"Por más chorros de tinta que se hayan gastado
tratando de diferenciar patriotismo de nacionalismo, la distinción entre
ambos conceptos no es clara ni puede serlo.
El nacionalismo se refiere a un proyecto político que sostiene que a cada nación le corresponde un Estado.
Puesto que el concepto de nación es todo lo “discutido y discutible”
que se quiera, el nacionalismo sólo puede acabar siendo el proyecto
político de unas élites empeñadas en arrebatar a un Estado ya existente el poder soberano en parte de su territorio.
Aprovechando la plasticidad del término nación,
esas élites hambrientas de poder seleccionarán y reconstruirán algunos
episodios históricos con los que elaborar una narración simple (y
gracias a ello consistente) acerca de la nación con la que sus
seguidores deberán identificarse; y esas mismas élites también
seleccionarán los rasgos culturales (más o menos frecuentes en el
territorio) que deberán caracterizar a su nación para luego imponerlos
(mediante el sistema educativo y otros vehículos administrativos) a
todos los individuos bajo su tutela administrativa.
La lengua es un rasgo típico, claro. Estas
herramientas, que en Cataluña pueden identificarse fácilmente con el
Programa 2000 de Jordi Pujol (filtrado por la prensa en 1990), ofrecen
a los potenciales votantes nacionalistas una referencia clara de esa
nación que aspiran a construir —en un perímetro dado— y a gobernar en
exclusiva, con un nuevo Estado.
Si lograran su objetivo y rompieran con el Estado
original/previo (España), el poder de las élites nacionalistas
aumentaría porque dejarían de rendir cuentas hacia arriba
por la gestión de sus recursos. En Cataluña, por ejemplo, podrían
gestionar el litoral, el suelo de Barcelona, el puerto o el Corredor
Mediterráneo excluyendo de los frutos y las rentas al resto de
españoles.
Para tener éxito, estas élites necesitan que el individuo se difumine en el colectivo nacional;
así erigen a la nación como único sujeto político relevante del que las
propias élites nacionalistas no serían más que los legítimos
representantes. Desaparecido el individuo, el ciudadano, el nacionalismo
puede hacer pasar a la parte por el todo.
¿Cómo lograrlo? La mejor forma de generar una identidad colectiva —ese nosotros que las élites dicen representar- es oponiéndola a un ellos, a un afuera.
En consecuencia, no puede haber nacionalismo sin supremacismo: los
nacionalistas sostienen que merecen una organización distinta no sólo
porque son distintos (para organizarse políticamente, a los individuos
distintos les bastaría con respetar el pluralismo, es decir, con la
democracia) sino porque son mejores.
Y esta es
clave del éxito nacionalista: donde la democracia exige lograr (y
conformarse) con el igual reconocimiento de la dignidad de cada cual por
parte de todos los demás, una justa aspiración del ideal moderno que
aúna libertad e igualdad (democracia como “isotimia”, podríamos decir
con Fukuyama en su último libro, Identidad), el nacionalismo promete a los suyos un reconocimiento superior al resto, desorbitado, “megalotímico”.
Y da igual si un nacionalista no ha hecho grandes
méritos para ser reconocido: su grupo social, su nación, le proveerá
ahora de ese calor anhelado frente a los demás. Es difícil que esto no
derive en racismo y xenofobia. (...)
El nacionalismo catalán se opone a los españoles, retratados como
“bestias”, “vagos” o “subsidiados”. Y no dejará escapar el victimismo
por un muñeco de Puigdemont tiroteado aunque ese mismo pueblo haya
tiroteado antes a Aznar o a Marhuenda. (...)
Frente a esto, se supone que el patriotismo, antes que un proyecto político, es un sentimiento
que vincula al ciudadano con su patria. (De entrada, la referencia a un
objeto distinto dificulta y mucho la comparación con el nacionalismo.)
Por connotación, este vínculo del individuo con la comunidad subraya más la virtuosa autoafirmación del individuo en su lucha por la causa común que su reacción contra los otros, contra ellos, contra el afuera.
Ahora bien, esa lucha puede tener muchos grados y en
el extremo no es raro concebir al patriota como alguien dispuesto a
morir defendiendo su patria. Como no sabemos bien qué es la patria o qué
la define como buena o mala, estamos ante un concepto que pueden hacer
suyo tanto ilustrados que defienden reformas democráticas para su país
como terroristas corsos. Además, no descartaría que la connotación
positiva del patriotismo provenga de un sesgo cognitivo extendido: a mi
inflamación identitaria la llamo patriotismo para distinguirme de tu nacionalismo.
En realidad, lo mejor para entender cada concepto es adjetivarlo y contextualizarlo.
Por una parte, podemos hablar del nacionalismo cívico
e inclusivo que formó tándem con la expansión liberal y democrática
desde finales del XVIII y durante el XIX. Por ejemplo, antes de la
unificación italiana, sólo el 4% de los habitantes hablaba lo que acabó
siendo el italiano.
Que la escuela dotara a todos de una lengua común
fue bueno económica y políticamente: era necesario que un ciudadano del
norte y del sur se supieran iguales y no vasallos de distintos señores
que habitaban dos mundos inconexos; y era bueno que la economía nacional
dispusiese de todo ese mercado de trabajo.
Por otra parte encontramos el nacionalismo étnico,
más propio del siglo XX, preocupado por definir ontológicamente a la
nación, por asimilar o expulsar a los cuerpos extraños y por demarcar
nítidamente el adentro y el afuera.
Este último nacionalismo, en su versión extrema, es el de un Hitler
preocupado por extender las fronteras de Alemania para ensanchar el
“espacio vital” de la nación germana.
Pero tiene muchas más versiones
que no dejan de suponer un ataque a la democracia: aquí hemos conocido
ya las consecuencias del nacionalismo vasco y del catalán. Y Compromís
tampoco se cortó hace 4 años, defendiendo en su programa “la idea del
País Valenciano como espacio vivencial dotado de una entidad plena”.
Análogamente, no es lo mismo un patriotismo dispuesto a la guerra para expandir las fronteras y las glorias de la patria, que el “patriotismo cívico” (...)
el “patriotismo constitucional” desarrollado por Jürgen Habermas. Este patriotismo, en la línea ilustrada, parte del Estado democrático existente
y no pretende hacer coincidir sus fronteras con las de ninguna nación
preestablecida (ni más grande ni más pequeña), sino hacerse cargo de la
arbitrariedad de las fronteras existentes, de la imposibilidad de
justificar moralmente la exclusión que toda frontera supone. A priori, al patriotismo constitucional no le faltan ni le sobran ciudadanos: son los que están y los que vendrán.
Los ciudadanos de un Estado conforman siempre una comunidad solidaria, de derechos y de obligaciones: nosotros que nos
autogobernamos democráticamente, como iguales. Toda comunidad (incluida
la comunidad política) conforma en cada uno de sus miembros una suerte
de identidad colectiva que convive con su identidad individual.
Y esa
identidad colectiva (la de un individuo que se piensa ahora como nosotros) se distingue irremediablemente de los otros.
El aporte del “patriotismo constitucional” frente al nacionalismo es el
de tratar que esa identidad colectiva no sea supremacista, que sea
reflexiva y no busque autoafirmarse contra ‘los otros’ sino poder abrirse a ellos.
Es una cultura política inclusiva, pluralista, laica,
intolerante sólo con los intolerantes, y que exige a sus ciudadanos la
adhesión tanto a los principios universales que caracterizan al
procedimiento democrático como a las obligaciones emanadas de dicho
procedimiento. No pide a los inmigrantes asimilación de costumbres locales ni integración más allá del derecho.
Los incluye
por los cauces reglamentarios y espera de ellos que participen en la
vida social y política, que contribuyan a la evolución de esa cultura
política, que es algo vivo y no una identidad esencial e inamovible.
Lejos de preguntarse constantemente por la esencia de la españolidad (o
de la catalanidad), el patriotismo constitucional,
si nos lo tomamos en serio, implica reflexionar para contener las
peores derivas nacionalistas, el supremacismo moral que conduce al
racismo, a la xenofobia o a cualquier manifestación intolerante,
incluidas, por supuesto, las derivas independentistas que quieren romper
con el proyecto democrático común.
Cuesta entender cómo es posible que después de
Auschwitz aún conciten adhesión proyectos de construcción nacional que
sesgan de tal modo las libertades: imponen a los ciudadanos su
particular lecho de Procusto para desafiar luego al Estado. Pero lo
cierto es que están en auge por todo el mundo.
Frente a Auschwitz y frente a todos estos
nacionalismos pensó Habermas el patriotismo constitucional. Hoy sigue
siendo fundamental reivindicarlo: pero no como una forma de ser españoles sino una forma en que los españoles debemos estar en democracia.
Sólo si la construcción de la identidad ciudadana
común es inclusiva, dinámica, y se limita a favorecer el funcionamiento
de una comunidad de iguales, sin coartar los derechos individuales, el
proyecto democrático será legítimo." (Mikel Arteta. Doctor en Filosofía Política, El Catalán.es, 05/06/19)
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