"(...) En 1979 publiqué la primera biografía de Adolfo Suárez, a
la sazón presidente del Gobierno. Tras muchos avatares y ya descabalgado
del poder, le oí decir que era la mejor y más objetiva que le habían
hecho. La verdad es que luego se ensañaron con él esos carniceros que
trabajan en los mataderos políticos.
Pero sí tengo bien fijo en mi memoria que cuando apareció
el libro –crítico con el proceso de transición y sus protagonistas– un
columnista de postín que aún ejerce de tertuliano y de lo que le echen,
porque la edad no consiente gollerías ni dejadeces, publicó en el hoy
fenecido Informaciones, creo, una columna en la que apuntaba, con
nombre y apellido, que gente como yo no debería vivir en España.
Un
modo, creo, de solicitar mi destierro, imagino. Guardo el recorte pero
me da pereza buscarlo. No merecen la pena ni el personaje ni el asunto.
Ahora que todo es parecido, pero al revés, una librería de
Barcelona que nunca visité, Calders, acaba de declararme públicamente
“persona non grata”, pero no sólo en la librería, propiedad de una
navarra soberanista a la que no conozco de nada, ni a ella ni a la
librería –los conversos son los más peligrosos–; amplía el
decreto al pasadizo en que se encuentra la tienda.
La verdad es que da
risa si no fuera patético: ¡a un escritor se le declara persona non grata en una librería de Barcelona!
Pero más allá de lo ridículo de la situación, parece que se
han indignado porque en una conversación privada con Juan Goytisolo, y
ante mi sorpresa porque hubiera avalado ante la francesa Gallimard una
novela tan mediocre como Incierta gloria del arrebatado comunista,
católico y catalanista Joan Sales, me contó la historia del año 1963, no
precisó la fecha, cuando presionado por algunos amigos que recién
habían asumido cierto furor catalanista, hizo las gestiones para que la
publicaran en París.
Al parecer hace unos años el propio Goytisolo
defendió la novela, lo que no me extraña nada por razones que no vienen
al caso. Pero el fondo del asunto no es si Goytisolo dijo o dejó de
decir, sino que un hermanastro de la novelística del ínclito José María
Gironella ( Un millón de muertos), justamente olvidado, se convirtiera
en pieza de culto de la deteriorada y subsidiaria inteligencia
catalanista de los últimos años.
Donde no hay no se puede sacar. Y por
si cupiera alguna duda, convoco a los descubridores recientes de Joan
Sales e Incierta gloria a la deslumbrante y demoledora correspondencia
(publicada en el 2008) entre el fanático Sales y Mercè Rodoreda, que sí
sabía escribir, en su estilo, sin pretensiones de salvar la lengua ni
Catalunya, sino la prosa en catalán.
El olvido. La historia surrealista de la librería Calders
me trajo a la memoria un almuerzo, mano a mano, con Jordi Pujol, aún
presidente de la Generalitat. En un momento en que la conversación se
fue calentando, porque con Pujol o le interrumpías el discurso o aquello
era un oratorio, le reproché su arrogancia como representante de toda
la Catalunya existente.
“Usted decide quién es un buen o un mal catalán,
¿quién le permite tamaño dislate de hacerse el justiciero del país?”.
Recuerdo vivamente el momento, porque al salir redacté notas del día,
del momento y de su indignación.
“¿Qué le lleva a atribuirme eso a mí, si yo jamás dije algo
semejante?”. Y con ese cinismo que le caracteriza me espetó: “Dígame un
caso donde yo calificara a alguien de buen o mal catalán”. La memoria
vino a mi encuentro porque no hacía mucho que había fallecido Pere
Calders; de no haber sido así hubiera quedado en cueros. “Hace unas
semanas usted declaró a quien quisiera oírlo, es decir, fue transcrito
por toda la prensa catalana, que ‘Pere Calders era un bon català’”.
Se
me quedó mirando, como si hubiera sido pillado en un renuncio, porque a
buen seguro que apenas tenía idea de Calders, exiliado, ateo, escritor
de cuentos, algunos magníficos, pero del que no recordaba nada, aunque
con toda seguridad le había concedido alguna medalla o distinción
honorífica que Calders se pasaba por sus partes más nobles.
Unos
instantes de silencio, esas pausas pujolianas, cuando el tema no le
interesa y le puede dejar en mal lugar. Cambió de tema.
Me lo confesó. No leo desde que leí a Mounier, dijo en un
gesto de sinceridad que le honra. Porque los políticos no leen, más
exactamente, no tienen tiempo para leer. La política es un pulpo que lo
traga todo. Rajoy, me apuesto a que no leyó otra cosa que las mil veces
que repitió los textos de las oposiciones a registrador de la propiedad.
Los resúmenes de Presidencia sí, son obligatorios. Pero sólo recuerdo
el caso de Mitterrand, que no se acostaba sin dedicar su hora o media
hora para saber lo que se cocía en la literatura francesa. (...)
Todo esto me lleva a pensar ¿para quién escribimos? Si para
esas energúmenas que declaran persona non grata a los que tratamos de
romper las vanidades y los silencios. O para los amigos, fieles y
reducidos.
Cada vez que pienso en los amigos de los que yo gozaba cuando
llegué por primera vez a Barcelona en 1969, y los más fieles y
pacientes de comienzos de los 90, y miro atrás, me doy cuenta de que
quizá los patanes y los arrugados, sin saberlo, tienen razón; nos nacen
en un país y nuestra capacidad de elección es tan limitada que al final
nos quedamos donde estamos, aguantando el tirón y tratando de explicar a
los más frescos de edad que la transición fue la operación más sucia y
desvergonzada desde la Restauración canovista.
Pero con una diferencia, entonces la izquierda no entró al trapo y no se mojó tanto como los recién nacidos." (Gregorio Morán, La Vanguardia, 01/07/17)
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