"La política del odio nos inunda. (...)
Y por el resto de Europa, desde Hungría a Grecia, pasando por Finlandia o
Francia e incluso España, los que odian se reagrupan para sacar tajada
de la debilidad de las instituciones nacionales y europeas y captar
votos con mensajes basados en la etnia, la pobreza, la ignorancia o la
supuesta inferioridad cultural de otros. (...)
Si la política del odio es odiosa, ¿qué explica su recurrencia? Dos
son las posibilidades: una, que la política del odio refleje una pulsión
irracional del ser humano hacia la destrucción del otro; dos, que la
política del odio sea beneficiosa electoralmente, por tanto racional.
Los politólogos decimos que la política tiene dos caras: una es la de
“quién se lleva qué”, y trata de cómo se distribuyen unos recursos
limitados entre distintos grupos sociales; la otra versa en torno a la
imposición de valores.
Entendida de la primera forma, la política puede
ser fuente de conflicto: si lo que tu ganas es lo que yo pierdo, la
tensión está servida. Pero también puede dar paso al consenso si las
partes deciden repartirse la diferencia.
Lo bueno de los conflictos distributivos es que los bienes en disputa
suelen ser son divisibles, por lo que suelen favorecer la emergencia de
consensos amplios en torno a posiciones centristas.
Pero las
diferencias morales, identitarias, religiosas o culturales no se pueden
repartir tan fácilmente. Por eso son tan útiles; polarizan a los
electorados, alejándolos del centro, y fidelizan a los votantes en los
extremos. Si la política es racional, puedo cambiar mi voto en cada
elección dependiendo de qué ofrezcan unos y otros.
Pero si lo que me
juego es mi identidad, religión o cultura y lo que me mueve es el odio,
cómo voy a votar por los otros. Si el odio funciona es porque es el
instrumento favorito de un tipo de guerra que suele pasar desapercibida:
la guerra cultural." (
José Ignacio Torreblanca
, El País, 3 OCT 2013)
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