"Discurso íntegro de Javier Cercas tras recibir el premio Francisco Cerecedo de Periodismo
En primer lugar, me gustaría contarles una anécdota que he contado
alguna otra vez y que, estando en presencia del rey Felipe VI, me siento
obligado a repetir.
En una ocasión, el rey Alfonso XIII, su bisabuelo, condecoró a Miguel
de Unamuno. Y cuentan que, durante la ceremonia, una vez que el Rey le
hubo impuesto la condecoración, Unamuno le espetó: “¡Gracias, señor, me
la merezco!”. Como es natural, Alfonso XIII se sorprendió un poco —no
mucho, creo yo, al fin y al cabo conocía al personaje: de hecho, no
mucho después lo mandó al destierro—; el caso es que el Rey se
sorprendió o fingió sorprenderse, y dijo: “Caramba, don Miguel, es el
primer galardonado que me dice eso; todos los demás me habían dicho
exactamente lo contrario: ‘Gracias, señor, es un honor que no merezco…’”
Y en ese momento Unamuno interrumpió al Rey: “Y tenían razón”.
Bueno, pues a mí me encantaría hacer gala hoy de la misma magnífica
soberbia de don Miguel. Por desgracia, cualquiera que eche un vistazo a
la lista de galardonados que me han precedido en el Premio Francisco Cerecedo
comprenderá que no es posible, y que no tengo más remedio que decir la
verdad; o sea: que este premio significa un grandísimo honor para mí, y
que, al contrario que don Miguel de Unamuno, yo sí sé que no lo merezco.
Lo digo con absoluta sinceridad.
Siento demasiado respeto por el periodismo para considerarme un
periodista. No estudié periodismo. Nunca he trabajado en la redacción de
un periódico, ni en una radio o una televisión. Nunca he sido
corresponsal de ningún medio, ni tampoco reportero. Ni siquiera me he
ganado la vida escribiendo en los periódicos, y desde luego mi velocidad
de escritura es salvajemente antiperiodística, porque es más o menos la
de Oscar Wilde, que en una ocasión declaró: “Hoy me he pasado el día
escribiendo: por la mañana, quité una coma; por la tarde, la volví a
poner”.
¿Cómo es posible, entonces, que me hayan concedido un premio de
periodismo, y para colmo tan importante como este? ¿Hay que culpar
únicamente del desaguisado a la generosidad insensata del jurado? ¿O
acaso soy yo como Monsieur Jourdain, aquel personaje de Molière que
llevaba toda su vida hablando en prosa sin saberlo? ¿Seré yo también,
sin saberlo, un periodista?
Es posible. Al fin y al cabo, desde hace veinte años escribo de manera regular en el diario EL PAÍS,
lo cual significa, supongo, que, aunque no sea un periodista, quizá sí
puedo considerarme, más modestamente, un escritor de periódicos. Más
modestamente, pero con no menos orgullo: no en vano, esa categoría de
escritor es, en nuestra tradición, una categoría ilustre. Se ha dicho
tan a menudo que ya es casi un cliché: gran parte de la mejor prosa
escrita en España durante los dos últimos siglos se ha publicado en los
periódicos.
Ahora bien, las ideas no se convierten en clichés porque
sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una
parte sustancial de verdad. Es sin duda el caso de esta: baste recordar
que quien es, para mi gusto, el mejor prosista de nuestro siglo XIX
fue, sobre todo, un escritor de periódicos, si no un periodista a secas:
Mariano José de Larra; baste recordar que Azorín, Ortega o Josep Pla
fueron, quizá esencialmente, periodistas.
Lo cierto es que yo, a los periódicos, llegué tarde, como a casi
todo. También es cierto que, aunque sea en lo esencial un novelista, la
escritura en los periódicos cambió mi forma de escribir novelas, o
simplemente mi forma de escribir. Quiero decir que, en un determinado
momento de mi vida, escribir en los periódicos me obligó a dejar de ser
un escritor de gabinete, libresco y hasta un poquito autista, y me
obligó a salir a la intemperie y a contrastar la escritura con la
realidad, me forzó a escribir una prosa más nítida, más viva y más
rápida, me empujó a intentar decir las cosas más complejas de la forma
más transparente y directa posible, y me ayudó, en definitiva, a tratar
de escribir los libros que siempre he soñado con escribir: libros
fáciles de leer y difíciles de entender; libros que, como los mejores
que conozco, cualquier lector de buena fe puede disfrutar a fondo y sin
tropiezos, pero que, al mismo tiempo, ni el lector más concienzudo o
exigente puede agotar del todo, sencillamente porque son inagotables,
porque nunca acaban de decir aquello que tienen que decir, como escribió
Italo Calvino de los clásicos. En resumen, los periódicos me han dado a
mí mucho más de lo que yo les he dado a ellos. Así que no debería ser
el periodismo quien me premiase hoy a mí, sino yo quien premiase al
periodismo.
Hay una cosa, sin embargo, que sí me hace sentirme periodista, y que
me hermana con los periodistas auténticos. Me refiero al respeto,
incluso al amor por la verdad. Sobre todo hoy, cuando parece que se
cuentan más mentiras que nunca, cuando nos asedia por momentos la
sospecha asfixiante de que vivimos en la era de la mentira.
No es una sospecha injustificada. Igual que la crisis económica de
1929 dio lugar en gran parte del mundo al surgimiento o la consolidación
del fascismo, la crisis de 2008 ha propiciado el surgimiento, también
en gran parte del mundo, de eso que solemos denominar nacionalpopulismo;
este no es una repetición del fascismo, porque en la historia nada se
repite exactamente, pero sí es, en muchos sentidos (como ha mostrado
Federico Finchelstein en un libro importante), una transformación de
determinados rasgos del fascismo, porque en la historia, como en la
naturaleza, nada se crea ni se destruye —solo se transforma—, lo cual
significa que todo se repite con máscaras diversas. Sea como sea, la
extensión venenosa de ese nacionalpopulismo ha ido acompañada de
verdaderas invasiones de mentiras: lo hemos visto en los Estados Unidos
de Donald Trump, en el Reino Unido del Brexit o en la Cataluña del llamado procés,
todos ellos avatares diversos del mismo fenómeno (por distintos que
sean), todos ellos causantes de crisis profundas y profundas divisiones
en nuestras sociedades.
Acabo de mencionar Cataluña y, soy catalán y estoy en presencia del Rey, debo hacer un paréntesis.
Vaya por delante, Señor, que soy un votante fiel de partidos de
izquierdas, aunque —no sé si me explico— no siempre soy su simpatizante.
Vaya por delante, también, que, a mi modo de ver, la Monarquía que
usted encarna es una Monarquía republicana; o dicho de otro modo: que es
una Monarquía democrática precisamente porque está basada en valores
republicanos —la libertad, la igualdad, la fraternidad— y que por lo
tanto es, se diga o no, implícita o explícitamente, heredera del último y
frustrado experimento democrático español, la II República.
Así que,
como cualquier ciudadano español con dos dedos de frente, yo sé que
nuestro verdadero dilema político no es Monarquía o República, sino
mejor o peor democracia: la prueba es que todos preferimos un millón de
veces una Monarquía como, pongamos, la noruega, que una República como,
pongamos, la siria. Sentado lo anterior, quisiera decirle una cosa que,
me temo, los catalanes no le hemos dicho con la claridad con que
hubiéramos debido decírselo.
Quisiera darle las gracias porque el día 3 de octubre de 2017,
mientras un grupo de políticos felones intentaba imponernos a la
mayoría de nosotros, por las bravas, un proyecto minoritario,
inequívocamente antidemocrático y profundamente reaccionario —es decir,
mientras esos políticos arremetían contra nuestras libertades e
intentaban derogar el Estatut y violar la Constitución, aboliendo el
Estado de derecho—, usted nos dijo a quienes nos hallábamos del lado de
la legalidad democrática que no estábamos solos.
Porque éramos, repito,
la mayoría, centenares de miles, millones de catalanes, pero nos
sentíamos solos. Y teníamos miedo. Mucho más miedo del que ahora
queremos recordar, mucho más del que nos gustaría confesar, mucho más
del que ustedes se imaginan. Y aquel día usted, señor, nos dijo que no
estábamos solos, y —esto es lo más importante— al decírnoslo usted nos
lo dijo el Estado democrático que usted representa. Que no estábamos
solos, nos dijo. Que no nos iban a abandonar. Y que, esta vez, por lo
menos esta vez, no pasarían. Y no pasaron.
Así que muchas gracias.
Pero me he desviado del tema. Para volver a él, y aunque no sea
periodista, quisiera darles una gran exclusiva, una noticia bomba: Jorge
Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los grandes
poetas jamás dicen tonterías, y Manrique, vive Dios, es uno de los más
grandes. Lo que Manrique dijo en realidad es que “a nuestro parescer”
cualquier tiempo pasado fue mejor; es decir: que el pasado casi nunca es
mejor, pero casi siempre nos lo parece.
La observación, por supuesto, es exactísima. No: en nuestro tiempo
probablemente no se cuentan más mentiras que nunca, aunque a menudo nos
lo parezca; mentiras, en la política y fuera de la política, se han
contado siempre, porque el hombre es el animal que miente. Lo que sí
ocurre hoy, me parece, es que la mentira posee mayor capacidad de
difusión que nunca. Y ocurre porque uno de los hechos fundamentales de
nuestro tiempo es el poder creciente, imparable, casi omnímodo de los
medios de comunicación, hasta el punto de que no hay hipérbole alguna en
decir que los medios no solo reflejan el mundo, sino que lo configuran,
en cierto modo lo crean.
Esto significa que los medios poseen una
responsabilidad extraordinaria; también los periodistas, que son quienes
hacen los medios y pueden usarlos para mal, difundiendo mentiras, o
para bien, difundiendo verdades. No revelo ningún secreto si añado que
hay periodistas que no los usan para bien. El por qué es evidente.
Sabemos que el poder y el dinero son fuerzas por definición ciegas,
insaciables, cuya esencia consiste en la pura repetición de sí mismas,
en la búsqueda de su pura perduración: el poder quiere por definición
más poder; el dinero, más dinero.
Y sabemos que, para perpetuarse, el
dinero y el poder no necesitan hombres y mujeres libres —que los
humanicen y pongan límites racionales a su expansión voraz e
incontrolada—, sino que necesitan ciudadanos sumisos, con lo que poder y
dinero intentan controlar los medios para controlar la realidad que
configuran. ¿Cómo? Difundiendo mentiras, puesto que también sabemos
todos, al menos desde el Evangelio, que la verdad fabrica hombres y
mujeres libres, mientras que la mentira solo fabrica esclavos.
Es así: la mentira constituye el instrumento principal de dominación
de los hombres, y por eso el primer deber de un mal periodista consiste
en difundirla, mientras que el de un buen periodista consiste en
combatirla, aunque el poder y el dinero la prefieran, o precisamente
porque la prefieren.
Es cierto que, a menos que se resigne a convertirse
en un esclavo, cualquier ciudadano está obligado a pelear contra la
mentira; pero los periodistas auténticos son quienes pelean en primera
línea del frente, y quienes más riesgos corren. Se trata, a veces, de un
combate heroico, que no suele terminar en los salones de un hotel tan
bonito como este, en una ceremonia tan maravillosa como esta, junto a un
Rey y una Reina, como si estuviéramos en un cuento de hadas. No.
Algunos periodistas se juegan la vida en esa batalla. Algunos la
pierden. Ellos son los periodistas auténticos. Y lo son porque
demuestran que la verdad sigue importando, sigue siendo relevante: por
eso el poder y el dinero la temen. Esos periodistas demuestran que la
verdad es hoy, de hecho, más revolucionaria que nunca, precisamente
porque por momentos nos abruma la impresión deprimente de que la mentira
ha vencido. Ellos demuestran que, como la mentira tiene hoy mayor
capacidad de difusión que nunca y los periodistas más responsabilidad
que nunca, el periodismo honesto —el que pelea con la verdad en la mano
contra la tiranía de las mentiras que el poder y el dinero tratan de
imponer— es más que nunca necesario. También, claro está, más difícil.
Porque hoy ya no basta con contar la verdad; además, hay que destruir
las mentiras, empezando por esas grandes mentiras que se fabrican con
pequeñas verdades y que son las peores mentiras, porque tienen el sabor
de la verdad. Esos periodistas valientes demuestran, en definitiva, lo
que demuestra todo periodista auténtico: que el combate por la verdad es
un combate contra la esclavitud." (Javier Cercas, El País, 29/11/19)
No hay comentarios:
Publicar un comentario