"(...) Gracias a la investigación del Centro de Ética Aplicada de la
Universidad de Deusto, se empieza a hablar ahora de todos esos
empresarios –grandes, pequeños y medianos– que un buen día recibieron
una carta de ETA exigiendo el ‘impuesto revolucionario’ y que en muchos
casos les arruinó la vida. Tenían, en efecto, que elegir entre pagar o
vivir, con la consecuencia añadida de que pagando financiaban el
terrorismo.
Hasta ahora no se quería hablar de ello. Ni se consideraba al
extorsionado una víctima ni tampoco se consideraba la extorsión una
expresión propia del terrorismo, sino un asunto menor y colateral.
Lo cierto es que no es asunto menor. Se calcula que fueron al menos
unos 10.000 los chantajeados por la banda terrorista. No es fácil
calcular lo recaudado pero las cifras conocidas son elocuentes: entre el
año 1980 y 1986, más de mil millones de pesetas; en los primeros años
del presente siglo, dos mil millones de euros anuales, sin contar las
cajas B.
Habría que valorar también el empobrecimiento acarreado por
esta práctica amedrentadora que, según algunas estimaciones, podría
estar en torno al 10% del PIB del País Vasco. Desde el punto de vista
económico, la extorsión fue una catástrofe para el conjunto de la
sociedad vasca, sin olvidar la tragedia que supuso en cada caso tener
que hacer frente en solitario a la amenaza de los pistoleros.
Nos podemos preguntar por qué un asunto mayor como éste ha tenido tan
escasa presencia y significación. Hay un par de explicaciones que
vienen a cuento. En primer lugar, por un prejuicio de clase. Se creó la
imagen de que solo afectaba a los ricos y un empresario, al fin y al
cabo, es un explotador y no merece compasión. Era por cierto una falsa
imagen porque el chantaje alcanzaba a modestos autónomos.
Ni siquiera la
tienda de fruta del barrio o la panadería de la esquina quedaban
exentas. Hasta allí llegaba el sobre que alguien deslizaba sobre el
mostrador para que se rellenara con el «donativo voluntario», en el más
puro estilo de la mafia siciliana. La segunda razón se debe al ocultismo
del chantaje.
ETA pedía discreción. Que se supiera de su existencia
pero no quiénes eran los extorsionados. Las víctimas también callaban
por vergüenza o por miedo o pensando que sería mejor.
Las otras razones tienen que ver con lo complejo del asunto. La gente
necesita planteamientos simples para manifestarse a favor y si el
problema exige discernimiento, pasa de largo. Y la extorsión es un
asunto complicado porque sitúa al afectado ante un dilema: si paga,
salva su vida, pero contribuye a financiar las balas que mañana pueden
matar a un ser inocente.
Si no paga, cumple con su deber como ciudadano,
pero se juega su vida o la de su familia. Ese es el dilema que el
extorsionado tiene que resolver en la más absoluta soledad. Que no
espere de la sociedad mucha comprensión. Esta aplaudirá a los pocos
empresarios que plantaron cara y puntuará de insuficiente la actitud de
quienes acabaron pagando.
A este dilema personal habría que sumar otro
de índole política: ¿cómo el Estado, encargado constitucionalmente de
velar por la vida y hacienda de sus ciudadanos se permite castigar por
ley a quien pague por ‘colaboración con banda armada’? El Estado,
consciente de su debilidad, optó de hecho por desviar la mirada y dejar
hacer.
Ha llegado el momento de hablar y de aclarar las cosas. Lo primero
que establecen los autores del informe provisional, Xabier Etxeberria
Mauleón, Galo Bilbao y J. M. Ruiz Soroa, es que los chantajeados eran
víctimas y, por tanto, inocentes. Unas víctimas muy especiales pues el
extorsionador jugaba con su libertad, esperando que ‘cooperara’. No
podemos juzgar a los extorsionados echando mano de un código ético, el
nuestro, pensado para otras circunstancias.
Hubo héroes pero para la
mayoría «no valía dentro la ética de fuera», como decía Primo Levi
pensando en la conducta de los deportados. Ellos merecen no
enjuiciamiento sino justicia y, por tanto, reparación de lo reparable y
memoria de lo irreparable.
El foco crítico hay que dirigirlo a los extorsionadores, calificando
el chantaje como una forma de terrorismo, y al extorsionador, de
terrorista. También habría que analizar la figura del mediador,
distinguiendo entre el que estaba más con el victimario que con las
víctimas, o iba a su negocio, o se presentaba predicando equidistancia,
que de todo ha habido.
Y, sobre todo, habría que analizar a los
espectadores: ¿qué hacíamos la mayoría de nosotros mientras el día a día
estaba lastrado por prácticas que tanto sufrimiento causaban? Los
mismos que entonces no quisieron enterarse se permiten ahora mirar por
encima del hombro a los que pagaron porque no tuvieron el valor de
enfrentarse a la extorsión.
Ha llegado la hora de hablar con franqueza de un tema vergonzante
pero no porque los chantajeados sucumbieran al chantaje sino porque la
extorsión tuviera esa magnitud y durara tanto tiempo." (REYES MATE / Filósofo e Investigador del CSIC, EL CORREO – 25/03/15, en Fundación para la Libertad)
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