"Por lo menos una vez al mes asoma algún artículo editorial reclamando diálogo con el nacionalismo. (...)
La dificultad es insuperable: el nacionalismo se levanta sobre la
negación de la posibilidad del debate. Por dos razones. La primera es
deudora de su apelación a una identidad propia, imprescindible para
enmarcar un “nosotros, somos distintos” y concluir que “no podemos estar
juntos”. En su versión más radical, la más coherente, apela a una
supuesta concepción del mundo, común a los nacionales, ininteligible
para los demás.
Con la claridad del fanático lo precisaba hace más de
100 años Heinrich von Treischke: “Diferencias en las lenguas
inevitablemente implican diferentes miradas del mundo”. La misma
convicción que transmiten las recientes palabras de Fontana: “No
entienden que los otros hablen distinto, que sean distintos. Han sido
educados para no entender”.
Durante un tiempo la tesis alcanzó cierto vuelo académico de mano de
la llamada hipótesis Sapir-Whorf, según la cual las diferentes lenguas
ordenan conceptualmente de manera diferente la realidad, algo que
afectaría a cómo las personas experimentan y conocen la realidad.
Cada
cual en su mundo, cada pueblo en su frontera. En palabras de Junqueras,
glosando a Herder: “La identidad colectiva o nacional de un pueblo
(Volk) se expresa a través de la lengua (…) la lengua (que) puede unir a
los hombres, también tiene capacidad de diferenciarlos”.
La tesis apuntala el andamiaje nacionalista de dos maneras. Por una
parte, justificaría políticas conservacionistas entregadas a recuperar o
recrear a hablantes que pudieron existir: la pérdida de una lengua
equivaldría a la pérdida de una cultura. Por otra, cimentaría el
proyecto: una lengua proporcionaría un mundo compartido de experiencias,
una identidad colectiva, base de una nación que, a su vez, constituiría
una unidad legítima de soberanía.
La realidad y la reflexión han mostrado la fragilidad de tales
argumentos y propuestas. Recrear hablantes de poco sirve para conservar
culturas o lenguas en extinción. Si preservar las culturas requiere
preservar las lenguas en las que se expresan, el objetivo es un
imposible: no hay manera de preservar —y sería lo obligado, la única
manera de honrar consecuentemente el principio— todas las culturas.
Habida cuenta de que para sobrevivir una lengua requiere un mínimo de
hablantes, unos 200.000, cuando coexisten varias en un territorio
compartido, como sucede en buena parte del mundo, la supervivencia de
unas requiere la desaparición de otras. En realidad, la conservación —no
su uso— resultaría imposible sin una investigación y una tecnología
extrañas a las culturas en riesgo.
La preservación es cosa de la ciencia
y la ciencia se escribe en inglés. En la Red hay páginas (Digital
Himalayas, Arctic Languages, Vitality Enduring Voices) dedicadas a
“mantener” lenguas regionales, incluso “lenguas individuales”, si es que
el sintagma significa algo. La lengua Miami, sin hablantes desde 1960,
se conserva —y enseña— en la Universidad de Miami (Ohio). Se enseña como
se enseñan las pirámides, sin aspirar a levantarlas otra vez.
Por su parte, la fundamentación de la nación resulta endeble en cada
uno de sus eslabones: por poner un ejemplo, la mayor parte de los
vascos, que no hablan euskera, carecerían de identidad vasca.
Sea lo que
sea la identidad tiene bastante más que ver con la condición sexual, la
clase social o la religión que con la lengua. Y, por supuesto, una
identidad colectiva, si es que el concepto tiene sentido, no justifica,
sin más, la soberanía, la condición de sujeto de decisión independiente.
El relativismo lingüístico de Sapir-Whorf quedó desprestigiado hace
ya mucho tiempo a la vista de sus discutibles avales experimentales
(manipulados en origen) y de la exploración analítica (sobre la
categorización por parte de individuos sin lenguaje: bebes, chimpancés,
etcétera).
Las cautas recuperaciones de la tesis (Everett, Deutscher),
que admiten el carácter inconcluyente de sus conjeturas, acuden a
circunstancias excepcionales de aislamiento y a ámbitos limitados de
experiencia: los indios Pirahã con dificultades para ciertas
abstracciones y cuya lengua carece de números, colores, tiempos verbales
y oraciones subordinadas; los hablantes de lengua guugu yimithirr
instalados con naturalidad en los puntos cardinales (Norte, Sur,…) y con
problemas para desenvolverse en coordenadas egócentricas
(derecha/izquierda, delante/detrás).
Pero incluso esas versiones tibias
han mostrado su debilidad (J. McWhorter: The Language Hoax). En
realidad, no hace falta entrar en tantas profundidades. Cualquier
usuario de Facebook sabe que aunque no disponemos, como los cheroquis,
de una palabra para designar la emoción experimentada ante un tierno
gatito, estamos perfectamente capacitados para padecer esa emoción.
En todo caso, con independencia de la calidad menesterosa de los
argumentos, lo indiscutible es el punto de partida, ese “no nos
entendemos” como principio fundante que se convierte en ideal regulador:
aspiramos a no entendernos. Mejor dicho: los nacionalistas aspiramos a
que los catalanes no se entiendan con sus conciudadanos. Los
nacionalistas, hay que repetir, que no hay día que no se confunda lo
antagónico: nacionalistas y ciudadanos (catalanes).
La otra negación nacionalista del debate resulta menos rebuscada. La
condensa una indecente pregunta que hemos aceptado como legítima: ¿sale a
cuenta permanecer en España? Hay razones para contestarla
afirmativamente, pero las hay, más poderosas, para negar su calidad
democrática.
No ya por inconsecuente, porque a continuación no se
pregunta si a los barceloneses nos conviene permanecer en Cataluña o en
tratos con la pobre comarca del Prioritat o, entrando en detalle, por si
deberíamos expulsar a marginados o discapacitados, sino por algo más
fundamental, porque instalarnos en esa pregunta equivale a negar el
debate de ideas, la política en su mejor sentido, a abandonar la
aspiración a tasar principios y propuestas según baremos comúnmente
aceptados de justicia, bienestar, interés general o racionalidad.
Sencillamente, los nacionalistas no se sienten obligados a dar razones
aceptables para sus conciudadanos. En menos palabras, los demás les
importamos una higa.
Quizá de ese desprecio a la posibilidad de razonar arranque la
insufrible cháchara de la conllevancia. No lo descarto. Les confieso que
cada vez me cuesta creer en que, por detrás de las reiteradas
invocaciones a la bendita fórmula, sean solo resultado de candidez.
Cuando los errores se repiten una y otra vez empiezan a ser sospechosos
de deshonestidad, de pereza mental y, me temo, de mala fe. En todo caso,
bueno es saber que es ajena al debate democrático. Por no perder el
tiempo con los artículos editoriales." (
Félix Ovejero
, El País 6 NOV 2015)