Yo también era un desalmado. No tenía alma para fijarme en lo que sucedía”. A los guardias civiles y a los policías asesinados les decían una misa rápida y luego embalaban sus ataúdes en furgonetas por las puertas traseras de los cuarteles. Al hijo de un asesinado no volvió a sentársele cerca ni a hablarle ningún otro niño en la escuela. Eran las víctimas y también eran los culpables.

 La austera eficacia testimonial de 1980 es inseparable de su categoría estética, su poderío de gran cine documental. La serenidad tristísima de los familiares de los asesinados es tan sobrecogedora como el examen de conciencia del profesor Aurelio Arteta, que se pregunta por qué tardó en darse plena cuenta del horror, o el de Teo Uriarte, que estuvo en ETA en su primera juventud y no elude la parte de responsabilidad que le toca.

Pero nada ni nadie da más miedo en el documental que otro fantasma lívido del pasado, monseñor Setién, aquel obispo de San Sebastián que nunca tuvo un solo gesto de piedad hacia ninguno de los asesinados. Monseñor Setién enuncia fríos silogismos sobre lo que él llama “derechos colectivos” moviendo unas manos pálidas que parecen tan heladas como la expresión de su cara. Ronda las palabras antes de decirlas como si manejara vísceras dudosas con un bisturí. 

Una vida entera de hipocresía vaticana y frialdad de corazón ha adiestrado sus músculos faciales en esa perfecta impasibilidad que parece exclusiva de los grandes inquisidores y de esos salvadores y líderes que por amor a una comunidad ideal —un pueblo, una patria, una clase, una raza, la Humanidad— están dispuestos a aprobar e incluso a bendecir tantas ejecuciones como sea necesario. Al fin y al cabo, como dice un patriota citado en el documental, los pueblos se hacen con sangre y con tiempo."                 (   ,  El País,   25 OCT 2014)

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