"(...) El independentismo catalán nunca ha entendido, o querido entender,
que la proliferación de nuevos estados en Europa del Este fue menos el
reconocimiento de los derechos nacionales de pequeños países y mucho más
la voluntad de desguazar el antiguo bloque soviético, de contar con un
cinturón de microestados a los que poder manejar y donde llevar a cabo
rentables operaciones económicas.
El oeste no se toca, porque hacerlo
desestabilizaría a los grandes países. Y si la geopolítica no funciona,
solo queda la fuerza. Confundir el éxito de movilizaciones puntuales con
la fuerza que se requeriría para manener un conflicto civil de
desobediencia al Estado central es, a mi entender, desconocer la
realidad de la sociedad catalana.
Sobre todo de los sectores de
profesionales, de funcionarios, de empleados públicos, que son los que
deberían sostener un conflicto de este tipo.
No creo que los líderes independentistas ignoren sus propias
debilidades (aunque en todos los partidos pululan grupos de fans
irreflexivos que se creen la propaganda y que provocan la toma de
decisiones erróneas). Por esto la marcha del procés, como los
seriales, ha estado jalonada de momentos pensados para generar unas
expectativas y unos resultados que cambiaran efectivamente la
correlación de fuerzas y forzaran cesiones del Gobierno central.
Este, y
no otro, fue el papel de la consulta del 9-N y de las llamadas
“elecciones plebiscitarias”. En ambas el independentismo alcanzó un
resultado agridulce: constató su capacidad de movilización, pero no pudo
obtener la mayoría absoluta social que lo hubiera legitimado para una
acción más osada. De hecho, en los primeros momentos postelectorales se
reconoció que no se había alcanzado el objetivo.
Pero al poco tiempo el
entusiasmo de los inasequibles al desaliento les hizo olvidar su falta
de apoyos y volvieron a retomar la vía rupturista. Es curioso que
hayamos pasado de unas plebiscitarias que perdieron (en su objetivo de
obtener la mayoría absoluta) a la propuesta de un referéndum que en el
momento de las elecciones consideraban “pantalla pasada” y que solo
defendía la candidatura de los Comuns.
El referéndum, tal como está planteado, tiene nulas posibilidades de
ser algo diferente de la consulta del 9-N, de una movilización a favor
de la independencia promovida y gestionada por sus defensores. Un
referéndum neutral exige unas condiciones que difícilmente van a
producirse. La limpieza de cualquier proceso electoral depende de
cuestiones formales que aquí no se van a dar.
Una de las que estimo más
pertinentes es que las mesas electorales están formadas por personas
elegidas por sorteo. He participado en suficientes elecciones como
apoderado para constatar el empeño que tienen estas personas en hacer un
trabajo limpio (a pesar de que la mayoría se manifiestan antipolíticos y
consideran que estar en las mesas es un castigo inmerecido).
Ahora
mismo no veo otra forma de celebrar el referéndum que recurriendo a
voluntarios entre los convencidos del procés. Es uno más entre
los múltiples déficits formales. Ello sin contar que si algo no va a
producirse en absoluto es un mínimo debate sobre los pros y los contras
de la independencia.
La falta de buenos debates es endémica, pero en
este caso estamos ante una situación de mera propaganda. Basta con
sintonizar alternativamente los medios de comunicación controlados por
los dos bandos.
Que el referéndum, en caso de celebrarse, no va a ser otra cosa que
una movilización bajo la forma de una consulta es responsabilidad de
quien lo organiza. (...)
No está claro qué va a ocurrir en septiembre. Los independentistas,
con sus prisas, sus promesas y sus equilibrios internos, no tienen más
opción que lanzar el envite. No hacerlo a estas alturas les hundiría en
el descrédito. Y ante este desafío caben pocas alternativas.
Una, la de
tolerar la consulta y después degradarla, ya se hizo el 9-N y tiene
pocas posibilidades de repetirse. El PP y sus aliados no están
dispuestos a permtirla. Si esta posibilidad se cierra, las alternativas
son la aplicación de diversos grados de coerción para impedirlo o
limitar la extensión real de la acción.
Aquí se abre un abanico de
salidas a cual más extremista. La derecha dura (que en este tema está
formada por una fuerza transversal que incluye a sectores del PP,
Ciudadanos y el PSOE) incita a suspender lisa y llanamente la autonomía
(algunos incluso a poner fuera de la ley a algún partido
independentista). Pero es más probable que se aplique algún nivel
intermedio destinado a impedir la realización efectiva de la votación.
Para las fuerzas independentistas, lo mejor sería celebrar la
votación y obtener un resultado lo bastante amplio como para declarar la
independencia (a estas alturas, el sector más extremo ya considera que,
vote la gente lo que vote, si el “sí” a la independencia es la opción
mayoritaria esta puede quedar refrendada).
Si la votación se frustra, su
esperanza es que ello genere una nueva reacción en Catalunya que les
permita seguir hegemonizando el proceso y ganar unas segundas elecciones
plebiscitarias.
Esta segunda opción, la de usar la frustración del
referéndum como palanca para ampliar el apoyo al independentismo,
depende de dos cuestiones complementarias: que la reacción de la
población local sea catártica y que las sanciones impuestas por Madrid
les permitan un buen margen de reacción a corto plazo. Con este abanico
de opciones, es difícil aventurar qué va a hacer cada cual. Es evidente
en todo caso que en septiembre pasarán cosas, y que ya no queda espacio
para las prácticas dilatorias y elusivas que han aplicado ambos bandos.
El contexto más probable es que la situación se empantane, con un
Gobierno que tome medidas represivas que impidan el referéndum sin dar
ninguna opción de salida y un independentismo desprovisto de buenas
respuestas y dispuesto a mantenerse en su discurso paralizante. (...)
Hay un conjunto de cuestiones objetables a la propuesta independentista
que solo voy a apuntar: los elevados costes de transición que para
Catalunya y el resto de España comportaría la separación (basado en que
hay un nivel de incertidumbre excesivo sobre los efectos económicos), la
existencia de fuertes lazos de diverso tipo entre una parte importante
de la población catalana — mayoritariamente en la clase obrera— con el
resto del Estado, el desencadenamiento de pulsiones identitarias que se
ha producido en otros países, que acaban generando tensiones en la
sociedad y una presión sobre los desafectos (como ha ocurrido en
diversos países del Este), el predominio de una concepción soberanista
de la política que acaba imponiéndose sobre las necesarias iniciativas
transnacionales para hacer frente a la mayor parte de los graves
problemas globales...
Y, por si todo ello no bastara, la experiencia de
la ineficacia en la gestión (en muchos casos su neoliberalismo
conservador) llevada a cabo por las principales fuerzas soberanistas,
que son las que estarían en condiciones reales de controlar el proceso
de independencia.
La aspiración de la CUP y de los trotskistas a que la
independencia pueda generar un cambio de hegemonía me parece que solo
tiene cabida anteponiendo los deseos a un conocimiento profundo de la
compleja sociedad catalana. (...)
En este contexto, el papel de las fuerzas de izquierda aglutinadas en torno a Els Comuns es realmente complicado.
(...) no pueden dar el visto bueno a un proceso que no es antidemocrático
porque no es reconocido por Madrid, sino que no lo es porque no incluye
(al menos en lo que ya se conoce) un mínimo de garantías democráticas.
Y
también porque no pueden dejar que un apoyo inaceptable al
independentismo vuelva a dejar huérfanas políticamente a las franjas de
clase obrera, las de los barrios de las ciudades y el área metropolitana
a las que pretenden representar (y que constituyen su principal base
electoral)." (Albert Recio Andreu, Mientras Tanto, 30/06/17)
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